El papiro de Saqqara (34 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Le inflamaba el deseo por Tbubui. No podía apartar de si las vívidas imágenes de su cuerpo, su risa y sus gestos, aun de haberlo querido. Todo lo que le exigía tiempo y atención le enfurecía. Y la repentina revelación que Hori le había hecho el día anterior era una distracción de enormes proporciones.

En cuanto acabó la cena, Khaemuast se levantó para salir del salón y marchó a grandes pasos hasta un alejado rincón del jardín, para contemplar allí, tenso, la salida de una pálida luna menguante. Antes había hecho un esfuerzo supremo por ir a las habitaciones de su esposa y entretenerla una vez más jugando al sennet, pero le había resultado casi intolerable.

No había querido ir a la tumba por la mañana. La tumba era una catástrofe en un océano de irritaciones. Prefería quedarse donde estaba, por si Tbubui encontraba algún motivo para visitarle. Pensaba ir a su casa dentro de pocos días, utilizando como excusa una receta de herboristería. Aunque en realidad, no necesitaba excusas: ella era viuda y él, como príncipe, tenía derecho a tantas esposas y concubinas como deseara. Pero en el fondo se sentía humillado, culpable por aquella potente pasión que se había apoderado de él, hasta el punto de que su trabajo, su familia y su posición habían perdido toda importancia. Había decidido que nada se interpondría entre él y el objeto de su deseo, y friamente, comenzaba a planear el modo de poseerla.

Suspiró y dejó que la sensual belleza de la noche, la brisa caprichosa y perfumada que aleteaba con unos dedos curiosos sobre su piel desnuda, el cielo negro y suave con su colchón de estrellas, todo se insinuara en aquella turbulencia de obsesiones. Sus pensamientos se desviaron hacia el pendiente de turquesa que Hori le había mostrado con una mezcla de orgullo y vergüenza, pero al instante lo vio posado sobre un cuello largo y moreno, enredado en una negra cabellera que olía a calor y mirra. A ella le sentaría tan bien…

—¡Ah, Thot! —gimió en voz baja, alzando los brazos para acunar su dolor—, si me amas, ayúdame. ¡Ayúdame!

El símbolo del dios se elevaba ahora por encima de la casa, pequeño y con los bordes duros; su luz era una cosa ajena e indiferente.

Khaemuast se dejó caer en la hierba y apoyó la espalda contra un árbol. Durante mucho rato contempló el alegre fulgor de las lámparas pasar de un cuarto a otro y al fin extinguirse. Más allá del muro del jardín, donde se alzaba el recinto de los sirvientes, con sus graneros y su enorme cocina, sonaban intermitentemente las risas, el repiqueteo de los dados y el chasquido de las tabas, pero pronto aquellos ruidos se esfumaron también en la avanzada noche.

Observó que una lámpara rondaba por entre los arbustos y oyó la voz de Kasa.

—¿Estás ahí, príncipe?

—Sí —respondió Khaemuast, sin levantarse—. Estoy demasiado nervioso para acostarme, Kasa. Déjame el diván preparado y agua en la antecámara para lavarme. Luego puedes ir a tus habitaciones.

—¿Quieres lavarte solo, Alteza? —La indignación de Kasa era evidente, aunque Khaemuast no le veía—. Realmente, yo…

—Que duermas bien, Kasa —interrumpió Khaemuast, con firmeza.

La lámpara describió una agitada curva y desapareció tras las columnas invisibles. Al príncipe le dolían los ojos y sentía la cabeza pesada por el cansancio, pero exceptuando aquellos síntomas físicos se sentía alerta de una manera sobrenatural.

Cuando la última lámpara se hubo apagado en la casa, se levantó, con intención de dar un paseo alrededor de la finca, quizá de contemplar el río un rato. En cambio, se encontró descendiendo los peldaños del embarcadero. Desamarró el pequeño esquife y, acomodándose en él, tomó los remos. «Esto es una locura», protestó la parte cuerda de su ser, horrorizada. Pero su yo impulsivo y soñador estableció un ritmo con losremos, tomó nota de los ribazos neblinosos y desiertos, de la vacía extensión de río centelleante de luna, y ajustó el nombre de Tbubui a cada esfuerzo.

