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Authors: Justin Cronin

El pasaje (5 page)

BOOK: El pasaje
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Paul, pase lo que pase, decida lo que decida, quiero que sepas que has sido un gran amigo para mí. Más que un amigo, un hermano. Es extraño escribir esta frase, sentado a orillas de un río en las selvas de Bolivia, a seis mil kilómetros de todos y todo lo que he conocido y amado. Tengo la sensación de haber entrado en una nueva era. ¿A qué extraños lugares puede llevarnos la vida, a qué oscuros pasajes?

De: [email protected]

Fecha: martes, 21 de febrero, 5:31

Para: [email protected]

Asunto: RE: No seas tonto, lárgate, por favor

Paul:

Esta noche hemos solicitado la evacuación por radio. Nos recogen dentro de diez horas, pero todo el mundo opina que nos irá de un pelo. No creo que podamos sobrevivir otra noche aquí. Los que aún gozamos de buena salud hemos decidido que podemos aprovechar el día para acercarnos más al lugar. Íbamos a jugárnoslo a la pajita más corta, pero resultó que todo el mundo quería ir. Partimos dentro de una hora, en cuanto amanezca. Tal vez se pueda salvar algo de este desastre. Una buena noticia: da la impresión de que Tim ha superado la crisis durante las últimas horas. La fiebre ha remitido, y aunque todavía no responde, las hemorragias han cesado y su piel presenta mejor aspecto. Sin embargo, la situación de los demás es crítica.

Paul, sé que para ti no hay más dios que la ciencia, pero ¿sería demasiado pedirte que reces por nosotros? Por todos.

De: [email protected]

Fecha: martes, 21 de febrero, 23:16

Para: [email protected]

Asunto:

Ahora sé por qué están aquí los soldados.

3

Situada sobre 1.600 hectáreas de bosque de pinos y pradera de hierba corta, y con un aspecto parecido al de un complejo de oficinas o un instituto público de grandes dimensiones, la Unidad Polunsky del Departamento de Justicia Penal de Texas, también llamada Terrell, significaba una cosa: si eras un hombre condenado a la pena capital en Texas, allí era donde ibas a morir.

Aquella mañana de marzo, Anthony Lloyd Carter, preso número 999.642, condenado a muerte mediante inyección letal por el asesinato de Rachel Wood, una madre de dos hijos residente en Houston cuyo césped había segado todas las semanas por cuarenta dólares y un vaso de té helado, residía en el Bloque de Segregación Administrativa de la Unidad Terrell desde hacía mil trescientos treinta y dos días, menos que muchos y más que algunos, aunque eso para Carter era lo de menos. Nadie te daba un premio por llevar más tiempo que nadie. Comía solo, hacía ejercicio solo, se duchaba solo, y una semana era lo mismo que un día o un mes para él. Lo único que marcaría la diferencia sería el día en que el alcaide y el capellán aparecieran en su celda, y lo acompañaran hasta la habitación de la aguja, y aquel día no estaba muy lejano. Le permitían leer, pero no le resultaba fácil, nunca lo había sido, y ya hacía mucho tiempo que había dejado de intentarlo. Su celda era una caja de cemento de dos por tres, con una ventana y una puerta de acero cuya ranura era lo bastante ancha para deslizar las manos a través, pero eso era todo, y casi siempre estaba tumbado en el catre, con la mente tan en blanco como un cubo vacío. La mitad del tiempo no habría podido afirmar si estaba despierto o continuaba dormido.

El día empezó como cualquier otro, a las tres de la mañana, cuando encendieron las luces e introdujeron las bandejas del desayuno por las ranuras. Por lo general, eran cereales fríos, huevos en polvo o crepes. Los buenos desayunos eran aquellos en los que ponían mantequilla de cacahuete sobre las crepes, y aquél era de los buenos. El tenedor era de plástico y se rompía la mitad de las veces, de modo que Carter se sentaba en el catre y comía las crepes dobladas, como si fueran tacos. Los demás hombres del ala H se quejaban de la comida, de lo desagradable que era, pero Carter no creía que, en conjunto, fuera mala. Las había tenido peores, y muchos días se había quedado sin comer, de modo que la visión de las crepes con mantequilla de cacahuete por las mañanas era siempre bienvenida, aunque en realidad no fuera de mañana.

