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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (35 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—No lo dudo —replicó ella, con gravedad.

Khaemuast la abrazó y la besó, ahora con una ferocidad casi violenta. Luego la apartó con brusquedad, giró en redondo y marchó a paso enérgico hacia los peldaños del embarcadero, sin mirar atrás. No había respondido a su beso con idéntico fervor, pero había sentido que su salvajismo la había excitado. «Para ofrecerle un contrato, para que ingrese por matrimonio en la familia real, debo efectuar una investigación completa de sus antepasados", pensó, clavando los ojos en la tierra blanda que se deslizaba bajo sus pies. "Ha de ser de sangre pura, de un linaje que no haya sido tocado por la traición ni por ofensa alguna contra Egipto. Penbuy puede encargarse de eso. También puede encargarse de redactar el contrato, pero con discreción.»

Pensó en su hermano Si-Montu, que había desposado alegremente a una plebeya, extranjera por añadidura, y se preguntó si su necesidad de investigar a Tbubui no procedería de algún prejuicio en si mismo, de alguna parte de sí que deseaba defenderse. «Estoy pensando tonterías", se dijo, feliz y aturdido. "Ahora tengo el objeto de mi deseo al alcance de la mano. Será difícil informar a la familia, pero después de todo hago sólo lo que es mi derecho. Mi padre podría aprobarlo, incluso siempre se ha reído de mis sobrios gustos sobre todo.»

Se sentía algo mareado y ebrio. Tropezó dos veces antes de llegar a los peldaños del embarcadero y a su esquife, que permanecía amarrado al poste de pintura descascarillada. Le asaltó la sensación de haberlo dejado allí diez o doce hentis antes.

De pronto tuvo la abrumadora impresión de que le estarían observando. Se detuvo y miró a su alrededor, tratando de penetrar la densa penumbra de los árboles.

—Tbubui, ¿eres tú? —preguntó.

Pero no había siquiera brisa que respondiera con un susurro. Khaemuast permaneció inmóvil, casi sin respirar. Estaba más seguro que nunca, pese a no ver nada, de que una presencia invisible le acechaba a poca distancia, clavando sus ojos en él. De no haberse sentido tan confuso, se habría adentrado entre las sombras para investigar, enojado. Pero bajó apresuradamente los peldaños para embarcarse en el bamboleante esquife. La noche ya no era un mágico hechizo de romanticismo y eternidad. Era un sudario sobre las cosas efímeras y sin nombre que hacen presa de los seres humanos, por envidia. No veía la hora de alejarse de aquel embarcadero.

CAPITULO 10

No pongas tristeza en tu corazón,

pues los años no son muchos.

Faltaban apenas tres horas para el amanecer cuando Khaemuast cayó en su diván, sin molestarse en utilizar el agua que Kasa, abnegadamente, le había dejado preparada. Su lámpara de noche parpadeaba, con la llama baja. La apagó con un soplido, pensando en dormir hasta muy tarde. Para sorpresa suya, se despertó a la hora habitual, fresco y lleno de vigor, sin conciencia de haber soñado.

Se bañó, se vistió, abrió su altar para las plegarias matutinas y repasó los acontecimientos de la noche. «Tal vez fueron un sueño", se dijo. "A la luz de la mañana parecen muy irreales.» Pero canturreaba al hablar consigo mismo, pues conocía la diferencia entre visión y realidad.

Terminadas sus plegarias, en el momento en que cubría el incienso, le anunciaron la visita de Hori. Khaemuast entregó el largo incensario a Ib y se volvió para saludar a su hijo. Pero al observar a Hori se apagó la calidez de su corazón, que deseaba extender sobre todos. El joven renqueaba, desde luego, pero fue su rostro lo que sobresaltó a Khaemuast. Estaba pálido y demacrado, tenía unas negras ojeras y encorvaba la espalda, habitualmente recta. Khaemuast, preocupado, se fijó inmediatamente en su rodilla, temiendo una infección. Pero el corte había cerrado bien y todos los puntos de sutura eran visibles.

