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Authors: Justin Cronin

El pasaje (3 page)

BOOK: El pasaje
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El hombre que la recogió aquella noche no fue el que ella había imaginado. A los malos los pillaba enseguida, y a veces decía «No, gracias» y continuaba andando. Pero aquél parecía agradable, un estudiante universitario, supuso, o al menos lo bastante joven como para ir a la universidad, e iba bien vestido, con pantalones de color caqui y una de esas camisas con un hombrecillo a caballo dándole vueltas a un martillo. Daba la impresión de que iba a una cita, y se rió para sí cuando subió al vehículo, un gran Ford Expo con una rejilla en el techo para transportar bicicletas o algo por estilo.

Pero entonces, sucedió algo extraño. No la llevó al motel. Algunos hombres querían hacerlo en el coche, sin tan siquiera molestarse en aparcar, pero cuando empezó a hacer lo acostumbrado, convencida de que era eso lo que deseaba, el joven la apartó con suavidad. Quería llevarla a otro sitio, dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.

—A un lugar agradable —explicó el joven—. ¿No te gustaría ir a un lugar agradable? Te pagaré más de lo habitual.

Pensó en Amy dormida en el cuarto, y supuso que no habría una gran diferencia entre una cosa y otra.

—Mientras no tardemos más de una hora —dijo—. Y luego tendrás que traerme de vuelta.

Pero fue más de una hora, mucho más. Cuando llegaron a su punto de destino, Jeanette tenía miedo. El joven paró delante de una casa con un gran letrero encima del porche, que exhibía tres formas casi parecidas a letras, pero no del todo, y Jeanette supo lo que era: una fraternidad. Un lugar donde un puñado de chicos ricos vivían y se emborrachaban a cuenta del dinero de sus padres, mientras fingían ir a la universidad para llegar a ser abogados y médicos.

—Te gustarán mis amigos —dijo el joven—. Vamos, quiero presentártelos.

—No pienso entrar ahí —replicó Jeanette—. Volvamos.

El hombre hizo una pausa, con ambas manos sobre el volante, y cuando ella vio su cara y lo que acechaba en sus ojos, el ansia lenta y demencial, ya no le pareció un chico agradable.

—No contemplo esa posibilidad —dijo el hombre—. Yo diría que, en este momento, no consta en el menú.

—Y una mierda que no.

Abrió la puerta del vehículo y se puso a caminar, sin importarle el hecho de no saber dónde estaba, pero él también bajó y la agarró del brazo. Estaba muy claro lo que le esperaba dentro de la casa, lo que él deseaba, y que todo estaba empezando a tomar forma. La culpa era de ella, por no haberlo comprendido antes, mucho antes, tal vez desde el día en que Bill Reynolds entró en la Caja. Se dio cuenta de que el chico también estaba asustado, de que alguien le estaba obligando a hacer esto, tal vez los amigos que aguardaban dentro de la casa, o al menos eso creía él. Pero a ella le daba igual. El hombre se puso detrás de ella e intentó pasarle el brazo alrededor del cuello para inmovilizarla con el codo, y ella le pegó un violento puñetazo donde más dolía, y él lanzó un chillido, la llamó puta, zorra y todo lo demás, y le propinó un bofetón en la cara. Ella perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, y él se le tiró encima, con las piernas a horcajadas sobre su cintura como un jinete a caballo, mientras ella se debatía y pegaba, y trató de inmovilizarle los brazos. Si lo conseguía, todo habría terminado. A él le daría igual que estuviera consciente o no, pensó Jeanette, cuando lo hiciera. A todos les daría igual. Introdujo la mano en el bolso, que había caído a la hierba. Su vida se le antojaba tan extraña como si ya no le perteneciera, suponiendo que alguna vez le había pertenecido. Pero para una pistola, todo tenía sentido. Una pistola sabía de qué iba el rollo, y notó que el frío metal del revólver se deslizaba en su palma, como si deseara estar allí. Su mente dijo: «No pienses, Jeanette», y apretó el cañón contra la cabeza del chico, notó la presión sobre piel y hueso, calculó que, estando tan cerca, no podía fallar, y después apretó el gatillo.

Tardó el resto de la noche en volver a casa. Después de que el chico se desplomara en el suelo, había corrido con toda la velocidad que le permitieron sus piernas hacia la carretera más grande que pudo ver, un amplio bulevar que brillaba bajo la luz de las farolas, con el tiempo justo de alcanzar un autobús. No sabía si llevaba la ropa manchada de sangre, pero el conductor apenas la miró mientras le explicaba cómo volver al aeropuerto, y ella se sentó donde nadie pudiera verla. En cualquier caso, el autobús iba casi vacío. No tenía ni idea de dónde estaba. El autobús avanzaba a paso de tortuga entre barrios de casas y almacenes, todo a oscuras. Dejó atrás una iglesia grande, después los letreros de un zoo, y por fin se adentró en el centro de la ciudad, donde esperó un segundo autobús aterida bajo una marquesina de plexiglás. Había perdido el reloj, no sabía cómo, e ignoraba qué hora era. Tal vez se había desprendido cuando estaba peleando, y la policía lo utilizaría como pista. Pero era un vulgar Timex que había comprado en Walgreens, y pensó que no les diría gran cosa. La pistola sí les serviría. La había arrojado a la hierba, al menos eso creía recordar. Todavía tenía la mano un poco entumecida por el retroceso del arma cuando se disparó, y los huesos aún vibraban como un diapasón que no pudiera parar.