Había días de visita, por supuesto, pero Carter sólo había tenido un visitante en Terrell durante toda su estancia, cuando el marido de la mujer había ido a verlo para decirle que había encontrado a Jesucristo, que era el Señor, y que había rezado por lo que Carter había hecho, le había arrebatado a él y a sus hijos su hermosa esposa para siempre jamás, y que tras muchas semanas y meses de rezar, se había reconciliado con aquello y decidido perdonarlo. El hombre lloró mucho, sentado al otro lado del cristal con el teléfono apretado contra la cabeza. Carter había sido cristiano de vez en cuando, y agradecía lo que el marido de la mujer le estaba diciendo, pero la forma en que pronunciaba las palabras transmitía la sensación de que perdonar a Carter era algo que él había elegido para sentirse mejor. Desde luego, no dijo nada acerca de tratar de impedir lo que le iba a pasar a Carter. Éste no creía que hablar del tema pudiera mejorar la situación, de manera que dio las gracias al hombre, y dijo «Que Dios lo bendiga» y «Lo siento, si veo a la señora Wood en el cielo le diré que usted ha venido hoy», lo cual provocó que el hombre se fuera a toda prisa y lo dejara con el teléfono en la mano. Ésa fue la última vez en que Carter recibió visitas en Terrell, y ya habían transcurrido dos años.

La cuestión era que la mujer, la señora Wood, había sido siempre amable con él, le daba cinco o diez dólares de más, y salía con el té helado los días de calor, siempre sobre una pequeña bandeja, como hacía la gente en los restaurantes, y lo que había pasado entre ellos era confuso. Carter lo lamentaba, lo lamentaba profundamente, pero aún no lo entendía, por más vueltas que le diera. Nunca dijo que no lo hubiera hecho, pero no se le antojaba justo morir por algo que no entendía, al menos antes de que tuviera la oportunidad de solucionar el enigma. Le daba vueltas en la cabeza, pero después de cuatro años no había logrado aclararlo. Tal vez el problema estribara en que, a diferencia del señor Wood, Carter no había conseguido reconciliarse con lo ocurrido. En cualquier caso, todo le parecía más absurdo que nunca, y con los días, semanas y meses amontonados en su cerebro, ni siquiera estaba seguro de recordar bien el incidente, para empezar.

A las seis de la mañana, cuando cambió el turno, los guardias volvieron a despertar a todo el mundo, a gritar nombres y números, y avanzaron por el pasillo con las bolsas de lavandería para recoger calzoncillos y calcetines. Eso significaba que era viernes. Carter sólo podía ducharse una vez a la semana e ir al barbero cada sesenta días, de modo que era agradable tener ropa limpia. Su piel pegajosa empeoraba en verano, cuando uno sudaba todo el día aunque yaciera inmóvil como una piedra, pero a juzgar por lo que su abogado le había dicho en la carta enviada hacía seis meses, no tendría que soportar nunca más otro verano texano. El 2 de junio terminaría todo.

Dos golpes fuertes en la puerta interrumpieron sus pensamientos.

—Carter. Anthony Carter.

La voz pertenecía a Pincher, el jefe de turno.

—Vamos, Pincher —dijo Anthony desde el catre—. ¿Quién te crees que está aquí?

—Presenta las muñecas para que te pueda esposar, Tone.

—No es la hora del recreo. Tampoco es mi día de ducha.

—¿Crees que me voy a pasar toda la mañana hablando del asunto?