—¿Qué te afecta así, Hori? —preguntó.

El muchacho pareció sorprendido, pero se encogió de hombros.

—¿Tan enfermo parezco? —dijo, intentando esbozar una sonrisa—. Me duele la rodilla, padre, pero supongo que no querrás arrancar los puntos hasta el último momento, por el sitio en que está la herida. ¿Puedo sentarme?

—Por supuesto.

—No he dormido bien —prosiguió Hori, acomodándose en la silla, junto al diván de Khaemuast—. No recuerdo lo que soñé, pero era horrible, oscuro, lleno de malos presentimientos y amenazas, y he despertado descompuesto. Ya se me está pasando.

Khaemuast se sentó en el diván y le observó atentamente.

—Necesitas tres o cuatro días de riguroso ayuno —sugirió—. Deja que tu cuerpo se purifique y tu alma se aquiete.

—Es probable que tengas razón —asintió Hori—. Lástima que no hayas trazado los horóscopos, padre. Pronto estará Phamenoth sobre nosotros y no me gusta andar a ciegas, sin conocer mis horas de mala suerte. Me resulta imposible tomar las decisiones correctas.

No miraba directamente a su padre. Recorría la habitación con la vista y tenía las manos fuertemente cruzadas.

—Hay alguna otra cosa que te aflige —insistió Khaemuast—. Trazaré los horóscopos para Phamenoth, lo prometo, pero ¿no quieres confiarte a mi, Hori? Deja que te ayude.

Por fin la mirada de Hori descansó en la de su padre y el joven sonrió.

—No me ocurre nada malo, créeme, príncipe. Seguiré tu consejo de ayunar. Creo que Antef y yo hemos estado bebiendo demasiado, comiendo sin medida y acostándonos con demasiada frecuencia al amanecer.

Khaemuast se estreme¿ió un poco al recordar su momento de intranquilidad en el sendero de Tbubui, la noche anterior.

—Antef debe volver hoy.

—Sí. —Hori se irguió un poco más. Aún no se había hecho pintar, y Khaemuast tuvo el alivio de ver que sus mejillas recobraban un poco el color y sus ojos, el brillo—. ¿Has vuelto a estudiar el rollo, padre?

No hacía falta preguntar qué rollo. Desde hacia tres meses sólo existía un rollo, que palpitaba en el borde de su conciencia, como el diente que empieza a pudrirse.

—No —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?

Los ojos de Hori se apartaron una vez más y se fijaron en el muro más alejado.

—Porque ayer visité a Tbubui con la esperanza de ver a Sisenet, pero él no estaba en casa. Como es un erudito, pensaba volver a analizar la tumba con él.

Una vaga inquietud, mezclada con celos, sacudió a Khaemuast.

—¿Estuviste con Tbubui? —preguntó, con aspereza—. ¿Fuiste allí sin decirme nada? ¿Estuviste a solas con ella?

Hori parpadeó.

—Sí. Los dos pensamos que seria ~itil descifrar el pergamino y ella me ha ofrecido la ayuda de su hermano. Dice que él ha traducido con cierto éxito algunos escritos antiguos. Con tu permiso, me gustaría invitarle a casa para que lo estudiara.

—Ella va a venir esta tarde a visitar a Nubnofret —replicó Khaemuast, con extraña renuncia. Aprovecharé la oportunidad para hablarle del asunto. Supongo que Sisenet no puede hacer ningún daño al rollo.

«Pero ¿y si es el rollo el que hace daño a Sisenet?», fue su irracional pensamiento.

—¿Que viene hoy? —exclamó Hori—. ¿Cómo lo sabes? Ayer no me dijo nada de eso. «Decididamente, algo tiene a Hori en tensión", pensó Khaemuast. "Me gustaría saber qué es.»

—Tu madre siempre dice que le gustaría volver a verla. Por eso le envié un mensaje a su casa, por la noche —explicó Khaemuast—. Como no respondió, es seguro que viene.

