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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

El papiro de Saqqara (75 page)

BOOK: El papiro de Saqqara
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—No olvides nunca que todo esto es una acción tuya —dijo, sin que sus ojos expresaran piedad ni acusación—. De ahora en adelante, respeta mi aislamiento, si no quieres que abandone esta casa. La elección te corresponde a ti, príncipe.

No aguardó la réplica. Se fue, caminando, digna e incluso majestuosamente, con la espalda erguida y el lienzo blanco flotando al viento: Khaemuast la siguió con la vista. Los sirvientes se habían reunido, asustados, en el otro extremo del jardín, olvidando sus ocupaciones. Pero el príncipe no podía enfrentarse a ellos, todavía no.

Se volvió hacia la casa, intensamente iluminada por el sol, y tuvo la certeza de que oía correr el Nilo con fuerza, palmoteando y gorgoteando de alegría al correr hacia el Delta. Había pensado arrojar el pergamino al fuego, pero sabia en el fondo que era un gesto inútil. Volvería a reaparecer en su arcón, ligero e inocuo.

«Soy, por fin, el orgulloso propietario del Pergamino de Thot", pensó con amargura, al pasar bajo la sombra de las columnas. "El sueño de mi juventud se ha hecho realidad. Estaba maldito desde el día de mi nacimiento y no lo sabía. Mi hijo ha muerto, mi esposa me ha abandonado y mi hija es prisionera de sí misma. ¿Qué haré en los largos años que se extienden adelante? ¿Cómo voy a llenar los implacables abismos del salón de recepciones los pasillos desiertos a la luz de las antorchas, el blanco sepulcro de mi diván? ¿En qué pensaré cuando despierte en la noche, solo, y me encuentre insomne en el silencio, el silencio lúgubre y acusador?»

Hizo un gesto a Kasa y cruzó el umbral.

EPILOGO

Alabado sea Thot…

el visir que juzga,

que derrota al delito,

que se acuerda de todo lo olvidado,

el que recuerda el tiempo y la eternidad…

cuya palabra permanece por siempre.

Volvió la cabeza con dificultad, buscando agua. Su cuarto estaba muy oscuro a excepción del resplandor leve que arrojaba la lámpara de noche, pero alguien respiraba con aspereza, de un modo irregular, con un ruido primitivo y atemorizador. Tardó un rato en caer en la cuenta de que el ruido procedía de él mismo. «Por supuesto", pensó, apaciblemente. "Al fin me estoy muriendo. Los pulmones se me han podrido de tanto inhalar aire viejo. Demasiadas tumbas abiertas en el entusiasmo de mis días juveniles, demasiados sarcófagos polvorientos abiertos. Pero hace veinte años que no violo el descanso de los muertos. Desde que… desde lo de aquella tumba de Saqqara.»

Sintió que se le oprimía el pecho y luchó por respirar un momento, abriendo la boca y aferrándose el cuello con las manos. Luego la tensión se aflojó y su aliento volvió a estabilizarse. «¿Dónde están?", pensó, malhumorado. "Kasa, Nubnofret… Deberían estar aquí, con los sacerdotes, con agua y medicinas para calmarme. Pero el cuarto está oscuro, el cuarto está desierto. Me encuentro solo. A Nubnofret no le importo, desde luego, pero Kasa… es deber suyo ocuparse de mi.»

—¡Kasa! —graznó—. ¡Necesito agua!

Nadie respondió. Sólo las sombras se movían, profundamente y lentamente, comodestellos del fondo de un río bajo el frío esplendor de la luna. «La luna", se dijo. "La luna, la luna. La luna pertenece a Thot, pero yo no. Desde hace mucho tiempo pertenezco a Set. ¿Y dónde está él, ahora que le necesito?»

Se concentró por un momento en el sonido de su respiración, que resonaba contra los muros invisibles y el techo estrellado, amortajado por la noche, pero pronto se interpusieron otros sonidos. Entonces, se olvidó de sus pulmones y contempló la oscu ridad frunciendo el ceño. Fuera había formas, siluetas de animales, difusas y peludas, curvados lomos de animal.