Carter se levantó del catre, desde donde había estado contemplando el techo y pensando en la mujer y el vaso de té helado sobre la bandeja. Sentía el cuerpo dolorido y flojo, y con un esfuerzo se puso de rodillas de espaldas a la puerta. Lo había hecho mil veces, pero seguía sin gustarle. Lo más difícil era conservar el equilibrio. Una vez arrodillado, encogía los omóplatos, echaba los brazos hacia atrás y guiaba las manos, con las palmas hacia arriba, a través de la ranura por la que entraba la comida. Sintió el mordisco frío del metal cuando Pincher le esposó las muñecas. Todo el mundo lo llamaba Pincher, El Que Aprieta, por la fuerza con que ceñía las esposas.

—Levántate, Carter.

Carter adelantó un pie, y la rodilla izquierda le chirrió cuando cambió su centro de gravedad, y después se puso en pie con cautela, al tiempo que retiraba las manos esposadas de la ranura. Al otro lado de la puerta se oyó el sonido metálico del gran llavero de Pincher, y después la puerta se abrió, y aparecieron Pincher y el guardia, Dennis, a quien llamaban Daniel el Travieso debido a su pelo, que se parecía al chico del cómic, y al hecho de que le gustaba amenazar con su bastón. Tenía la habilidad de encontrar lugares de tu cuerpo que jamás te habían dolido tanto con tan sólo un pequeño toque de la madera.

—Parece que alguien ha venido a verte, Carter —dijo Pincher—. Y no es tu madre ni tu abogado.

No sonrió ni nada, pero daba la impresión de que Dennis se lo estaba pasando en grande. Movió su bastón como una
majorette
.

—Mi madre está con Jesús desde que yo tenía diez años —le dijo Carter—. Ya lo sabes, Pincher. Te lo he dicho cien veces. ¿Quién quiere verme?

—No lo sé. Esto es cosa del alcaide. Yo me limito a llevarte a las jaulas.

Carter supuso que aquello no sería bueno. Había pasado mucho tiempo desde que el marido de la mujer había ido a verlo. Tal vez había acudido a despedirse, o a decirle que había cambiado de opinión. «No te perdono; vete al infierno, Anthony Carter.» En cualquier caso, Carter no tenía nada que decir al hombre. Había dicho «Lo siento», una y otra vez, y ya estaba harto.

—Vamos —dijo Pincher.

Lo condujeron por un pasillo. Pincher le agarraba con fuerza del codo para guiarlo como a un niño a través de una multitud, o como a una chica con la que estuviera bailando. Así lo llevaban a todas partes, incluso a la ducha. En parte, te acostumbrabas a sentir las manos de la gente encima de ti de esa manera, y en parte no. Daniel el Travieso los precedía, abrió la puerta que separaba Segregación Administrativa del resto del ala H, y después la segunda puerta que daba acceso al pasillo donde habitaban los reclusos comunes y que conducía a las jaulas. Habían pasado casi dos años desde la última vez que Carter había salido del ala A (A de «agujero infernal», A de «atízame un poco más en mi culo negro con el bastón», A de «ay, mamá, me voy a ver a Dios de un momento a otro»), y mientras andaba con la vista clavada en el suelo iba mirando a su alrededor, aunque sólo fuera para que sus ojos vieran algo nuevo. Pero seguía estando en Terrell, un laberinto de cemento, acero y puertas pesadas, el aire húmedo y agrio a causa del olor de los hombres.

En la zona de visita se presentaron al oficial del día y entraron en una jaula vacía. El aire del interior estaba diez grados más caliente, y olía tanto a lejía que irritó los ojos de Carter. Pincher le quitó las esposas. Mientras Dennis apoyaba la punta del bastón contra el punto blando situado bajo la mandíbula de Carter, le volvieron a esposar con las manos por delante, y también le pusieron grilletes en los pies. Había letreros que cubrían toda la pared y advertían a Carter de lo que podía y no podía hacer, pero él no quería tomarse la molestia de leerlos, ni siquiera de mirarlos. Lo arrastraron hasta la silla y le dieron el teléfono, que Carter consiguió sujetar contra la oreja subiendo las piernas hasta la mitad del pecho (otra vez el chirrido húmedo de las rodillas), y tensando la cadena sobre su pecho como una cremallera larga.