«Nunca había dicho una mentira a mi hijo", observó para si, sombrío, "pero tengo la sensación de que ésta no será la última vez. ¿Acaso no me miente él por omisión, con su deliberado silencio?».

—¡Oh!… —exclamó el joven—. En ese caso, no saldré hoy. El rollo me interesa muchísimo.

Se levantó trabajosamente y dio un súbito beso a su padre, en un gesto veloz y nada habitual en él. Luego salió cojeando.

Tbubui llegó poco después de la siesta, cuando el calor más fuerte del día impregnaba aún la casa. Khaemuast había dicho a la satisfecha Nubnofret que la visitante iba exclusivamente para pasar una o dos horas charlando con ella. Por lo tanto, fue Wernuro, su servidora y acompañante, quien salió a esperarla en los peldaños del embarcadero para recibirla.

Cuando anunciaron a Tbubui, Nubnofret acababa de levantarse y estaba sentada ante su tocador, con el espejo en la mano, vistiendo sólo un fino lienzo atado a la cintura. Su maquillador le estaba aplicando el kohol, pero a una orden suya se retiró de inmediato. Nubnofret corrió a abrazar a su invitada.

—Tbubui, cuánto me alegra que hayas decidido venir a yerme —exclamó, envolviendo a la otra mujer en almizcle perfumado—. Desde un principio supe que nos haríamos amigas. Es importante tener amigas, ¿no te parece?, cuando una está casada con un hombre que, a su vez, está desposado con sus múltiples obligaciones. Ven, siéntate. Perdona que mi diván esté sin hacer. Es que hace apenas un momento que me he levantado —suspiró—. El calor se está tornando insoportable y me hincha los párpados. ¡En cambio, tú pareces muy fresca!

En vez de ocupar la silla, Tbubui se había sentado en el diván, cruzando las piernas y con unas almohadas a la espalda. Nubnofret observó que había abandonado los anticuadísimos vestidos apretados que usaba habitualmente y lucía una encantadora túnica blanca, larga hasta los tobillos y recogida en el cuello con una pieza bordada de color amarillo. La prenda no tenía mangas y parecía muy fresca Una banda de oro le ceñía el antebrazo y de las orejas le pendían unas largas lágrimas de oro. Aunque estaba bien pintada, llevaba la cabellera recogida sobre la coronilla y completamente libre de adornos. Se acomodó y dedicó a Nubnofret una luminosa sonrisa.

—Me gusta el calor —dijo—. Duermo bien en la canícula, Alteza, aunque no cometo la tontería de salir a caminar bajo el sol en esta época del año. ¿Quieres sentarte conmigo en el diván, Alteza?

Nubnofret se dejó caer a su lado con un suspiro y se recostó, apoyando el montón de rizos en una mano.

—Wernuro no tardará en traernos bebidas y pasteles —dijo—. Me ha parecido mejor que nos quedemos dentro. Mi alcoba es un poco más fresca que el horno del jardín, no hay allí ni un poco de viento que baje por las mangas. Dime, Tbubui, ¿estás entablando relaciones con algunos nobles de Menfis? ¿Te gusta vivir aquí?

Tbubui se echó a reír. Fue una carcajada espontánea y libre, pero a Nubnofret lepareció que exhibía demasiado la ferocidad de sus pequeños dientes.

—Hemos recibido muchas invitaciones de los habitantes del suburbio del norte —dijo—. Supongo que despertamos en ellos una amable curiosidad, pero aceptamos muy pocas. Nos gusta vivir de manera tranquila y ordenada. Menfis es bella y excitante, pero basta saber que sus placeres se sirven en bandeja, como exquisiteces a disfrutar cuando gustemos.

—¿No te aburres aquí? Dirigir tu casa no ha de llevarte mucho tiempo.

—No, en efecto —asintió Tbubui—. Pero estoy dictando una historia de las relaciones de Egipto con el resto del mundo durante la época de Osiris Hatshepsut, la que dio a mi antepasado la ruta de caravanas entre Coptos y el Mar Oriental. Cuando no estoy ocupada con eso, paseo por la ciudad. Me gusta caminar.