De pronto la luz captó un ojo, redondo y estúpido, y cayó en la cuenta de que había unos mandriles en el cuarto, parloteando con suavidad. Por fin los vio, se rascaban como hacen los mandriles, estúpidamente y con seriedad, llevándose las manos a los genitales. Mientras se manoseaban, le miraban fijamente sin curiosidad. ¿Qué hacían aquellos mandriles en sus habitaciones?, se preguntó, con furia. ¿Por qué Kasa no los echaba de allí? Luego vio que tenían unas cadenas doradas en el cuello y que todas las cadenas, pardas y opacas bajo la luz escasa, conducían al mismo sitio.

De pronto Khaemuast sintió miedo. Perdió la respiración con un agudo silbido y manoteó en el aire buscando oxigeno.

—Son míos, Khaemuast —dijo una voz, en la oscuridad—. Ellos ayudan al sol a elevarse, anuncian la aurora. Pero para ti no habrá aurora. Esta noche morirás.

De pronto, logró respirar otra vez. Bebió a grandes tragos aquel aire bendito y vivificante, y se incorporó.

—¿Quién eres? —inquirió, ásperamente—. Muéstrate.

Pero una parte de sí mismo no quería ver al dueño de aquella voz sibilante y de algún modo inhumana. Esperó en tensión, mientras la oscuridad se movía y se hacia densa, hasta convertirse en la silueta de un hombre que surgió de las sombras y se acercó al diván. Khaemusat se echó hacia atrás con un grito, pues el hombre tenía el largo pico curvo y los diminutos ojos del ibis.

—Es hora de recordar, Khaemuast —dijo la silueta, el hombre, el dios, inclinándose hacia él—. Eso no significa que hayas olvidado, aunque lo intentaste. Set y yo hemos conversado mucho sobre ti. Hace bastante tiempo que eres su obediente siervo, y ahora me toca a mí el turno de reclamar tu lealtad.

—O sea, que no he sido perdonado —pronunció Khaemuast, con voz sorda—. Hace más de veinte años que me entregué a las manos de Set, aquel día horrible. Veinte años…, y Sheritra camina aún por la casa como un fantasma silencioso y tímido. Nubnofret se mueve en la maraña de sus funciones reales, tan rígidas y complejas que no puedo llegar a ella. Ha perdonado, pero no puede olvidar. Todos los veranos, en el Bello Festín del Valle, los tres hacemos ofrendas ante la tumba de Hori y recitamos las plegarias por los muertos, pero ni siquiera ese triste rito nos reúne.

Una oleada de vértigo le hizo cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos. Thot no se había movido, parecía estar esperando.

—En cuanto a mi —prosiguió el príncipe, con un ronco susurro—, soy desde hace años el mayor seguidor de Set. He vertido oro en sus cofres. Me he inclinado ante él todos los días, en señal de adoración. Le he ofrendado los oscuros sacrificios que más desea. Su presencia ha estado en mi comida, en mi nariz, en los pliegues de mis lienzos, como el sabor y el olor de una bestia podrida que yaciera entre los muros de mi casa, sin ser descubierta. No obstante, no me he quejado nunca. Mi adoración ha sido perfecta. Todos los días me preguntaba: «¿Estará saldada la deuda?». Y todos los días sabía, en el fondo de mi corazón, que no era así. —Miró el sereno rostro del dios—. ¿Se salda alguna vez una deuda semejante?

Una expresión de leve desencanto cruzó la cara de ibis Thot.

—¿Me estás preguntando si se te ha perdonado por convocar a Set, por robar el pergamino o por tomar tan terrible venganza sobre el príncipe mago y su familia?