Cuando llegó al motel, estaba amaneciendo. Notó que la ciudad despertaba a su alrededor. Bajo la luz cenicienta, entró en la habitación. Amy estaba dormida con la televisión encendida, un programa de teletienda que ofrecía una especie de máquina de ejercicios. Un hombre musculoso con coleta y una enorme boca, similar a la de un perro, ladraba en silencio desde la pantalla. Jeanette supuso que debían de quedarle un par de horas antes de que alguien se presentara. Qué tontería había cometido al abandonar el arma, pero ya no servía de nada preocuparse por eso. Se mojó la cara con agua y se cepilló los dientes, sin mirarse en el espejo, después se puso unos pantalones vaqueros y una camiseta, y tiró al cubo de la basura maloliente que había detrás del motel la ropa vieja, el top, la faldita y la chaqueta con flecos que se ponía para ir a la autopista, manchados de sangre y otras cosas que prefería dejar atrás.

Daba la impresión de que el tiempo se había comprimido como un acordeón. Todos los años que había vivido, y todo lo que le había pasado, aplastados de repente bajo el peso de este único momento. Recordó las madrugadas, cuando Amy era un bebé y ella la mecía junto a la ventana, hasta quedarse dormida con frecuencia. Habían sido buenas mañanas, algo que siempre recordaría. Embutió algunas cosas en la mochila de las Supernenas de Amy, además de algo de ropa y dinero en una bolsa de supermercado para ella. Después apagó la televisión y despertó con delicadeza a Amy.

—Vamos, cariño, despierta. Tenemos que irnos.

La niña estaba medio dormida, pero dejó que Jeanette la vistiera. Siempre estaba así por las mañanas, aturdida y como ida, y Jeanette se alegró de que no fuera otro momento del día, cuando habría tenido que ser más perentoria y dar explicaciones. Dio a la niña una barra de cereales y una lata de zumo de uva tibio para beber, y después las dos salieron a la autopista, donde el autobús había dejado a Jeanette.

Recordó haber visto, durante el camino de regreso al motel, la gran iglesia de piedra con un letrero delante: NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES. Si acertaban con el autobús, imaginó que las dejaría delante.

Se sentó con Amy en la parte de atrás, con un brazo alrededor de ella para tenerla más cerca. La niña no dijo nada, excepto en una ocasión, para anunciar que volvía a tener hambre, y Jeanette sacó otra barra de cereales de la caja que había metido en la mochila de Amy, con la ropa limpia, el cepillo de dientes y el Peter Rabbit de Amy. «Amy, eres una niña buena, una niña muy buena, lo siento, lo siento», pensó. Cambiaron de autobús en el centro de la ciudad y siguieron viaje media hora más, y cuando Jeanette vio el letrero del zoo se preguntó si habrían pasado de largo, pero entonces recordó que la iglesia estaba antes del zoo, de modo que ahora, si iban en dirección contraria, estaría después del zoo.

Entonces la vio. A la luz del día parecía diferente, no tan grande, pero sería suficiente. Bajaron por la puerta de atrás, Jeanette subió la cremallera de la chaqueta de Amy y le colgó la mochila mientras el autobús se alejaba.

Miró y vio el otro letrero, el que recordaba de la noche, que colgaba de un poste clavado al borde de un camino de entrada que corría detrás de la iglesia: CONVENTO DE LAS HERMANAS DE LA MISERICORDIA.

Tomó la mano de Amy y subieron por el camino. Estaba flanqueado de árboles enormes, una especie de robles, con largos brazos musgosos que se cernían sobre ambas. No sabía qué aspecto tenían los conventos, pero éste resultó ser como una casa, aunque era bonita: hecha de piedra que relucía un poco, con un tejado de tablillas y ribetes blancos alrededor de las ventanas. Había un herbario delante, y pensó que las monjas debían de hacer eso, cuidar de los cultivos. Subió hasta la puerta principal y tocó el timbre.

La mujer que abrió no era vieja, como había imaginado Jeanette, y ni siquiera llevaba hábito, o como se llamara aquello. Era joven, no mucho mayor que Jeanette y, salvo por el velo que le cubría la cabeza, iba vestida como todo el mundo, con falda, blusa y un par de mocasines marrones. Además era negra. Antes de irse de Iowa, sólo había visto a uno o dos negros en toda su vida, salvo en la televisión y el cine. Pero Memphis estaba llena de negros. Sabía que alguna gente tenía problemas con ellos, pero Jeanette no, de momento, y supuso que una monja negra serviría para sus propósitos.

—Siento molestarla —empezó Jeanette—. Mi coche se ha averiado en la calle, y me estaba preguntando...

—Por supuesto —dijo la mujer. Su voz era extraña, y no se parecía a nada que Jeanette hubiera oído antes, como si hubiera notas musicales atrapadas dentro de las palabras—. Entren, entren.