Los suburbios del norte pasaron deslizándose ante su vista, hundidos en el silencio. Khaemuast pasó junto a una balsa grande, adornada con lámparas y atestada de gente que celebraba algo, pero el ruido se debilitó y se alejó pronto. Remó hacia el ribazo oriental, apenas consciente de que le dolían los muslos y los hombros. «No debería hacer esto", se dijo, apaciblemente. "Si alguien me ve, pensará que el gran príncipe ha perdido el juicio. Tal vez sea cierto. Tal vez estoy apresado por una fuerte magia, incluso es posible que esté en mi casa, en mi diván, flotando en la ilusión de una meta y un movimiento, bajo el hechizo de la luna de Thot. Pues bien, que el hechizo siga su curso. Que me ate con más fuerza, que la noche disuelva el tiempo y la realidad, para que yo pueda erguirme ante la casa de ella, invisible, como un joven enamorado, sin impedimentos.» El agua chorreaba plata desde los remos y la superficie del río se levantaba en unas ondulaciones que se perdían silenciosamente entre las sombras del ribazo.

Los diminutos peldaños del embarcadero no eran fáciles de divisar, sofocados como estaban por la maleza del río, pero Khaemuast maniobró con su esquife sin vacilar hasta dar con ellos. Tras desembarcar, amarró su bote y salió al sendero. Sus pies no hacían ruido alguno en la tierra arenosa, sembrada de frágiles hojas de palmera caídas. Los árboles se alejaban a los dos lados del camino perdiéndose en la oscuridad como columnas en un templo y sus copas extendidas formaban un dosel. Khaemuast sintió, todavía con más fuerza, que estaba recorriendo un sueño. En el siguiente recodo del camino, la casa aparecería ante él, con sus blancos muros oscurecidos en un misterioso gris, ciegas las diminutas ventanas. Continuó caminando.

De pronto, un movimiento atrajo su mirada hacia la izquierda, haciéndole perder parte de aquella sensación de irrealidad. Se detuvo. Alguien le acechaba. «Debería haber traído a Amek al menos", pensó, súbitamente alerta. "¡Qué tonto soy!» Aguardó, tenso, esperando ver otro movimiento entre los troncos. Lo vio. Y un momento después Tbubui caminaba hacia él, descalza, con las líneas del cuerpo y el rostro desdibujados por la penumbra. Llevaba el pelo suelto y en desorden, enmarcándole como una nube negra sus facciones limpias. Algo se retorció dentro de Khaemuast al ver que estaba desnuda, pues llevaba sólo una sutil faldilla de dormir anudada a las caderas. Ella se detuvo ante él, sin la menor sorpresa.

—Príncipe Khaemuast —dijo—, debí adivinar que eras tú. Esta noche el aire está lleno de tu presencia.

No le preguntó qué hacía allí. Sin adornos de joyas, con la cara fresca y sin pintura, parecía tener dieciséis años. «Soy un joven enamorado", pensó Khaemuast, feliz. "¡Oh, Tbubui!»

—Pensar en ti me hace cometer actos ridículos —explicó—. Había planeado rondar tu casa como un jovencito enfermo de amor y volver a mi hogar. Perdona lo excéntrico de mi conducta.

—No es más excéntrica que la mía —replicó ella, con una leve sonrisa—. Me gusta vagar por las noches entre las palmeras, cuando no puedo dormir. Y, últimamente, el sueño me rechaza con frecuencia.

—¿A qué se debe eso? —preguntó él enseguida, con un nudo en la garganta.

Ella levantó los ojos, ocultos en la penumbra.

—No estoy segura —susurró—. Pero sé que me siento sola, príncipe. Y el descanso no se acerca con facilidad a los insatisfechos. —Cruzó las manos bajo el mentón, en un gesto ingenuo y juvenil—. Mi hermano, aunque me ama, no es un hombre expresivo. Y Harmin… —Se encogió de hombros—. Harmin es un joven dedicado a sus propios intereses.