—La última vez no tuve que llevar los grilletes —dijo Carter.

Pincher lanzó una desagradable carcajada.

—Lo siento, ¿hemos olvidado tratarte con cortesía? Que te den por el culo, Carter. Tienes diez minutos.

Se marcharon, y Carter esperó a que la puerta del otro lado se abriera para ver quién había ido a verlo después de tanto tiempo.

El agente especial Brad Wolgast odiaba Texas. Odiaba todo lo relacionado con Texas.

Odiaba el clima, que era tórrido como un horno en un momento dado, y glacial al siguiente, con el aire tan húmedo como si llevaras una toalla mojada en la cabeza. Odiaba el aspecto del lugar, empezando con los árboles, enclenques y patéticos, con las ramas retorcidas como si hubieran salido de alguna historia del doctor Seuss, y la nada llana y barrida por el viento. Odiaba las vallas publicitarias, las autovías, las hileras de casas anónimas y la bandera texana, que ondeaba sobre todas las cosas, siempre grande como la carpa de un circo. Odiaba las gigantescas camionetas que todo el mundo conducía, ajenas al hecho de que cinco litros de gasolina costaran trece pavos y el mundo se estuviera recalentando poco a poco, camino de la muerte, como una lata de guisantes en un microondas. Odiaba las botas, las hebillas y la forma de hablar de la gente, como si se pasaran el día lanzando lazos y cabalgando, sin lavarse los dientes, vendiendo seguros y haciendo cuentas, como hacía la gente en todas partes.

Sobre todo la odiaba porque sus padres lo habían obligado a vivir allí, mientras estudiaba secundaria. Wolgast tenía cuarenta y cuatro años, y todavía estaba en forma, pero sus múltiples achaques y el pelo ralo confirmaban su edad. Sexto quedaba muy lejos, y no tenía nada que lamentar, pero aun así, mientras iba con Doyle por la autovía 59 Norte desde Houston, rodeado de Texas en primavera, la herida se reabrió. Texas, desdichada chuleta de cerdo del tamaño de un estado. En un momento dado era un niño de lo más feliz en Oregón, donde pescaba en el muelle situado en la desembocadura del río Coos y jugaba con los amigos en el bosque que había detrás de su casa, durante incesantes horas de ocio. Al siguiente estaba encerrado en el pantano urbano de Houston, en una destartalada casa tipo rancho en la que no había la menor sombra, iba a la escuela con treinta y siete grados de temperatura, y experimentaba la sensación de que un gran zapato aplastara su cabeza. Pensó que aquello era el fin del mundo. Y allí estaba él. El fin del mundo era Houston, en Texas. El primer día de sexto, el profesor le había obligado a ponerse en pie para recitar el juramento de fidelidad a la bandera de Texas, como si se hubiera alistado para vivir en un país diferente. Fueron tres años desdichados. Nunca se había alegrado tanto de abandonar un lugar, incluso teniendo en cuenta las circunstancias de la partida. Su padre era ingeniero mecánico. Sus padres se habían conocido cuando su padre comenzó a trabajar, un año después de acabar la universidad, de profesor de matemáticas en la reserva de Grande Ronde, donde su madre, que era medio chinook y se apellidaba Po-Bear, trabajaba de auxiliar de clínica. Habían ido a Texas por el dinero, pero despidieron a su padre cuando la crisis del petróleo del 86. Intentaron vender la casa, pero no pudieron, y al final su padre dejó las llaves en el banco. Se trasladaron a Michigan, después a Ohio, y luego al norte del estado de Nueva York, aceptando empleos de poca monta, pero su padre nunca se recuperó después de eso. Cuando murió de cáncer de páncreas dos meses antes de que Wolgast se graduara en el instituto (el tercero en otros tantos años), le resultó fácil echarle la culpa a Texas. Su madre había regresado a Oregón, pero ahora también había muerto. Todo el mundo había muerto.

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