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Authors: Justin Cronin

El pasaje (9 page)

BOOK: El pasaje
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Wolgast forzó una sonrisa.

—¿Y eso es un problema?

—Suponiendo que lo fuera, uno de esos informes del M. E. aparecería con mi nombre en él. Tengo hijos, agente. —Descolgó y marcó un número—. Que dos carceleros lleven a Anthony Carter a las jaulas, y después vengan a mi despacho. —Colgó el teléfono y miró a Wolgast—. Si no le importa, me gustaría esperar fuera. Si sigo mirándolos, me costará mucho olvidar todo esto. Buenos días, caballeros.

Diez minutos después, un par de guardias entraron en la oficina exterior. El mayor tenía el mismo aspecto benévolo y obeso que un Papá Noel de grandes almacenes, pero el otro guardia, que a duras penas aparentaba más de veinte años, exhibía una cara de pocos amigos que a Wolgast no le gustó. Siempre había un guardia a quien le gustaba el trabajo por motivos equivocados, y ése era uno de ellos.

—¿Buscan a Carter?

Wolgast asintió y mostró sus credenciales.

—Exacto. Agentes especiales Wolgast y Doyle.

—Da igual quiénes sean ustedes —dijo el gordo—. Si el alcaide dice que los acompañemos, los acompañaremos.

Condujeron a Wolgast y Doyle a la zona de visitas. Carter estaba sentado al otro lado del cristal, con el teléfono encajado entre el oído y el hombro. Era bajo, tal y como Doyle había dicho, y su mono le venía grande, como la ropa de un muñeco de Ken. Había muchas maneras de parecer un condenado, como Wolgast había descubierto, y Carter no parecía asustado ni enfurecido, sólo resignado, como si el mundo lo hubiera ido devorando poco a poco a lo largo de su vida.

Wolgast señaló los grilletes y miró a los guardias.

—Quíteselos, por favor.

El guardia más viejo negó con un movimiento de cabeza.

—Es el procedimiento habitual.

—Me da igual lo que sea. Quíteselos. —Wolgast descolgó el teléfono—. ¿Anthony Carter? Soy el agente especial Wolgast. Éste es el agente especial Doyle. Somos del FBI. Estos hombres van a quitarle los grilletes. Yo se lo he pedido. Colaborará con ellos, ¿verdad?

Carter asintió con tirantez. Habló en voz baja.

—Sí, señor.

—¿Desea algo más para sentirse cómodo?

Carter lo miró extrañado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le habían preguntado algo así por última vez?

—Estoy bien —dijo.

Wolgast se volvió hacia los guardias.

—¿Y bien? ¿Qué pasa? ¿Estoy hablando con la pared, o voy a tener que llamar al alcaide?

Transcurrió un momento, mientras los guardias se miraban el uno al otro y decidían qué iban a hacer. Después, el que se llamaba Dennis salió de la habitación y reapareció un momento después al otro lado del cristal. Wolgast mantuvo la vista clavada en el guardia mientras quitaba los grilletes.

—¿Ya está? —preguntó el guardia duro.

—Ya está. Queremos que nos dejen solos un rato. Avisaremos al oficial de día cuando hayamos terminado.

—Como quieran —dijo el guardia, y salió, cerrando la puerta a su espalda.

Sólo había una silla en la habitación, una silla de metal plegable, como salida del salón de actos de un instituto. Wolgast la cogió y se plantó ante el cristal, mientras Doyle continuaba de pie detrás de él. Quien se encargaba de hablar era Wolgast. Descolgó el teléfono de nuevo.

—¿Mejor?

Carter vaciló un momento, lo examinó y asintió.

—Sí, señor. Gracias. Pincher siempre las aprieta demasiado.

Pincher. Wolgast tomó nota mental.

—¿Tiene hambre? ¿Le han dado ya el desayuno?

—Crepes. —Carter se encogió de hombros—. Hace cinco horas.

Wolgast se volvió para mirar a Doyle, con un arqueo de cejas. Doyle asintió y salió de la habitación. Wolgast se limitó a esperar durante unos minutos. Pese al letrero grande de PROHIBIDO FUMAR, el borde de la mesa estaba sembrado de marcas de quemaduras.

—¿Ha dicho que es del FBI?

—Exacto, Anthony.

Una leve sonrisa iluminó el rostro de Carter.

—¿Como en la serie?

Wolgast no sabía de qué estaba hablando Carter, pero daba igual. De esta forma, Carter podría explicar algo.

—¿A qué serie te refieres, Anthony?

—La de la mujer. La de los alienígenas.