«No sé bien qué pensar de ti", cavilaba Nubnofret, con una punzada de envidia. "Tienes pocas responsabilidades, a diferencia de mí, y puedes hacer exactamente lo que te agrade. Tus raíces están profundamente hundidas en Coptos. ¿A qué has venido, pues?»

—Una extraña ocupación para una mujer —dijo, con más acritud de la que creía—. La de escribir sobre historia, digo. En cuanto a los paseos, ya veo en tu cuerpo los resultados. ¡Tienes las carnes muy firmes, Tbubui!

—No debes subestimar tu propia hermosura, Alteza —protestó Tbubui.

Nubnofret comprendió que la mujer había interpretado correctamente la leve amargura de sus palabras.

—Los hombres no siempre gustan del cuerpo delgado y musculoso en una mujer. Pechos como los tuyos, plenos y de pezones grandes, encarnan sin duda la esencia de la feminidad. Tus caderas tienen una redondez muy agradable y esa leve convexidad de tu vientre habla al hombre de fecundidad y sensualidad. Estás hecha para el amor.

Nubnofret, desconcertada por la franqueza de su visitante, se sintió aún más incómoda al sentir el leve roce de su mano en su pantorrilla, pero era un contacto reconfortante, un gesto de simpatía.

—Ojalá Khaemuast opinara como tú —rió—. Creo que ya ni siquiera me ve. Para él soy quien organiza su casa, la madre de sus hijos y la anfitriona de sus muchos huéspedes oficiales. —Hizo una leve mueca—. Todas esas funciones me mantienen más que ocupada, hasta el punto de que muchas veces me siento asexual. Pero así es la vida, ¿verdad, Tbubui? El romance es para la primera juventud, no para el duro resplandor de un matrimonio largo.

—No tiene por qué ser así —contestó Tbubui, con suavidad—. ¿Suele Khaemuast visitar a sus concubinas?

Nubnofret analizó interiormente aquella pregunta. ¿Era una falta a los buenos modales o una curiosidad natural entre mujeres adultas? Al observar la expresión franca y cálida de su visitante, se decidió por lo último. Sacudió la cabeza y se apartó de la frente el cabello, pegajoso de sudor.

—No se acerca nunca a ellas. Yo misma no las veo desde hace tiempo. Tienen libertad para entrar y salir, visitar a sus parientes y salir de viaje, si solicitan permiso. A veces vienen para ayudar a entretener a los dignatarios. Son unas mujeres encantadoras, pero no del tipo con que una puede entablar amistad, por supuesto. No, Tbubui. Si Khaemuast necesita un cuerpo, viene a mi.

—Sé que te ama mucho —dijo Tbubui—. Tal vez parezca no prestarte atención, pero verdaderamente te valora.

—Puede ser. —La princesa volvió a suspirar—. Pero su amor es el de un compañero o un amigo, sin el deleite que ofrece un amante. De cualquier modo, no me quejo. Soy feliz. —Por primera vez, las palabras que con tanta frecuencia se decía a sí misma le sonaron a hueco. «¿Soy feliz, en verdad?", se preguntó. "¿Lo soy?» Y a su vez quiso saber:

—¿Y tú? Hace mucho tiempo que murió tu esposo. ¿No te sientes sola?

—Sí, desde luego —respondió Tbubui, con franqueza—. Pero prefiero seguir viuda a casarme sólo para aliviar mi soledad. No necesito la fortuna de otro hombre y tengo a mi querido Sisenet para que cuide de mi. Necesito amor, Alteza, pero no a cualquier precio. Quiero ser yo la que imponga las condiciones.

Nubnofret descubrió que aquella mujer le agradaba mucho.

—Conocemos a muchos hombres relevantes de todo Egipto —dijo—. ¿No te gustaría conocer a algunos? ¡Soy una buena casamentera, querida!

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