Echó a andar, no hacia la casa, sino hacia los árboles. Khaemuast ajustó su paso al de ella y la cogió de la mano, como si fuera algo sencillo y natural. Los dedos de Tbubui se enroscaron con los suyos. Cuando alcanzaron las sombras más densas, ella se detuvo y el príncipe la puso frente a si y buscó su otra mano.

—Yo también te amo —dijo, con energía—. Creo que te he amado desde el momento en que te vi por primera vez, caminando en el polvo a lo largo del río. Nunca me había enamorado antes de este modo, Tbubui, con el cuerpo, la mente y el ka gritando a la vez. —Soltó sus manos y la sujetó por los hombros, para tocarle el cuello, la curva de las orejas, rozando sus ojos en una especie de éxtasis—. Ahora quiero hacerte el amor —siseó—. Aquí, bajo las palmeras.

—Me muero por yacer entre tus brazos —repuso ella, en voz baja—. Muchas veces me he preguntado cómo sería y entonces, al mirarte a los ojos y ver mi deseo reflejado allí… —Frotó su mejilla contra los dedos de él, que la recorrían—. Pero no me entrego con facilidad, Khaemuast, como otras mujeres. Vivo severamente, como hacían los antiguos, y aborrezco la corrupción moral de esta época.

Khaemuast se dejó caer en la arena y la atrajo a su lado. Las palabras de Tbubui sólo habían pasado de lado por su mente, pues se aferraba únicamente a lo que ella acababa de admitir: que se moría por yacer entre sus brazos. La puso suavemente de espaldas para sepultar la cara entre sus pechos, acariciándole a la vez los muslos. Al encontrar allí el blando beso de la tela, aflojó la faldilla y levantó la cabeza. La tenía desnuda bajo su cuerpo y, su vientre cóncavo subía y bajaba ligeramente y la sencillez de su cadera desnuda era un tormento de placer.

Empezó a acariciarle la piel con la lengua, pero ella le cogió la cabeza con las manos y la llevó hacia arriba para buscar su boca. Esta vez el beso fue de Tbubui, suyos fueron los gemidos de placer. Se aplastó contra él con una urgencia que le debilitó por un instante. Khaemuast se apartó para subir encima de ella y penetrarla. La victoria, el sobrecogimiento y la pasión eran un tumulto en su interior. Pero la mujer se desprendió de pronto de sus manos y rodó para apartarse, hasta quedar tendida boca abajo, jadeante. El alargó una mano hacia ella, pero Tbubui la esquivó bruscamente y se incorporó.

—No puedo —murmuró—. Perdóname, príncipe.

Deseó zarandearla en su frustración. Sintió ganas de tumbaría de espaldas una vez más e inmovilizarla allí, pujar dentro de ella y liberar aquel maldito raudal de dolor que era ya una carga constante. Pero no lo hizo. Le acarició la cabellera con una sola caricia larga y tierna, y apartó la mano.

—En mi finca tengo una bella casa —dijo, serenamente—. Es grande y ventilada, y está llena de objetos preciosos. En su jardín hay incluso un estanque para peces y una fuente. Hace mucho tiempo que no entro en ella. Allí viven mis pocas concubinas. —Sonrió con ironía, pensando que ella no podría ver su expresión en la intensa oscuridad—. En todos estos años las he molestado pocas veces. Con Nubnofret tenía bastante, pero ahora… —Hizo una pausa, pero ella no levantó la vista. Tenía la frente apoyada en las rodillas—. Ahora te quiero conmigo. Múdate a esa casa, Tbubui. Entra en mi hogar como un miembro privilegiado. Verás satisfechas todas tus necesidades: las tuyas, las de tu hijo y las de tu hermano. Deja que cuide de ti.

Ella levantó poco a poco la cabeza para volverla hacia él y Khaemuast advirtió el frío destello de sus ojos.