—¡Por todo eso! —respondió Khaemuast, casi gritando. El esfuerzo disparó unos espasmos de fiero dolor a sus pulmones—. Convoqué a Set porque tú me habías traicionado. ¡Robé el pergamino por un poco de codicia y una monstruosa ignorancia de la que, sin duda, no soy responsable! Y mi venganza… mi venganza… —Se incorporó con esfuerzo—. ¿De qué sirvió esa venganza, si la lujuria que sentía por ella jamás murió? ¿Si todas las noches, aun sabiendo que había sido borrada de este mundo y del siguiente, como si nunca hubiera nacido, sudo y gimo y no puedo dormir, porque deseo el contacto de su piel en mis dedos, el roce de su pelo contra mi cara, el sonido de su risa al volverse hacia mí? Ésa es tu venganza, ¡oh, dios de la Sabiduría! ¡Te odio! —Tenía miedo, pero sentía también una extraordinaria furia—. Te he adorado y te he servido toda mi vida, y me recompensaste haciendo pedazos mi existencia y la de quienes me eran queridos. Hice lo que se debía hacer y no me averguenzo de nada.

—Hablas de saldar deudas —replicó Thot, aparentemente impertérrito—. Lo que yo te debo por tus servicios, lo que tú debes a Set por liberarte de la maldición que yo había echado sobre ti. Pero, veo que todavía eres orgulloso, príncipe Khaemuast, no te arrepientes. Bajo todas esas cosas yace un pecado mayor, un pecado tuyo, y en todos estos años de sufrimiento aún no logras verlo ni te humillas por él. Hori fue sacrificado por él. Ahura, su esposo y su hijo fueron piezas sin importancia en él. —Se inclinó hacia Khaemuast y a su pesar, el príncipe experimentó un escalofrío de terror—. Si puedes identificarlo siquiera ahora, mago, podrías ser perdonado.

El dios se apartó hacia atrás y Khaemuast se concentró en su respiración. Aspirar, retener el aire, dejarlo escapar. Mientras tanto, los mandriles resoplaban y se movían con nerviosismo en la penumbra. El príncipe buscaba frenéticamente la respuesta que Thot esperaba. «¿Qué pecado? ¿Qué pecado? He prestado servicio", pensó con resentimiento, "he sufrido, ¿qué más se puede pedir de mí?»

—No puedo identificarlo —reconoció al fin—, pues no creo que exista. Cumplí con lo que los dioses exigían y traté de hacer el bien ante sus ojos. ¿Qué más se puede pedir?

Thot asintió, moviendo pensativamente su largo pico por encima del rostro de Khaemuast. Tras él, los mandriles parlotearon en un súbito arrebato de descontento, antes de sosegarse otra vez.

—Deudas y propiedades, servicios prestados y hechizos para obligar a los dioses —dijo el dios, suavemente—. Nada de eso toca el vasto y oscuro lago de orgullo espiritual que permanece inalterado en la esencia de tu ser. El deber no lo ha alcanzado.

Tus sufrimientos no han provocado siquiera una ondulación en su superficie. Crees aún que, mientras cumplas con tus obligaciones espirituales, deberías ser recompensado, o con la cancelación de una deuda o con el fin de un sufrimiento que aún consideras injusto. Los años no te han dejado nada más que resentimiento, príncipe.

Hubo un silencio. Khaemuast, todavía enojado, mantenía la vista perdida en la oscuridad. Luego el dios se movió.

—Dime, Khaemuast —dijo, con voz ligera—: si te ofreciera la oportunidad de deshacer todo el caos que causaste, de cambiar tus recuerdos, de borrar los hechos que ocurrieron en tu pasado, ¿la aceptarías? Piénsalo bien. ¿Aprenderás la lección o vas a despreciarla?

Khaemuast le miró. El dios esperaba con paciencia. Sus plumas blancas se estremecían con el aire de la noche y sus diminutos ojos negros, aunque alerta, estaban llenos de un humor extraño. El ofrecimiento no podía ser tan ingenuo como parecía. Había algo más en la serena mirada de Thot, algo sin misericordia. «Se ríe de mí", pensó Khaemuast, desesperado. "Aquí hay algo que yo debería adivinar, algo que me salvaría, pero no sé lo que es.»