Wolgast pensó un momento, y entonces cayó en la cuenta. Por supuesto.
Expediente X
. ¿Cuánto hacía que no la emitían?, ¿veinte años? Carter debía de haberla visto de pequeño, en reposiciones. Wolgast no recordaba gran cosa, tan sólo una vaga idea, abducciones alienígenas, una especie de conspiración para silenciar según qué cosas. Ésa era la impresión que se había forjado Carter del FBI.

—A mí también me gustaba esa serie. ¿Lo tratan bien aquí?

Carter se puso derecho.

—¿Ha venido para preguntarme eso?

—Eres un chico listo, Anthony. No, ése no es el motivo.

—Entonces, ¿cuál es?

Wolgast se inclinó más hacia el espejo. Le sostuvo la mirada a Carter.

—Conozco este lugar, Anthony. Unidad Terrell. Sé lo que pasa aquí dentro. Sólo quiero asegurarme de que te tratan bien.

Carter le miró con escepticismo.

—Tolerable, supongo.

—¿Los guardias te tratan bien?

—Pincher aprieta mucho las esposas, pero casi siempre se porta bien. —Carter encogió sus huesudos hombros—. Dennis no es amigo mío. Algunos de los demás tampoco.

La puerta se abrió detrás de Carter, y Doyle entró con una bandeja amarilla de la cantina. Dejó la bandeja delante de Carter: hamburguesa con queso y patatas fritas, relucientes de grasa, que descansaban sobre papel parafinado en una cestita de plástico. Al lado había una taza de cartón de chocolate con leche.

—Adelante, Anthony —dijo Wolgast, y señaló la bandeja—. Hablaremos cuando hayas terminado.

Carter dejó el auricular sobre el mostrador y se llevó la hamburguesa a la boca. Tres mordiscos, y la dejó a la mitad. Carter se secó la boca con el dorso de la mano y atacó las patatas fritas, mientras Wolgast miraba. La concentración de Carter era total. Era como ver comer a un perro, pensó Wolgast.

Doyle había vuelto al lado de Wolgast.

—Maldita sea —dijo en voz baja—. Menuda hambre arrastraba ese tipo.

—¿Hay algo de postre por ahí?

—Un montón de pasteles de aspecto reseco. Unos palos de crema que parecen cagarrutas de perro.

Wolgast reflexionó un momento.

—Pensándolo bien, olvídate del postre. Consíguele un vaso de té helado. Que quede bonito. Disfrázalo un poco.

Doyle frunció el ceño.

—Ya tiene la leche. Ni siquiera sé si tienen té helado aquí. Esto es como un corral.

—Estamos en Texas, Phil. —Wolgast suprimió la impaciencia en su tono de voz—. Confía en mí, tendrán té. Ve a buscarlo.

Doyle se encogió de hombros y volvió a salir. Cuando Carter hubo terminado de comer, se lamió la sal de los dedos, uno a uno, y lanzó un profundo suspiro. Cuando descolgó el auricular, Wolgast lo imitó.

—¿Cómo va eso, Anthony? ¿Te encuentras mejor?

Wolgast oyó por el auricular la acuosa pesadez de la respiración de Carter. Sus ojos se veían vidriosos y apagados a causa del placer. Todas aquellas calorías, todas aquellas proteínas, todos aquellos carbohidratos complejos estaban machacando su sistema como un martillo. Era como si Wolgast le hubiera dado un lingotazo de
whisky
.

—Sí, señor. Gracias.

—Un hombre debe comer. Un hombre no puede vivir de crepes.

Se hizo un momento de silencio. Carter se lamió los labios poco a poco. Su voz, cuando habló, fue casi un susurro.

—¿Qué quiere de mí?

—Es al revés, Anthony —dijo Wolgast, y cabeceó—. Soy yo quien ha venido para saber qué puedo hacer por ti.

Carter dirigió la mirada a la mesa, los restos grasientos de su desayuno.

—Lo ha enviado él, ¿verdad?

—¿Quién, Anthony?

—El marido de la mujer. —Carter frunció el ceño al recordar—. El señor Wood. Vino una vez. Me dijo que había encontrado a Jesús.

Wolgast recordó lo que Doyle le había dicho en el coche. Hacía dos años de aquello, y aún seguía grabado en la mente de Carter.

—No, Anthony, él no me ha enviado. Te doy mi palabra.

—Le dije que lo sentía —insistió Carter, y se le quebró la voz—. Se lo dije a todo el mundo. No voy a repetirlo otra vez.