—Hay princesas que pueden considerarse afortunadas por acabar en el harén de un rey —dijo, de manera distante—. Pero yo no voy a ser la concubina de nadie. No quiero languidecer horas enteras, esperando a un hombre cuyo capricho se esfuma ante el ataque de nuevas bellezas, hasta que al fin deja de solicitarla. Pero ella sigue siendo propiedad de ese hombre y no puede reclamar su libertad.

—¡Tbubui! ¡Soy yo, Khaemuast, quien te hace este ofrecimiento! —exclamó él, asombrado—. No soy libertino por naturaleza. ¡Te honraré con mi cuerpo hasta el fin de mis días!

—No eras libertino —objetó ella con una voz que ahora parecía descamada y mortalmente fría—. Pero en ti se han despertado unas fuerzas que no se dejarán reprimir, ¡oh, príncipe! Conmigo o sin mi, tu paciente Nubnofret ya no puede satisfacerte, lo sepas o no.

—¡Tú has despertado esas fuerzas! —gritó Khaemuast—. ¡Tú me has cambiado! Hacia ti se dirigen y eres tú quien las controlará siempre. ¡Te amo!

—Me amas, si —asintió ella, con aquella voz inexpresiva y remota—. Pero aunque lo lamento, príncipe, no puedo aceptar tu ofrecimiento. Y no puedo darte mi cuerpo cuando lo desees, como haría una ramera vulgar. Eso me destruiría.

Khaemuast advirtió que se estaba mordiendo con fuerza los labios y que tenía los puños apretados. Desplegó los dedos con un esfuerzo consciente, relajó la mandíbula y se recostó cerrando los ojos. El silencio les envolvió durante un rato. Ninguno de los dos se movía. En el palmar, a su alrededor, no se oía un solo ruido. Por fin Khaemuast se levantó despacio y la miró fijamente, con los brazos en jarras.

—Levántate, Tbubui —ordenó.

Ella lo hizo, sacudiéndose las nalgas, las rodillas y los codos como el niño al que se le ha ordenado no ensuciar una faldilla nueva. Luego se irguió ante él con los ojos bajos.

—Tus palabras han sido fuertes —continuó él—. Pero me confirman en la idea de que tienes buena crianza y sólida moral. Es raro hallar mujeres así. No te amo menos, sino más, por esa actitud tuya, mi querida hermana.

Era la primera vez que la llamaba con un apelativo de amante y Tbubui emitió un leve gemido gutural.

—La ley me permite tomar otra esposa —prosiguió Khaemuast, lleno de audacia, aunque su otro yo, el yo cauto y sobrio que sólo quería volver a la plácida existencia anterior escuchaba horrorizado—. Hasta ahora no he tenido deseos de hacerlo, pero serás mía, Tbubui, no lo dudes. Y si debe ser por medio del casamiento, te lo ofrezco de buen grado. —Le cogió el mentón y la obligó a mirarla. Ella se mantuvo inexpresiva, incluso mohína y con los ojos velados—. Haré preparar un contrato matrimonial entre tú y yo, y vivirás en mi casa, en unas habitaciones que haré construir para ti. ¿Estás de acuerdo?

Las pestañas de Tbubui aletearon como si ella saliera de un trance profundo.

—Querido Khaemuast, querido príncipe —exclamó, suavemente—: te amo, pero no debes pensar que he rehusado entregarme a ti con la esperanza de presionarte para que me desposaras. El matrimonio de un príncipe de la casa real es un asunto serio. Tomémonos algún tiempo para peilsarlo bien.

El la abrazó con ansia.

—Pero ¿lo pensarás?

—¡Oh, sí! —sonrió ella—. Claro que lo pensaré.

De repente, él sintió sólo deseos de estar en su casa, en su diván, de poder reflexionar.

—Ven a visitarnos mañana por la tarde —le rogó—. Dedica algún tiempo a Nubnofret. Ella te tiene ya mucha estima y disfruta con tu compañía. La vida de una princesa tiene muchas ventajas, Tbubui.

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