—Esto es otro tormento —replicó al cabo de un rato—. Me estás tendiendo otra trampa.

Pero se recostó y cerró los ojos. Ir hacia atrás… anular aquel momento en que sostuvo el cuchillo sobre el manuscrito cosido a aquella mano muerta y anónima. Borrar sus recuerdos y darles una nueva forma, para que Hori fuera ahora un príncipe poderoso, casado y satisfecho, ocupando el lugar que le correspondía por derecho junto a un Ramsés que envejecía sin morir; para que Sheritra hubiera hallado a un hombre que la amara y supiera apreciar sus cualidades inigualables; para que Nubnofret y él pudieran envejecer juntos con mutuo respeto… El pecho se le oprimió otra vez.

—Escucharé —dijo, con un gesto afirmativo.

Abrió los ojos. Thot le tendía ahora el pergamino, la maldición, aquel objeto maligno que permanecía desde hacia largos años en su arcón, sin tocar.

—Te daré fuerzas durante una hora —dijo el dios—. Lleva el pergamino, Khaemuast, hasta el momento en que tu yo más joven estaba en Pi-Ramsés, cenando en el gran salón del faraón, conversando con tu amigo Wennufer. Recuerdas todo eso, ¿verdad? Llévalo hacia atrás y veremos lo que ocurre. Yo te esperaré. No hay tiempo en la Sala del Juicio.

Khaemuast tomó el pergamino. Era la primera vez que lo tocaba desde hacía más de veinte años, pero lo sintió familiar, familiar y terrible. Los recuerdos acudieron a raudales a su mente, Tbubui, su lujuria, su ceguera, la desintegración de su integridad.

—No soy lo bastante fuerte —susurró—. Mi cuerpo…

Pero de inmediato oyó los gritos de los borrachos, los cantos, el estruendo de la música dominando el pandemonio del gran banquete en el salón de Pi-Ramsés. Su nariz se llenó con el olor del vino, de los cuerpos acalorados, de los gigantescos ramos de flores. Todo era muy lejano y muy débil, pero a medida que se concentraba, agarrándose a su vitalidad en aquellos últimos instantes, fue cobrando volumen, tomándose más cercano. De repente se encontró a sí mismo, de pie ante una de las puertas del salón, con el pergamino sujeto en el cinturón de la faldilla. Una hora, había dicho el dios.

Paseó ansiosamente la mirada por entre los bailarines desnudos, los comensales que reían, los criados que se abrían paso entre la multitud, llevando en lo alto bandejas con la comida humeante. «¿Dónde estoy?", pensó. "¿Dónde estaba yo, haciendo qué?" En ese momento vio a Wennufer junto a la entrada opuesta, con una solemne expresión en la cara, algo pomposa. Conversaba seriamente con un hombre alto y apuesto, de buen físico y arrogante cara morena, muy pintado y centelleante de joyas. "¿Ese soy yo?", pensó, con asombro. "¿Tuve alguna vez esa imponente presencia, ese porte?»

Empezó a cruzar el salón. Nadie parecía reparar en él, aunque sólo vestía la faldilla y el cinturón. Enseguida llegó junto a aquel desconocido moreno y perfumado. Y en ese momento, cuando el hombre alargaba su copa con negligencia a un esclavo, para que la llenara otra vez y Khaemuast le tocaba el brazo, comprendió cuál era la trampa que el dios le habla tendido. Lo comprendió, horrorizado, pero su yo más joven se volvía ya hacia él y era demasiado tarde.

Reconocimientos

Los versos con que comienza cada capítulo han sido tomados ya de Egyptian Religious Poetry, de Margaret Murray (Connecticut, Greenwood Press, 1980), ya de Life Under the Pharaohs, de Leonard Cottrell (Londres, Pan Books, 1955).

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