La mujer se apartó para dejarlas pasar al vestíbulo. Jeanette sabía que en algún lugar del edificio habría más monjas (que quizá fueran negras también), durmiendo, cocinando, leyendo o rezando, pues eso suponía que hacían las monjas casi todo el día. Reinaba el silencio, y supuso que no se equivocaba. Lo que debía conseguir era que la mujer la dejara a solas con Amy. Lo sabía con certeza, como sabía que aquella noche había matado a un muchacho, y todo lo demás. Lo que estaba a punto de hacer iba a herirla mucho más, pero tampoco existía tanta diferencia, sólo más dolor en el mismo punto.

—¿Señorita...?

—Ah, puede llamarme Lacey —dijo la mujer—. Aquí somos muy informales. ¿Es hija suya? —Se arrodilló delante de Amy—. Hola, ¿cómo te llamas? Tengo una sobrinita de tu edad, casi tan bonita como tú. —Miró a Jeanette—. Su hija es muy tímida. Tal vez se deba a mi acento. Soy de Sierra Leona, en África Oriental. —Se volvió de nuevo hacia Amy y le tomó la mano—. ¿Sabes dónde está eso? Está muy lejos.

—¿Todas las monjas son de allí? —preguntó Jeanette.

La mujer se puso en pie y lanzó una carcajada, que mostró sus dientes blancos.

—¡Dios, no! Me temo que soy la única.

Durante un momento ninguna de las dos dijo nada. A Jeanette le gustaba aquella mujer, le gustaba escuchar su voz. Le gustaba cómo trataba a Amy, su forma de mirarla a los ojos cuando le hablaba.

—Iba a llevarla al colegio —dijo Jeanette— cuando el coche se averió.

La mujer asintió.

—Síganme, por favor.

Condujo a Jeanette y Amy por un pasillo hasta la cocina, una gran sala con una enorme mesa de roble y armarios con etiquetas: LOZA, LATAS o PASTA Y ARROZ. Jeanette nunca había pensado que las monjas comieran. Supuso que, dada la cantidad de monjas que vivían en aquel edificio, era de ayuda saber dónde estaba cada cosa en la cocina. La mujer señaló el teléfono, uno antiguo de color marrón con un cable largo que colgaba de la pared. Jeanette había planeado bastante bien la siguiente parte. Marcó un número mientras la mujer preparaba un plato con galletas para Amy (no compradas en una tienda, sino hechas a mano por alguien), y después, cuando una voz grabada le dijo al otro lado de la línea que haría un día nublado con una temperatura de trece grados y cierta posibilidad de chubascos hacia el anochecer, fingió que estaba hablando con la Triple A,
[1]
sin dejar de asentir durante todo el rato.

—La grúa viene de camino —dijo, al tiempo que colgaba—. Han dicho que saliera a su encuentro. De hecho, tienen un taller aquí al lado.

—Bien, ésa es una buena noticia —dijo la mujer—. Hoy es su día de suerte. Si quiere, puede dejar a su hija conmigo. Será difícil tenerla controlada en una calle con tanto tráfico.

Ya estaba. Jeanette no tendría que hacer nada más. Tan sólo decir que sí.

—¿No será una molestia?

La mujer volvió a sonreír.

—Estaremos bien aquí. ¿Verdad? —Dirigió una mirada alentadora a Amy—. ¿Lo ve? Está muy a gusto. Vaya a encargarse de su coche.

Amy estaba sentada en una silla junto a la gran mesa de roble, con un plato de galletas sin tocar y un vaso de leche delante de ella. Se había quitado la mochila y la estaba acunando sobre el regazo. Jeanette la miró durante todo el rato que se pudo permitir, y después se arrodilló y la abrazó.

—Ahora estarás bien —dijo, y Amy asintió contra su hombro. Jeanette quería decir algo más, pero no encontró las palabras. Pensó en la nota que había dejado dentro de la mochila, la hoja de papel que sin duda encontrarían cuando Jeanette no regresara a buscarla. La abrazó durante tanto tiempo como se atrevió. Se sintió embargada de la presencia de Amy, el calor de su cuerpo, el olor de su pelo y de su piel. Jeanette sabía que estaba a punto de llorar, algo que la mujer (¿Lucy? ¿Lacey?) no podía ver, pero abrazó a Amy un momento más, con la intención de guardar aquella sensación en algún lugar de su mente, un lugar seguro donde pudiera conservarla. Después soltó a su hija y, antes de que nadie dijera una palabra más, Jeanette salió de la cocina, bajó por el camino de entrada hasta la calle, y siguió caminando.

2

De los archivos del ordenador de Jonas Abbot Lear, doctor en medicina.

Profesor del Departamento de Biología Molecular y Celular de la Universidad de Harvard.

Asignado al Instituto de Investigaciones Médicas de Enfermedades Infecciosas del Ejército de Estados Unidos (USAMRIID).

Departamento de Paleovirología, Fort Detrick, en Maryland.

De: [email protected]

Fecha: lunes, 6 de febrero, 13:18

Para: [email protected]

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