—Nadie ha dicho que debas hacerlo, Anthony. Sé que lo sientes. Por eso he venido desde tan lejos para verte.

—¿Desde tan lejos?

—Desde muy lejos, Anthony. —Wolgast asintió poco a poco—. Muy, muy lejos.

Wolgast hizo una pausa y escudriñó la cara de Carter. Era diferente de los demás. Notó que el momento se abría como una puerta.

—Anthony, ¿qué me responderías si yo te dijera que puedo sacarte de este lugar?

Detrás del cristal, Carter le miró con cautela.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que acabo de decirte. Ahora mismo. Hoy. Podrías irte de Terrell y no volver jamás.

La incomprensión flotó en los ojos de Carter. Las implicaciones de aquella idea eran demasiado grandes como para asimilarla.

—Diría que ahora sé que me está tomando el pelo.

—No miento, Anthony. Por eso he venido desde tan lejos. Puede que no lo sepas, pero eres un hombre especial. Podría decirse que eres único.

—¿Está hablando de sacarme de aquí? —Carter frunció el ceño—. Eso es absurdo. Después de tanto tiempo, no. No puedo apelar. El abogado me lo dijo en una carta.

—No se trata de apelar, Anthony. Mejor todavía. Largarte de aquí. ¿Qué te parece?

—Me parece fantástico. —Carter se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho con una carcajada desafiante—. Parece demasiado estupendo para ser cierto. Esto es Terrell.

A Wolgast siempre le había asombrado lo mucho que la idea de la conmutación de condena recordaba a las cinco fases del duelo. En ese momento, Carter estaba en la de negación. Era incapaz de asimilar la idea.

—Sé dónde estás. Conozco este lugar. Es el pasillo de la muerte, Anthony. Tú no debes estar aquí. Por eso he venido. Y no por cualquiera. No he venido por los demás. He venido por ti, Anthony.

El gesto de Carter se relajó.

—Yo no soy especial. Lo sé.

—Pero lo eres. Puede que no lo sepas, pero lo eres. Necesito que me hagas un favor, Anthony. Es un acuerdo bilateral. Puedo sacarte de aquí, pero a cambio tienes que hacer algo por mí.

—¿Un favor?

—Anthony, la gente para la que trabajo supo lo que iba a pasarte aquí. Saben lo que pasará en junio, y cree que no es justo. Creen que no te han tratado bien, y que tu abogado te ha dejado en la estacada. Y se dieron cuenta de que podían hacer algo al respecto, y que podías hacer un trabajo para ellos.

Carter frunció el ceño, confuso.

—¿Cortar el césped, como el de la señora?

«Dios bendito —pensó Wolgast—. Piensa que le voy a pedir que corte el césped.»

—No, Anthony. Nada de eso. Se trata de algo mucho más importante. —Wolgast volvió a bajar la voz—. Ésa es la cuestión. Te necesito para algo tan importante que no puedo decirte lo que es. Porque ni siquiera yo lo sé.

—¿Cómo sabe que es muy importante, si no sabe lo que es?

—Eres un hombre inteligente, Anthony, y tienes derecho a preguntar eso. Pero vas a tener que confiar en mí. Puedo sacarte de aquí ahora mismo. Basta con que digas que quieres hacerlo.

Fue entonces cuando Wolgast sacó del bolsillo el sobre del alcaide y lo abrió. Siempre se sentía como un mago en aquel momento, como si se dispusiese a sacar un conejo de una chistera. Con la mano libre, aplastó el documento contra el cristal para que Carter lo viera.

—¿Sabes lo que es esto? La orden de conmutación, Anthony, firmada por la gobernadora Jenna Bush. Lleva fecha de hoy, aquí al pie. ¿Sabes lo que significa conmutación?

Carter clavó la vista en el papel.

—¿No ir a la inyección?

—Exacto, Anthony. Ni en junio, ni nunca.

Wolgast devolvió el papel al bolsillo de la chaqueta. Ahora se había convertido en un cebo, algo deseado. El otro documento, el que Carter tendría que firmar, y que firmaría, de eso Wolgast estaba seguro, cuando sus dudas se hubieran disipado, aquel en el que Anthony Lloyd Carter, recluso de Texas número 999.642, entregaba el cien por cien de su persona terrenal, pasada, presente y futura, al Proyecto Noé, estaba pegado al primero. Se trataba de que no leyese ese segundo documento cuando llegase el momento de sacarlo a relucir.

Carter asintió.

—Siempre me cayó bien. Ya me caía bien cuando era la primera dama.

Wolgast no corrigió el error.

—Es una más de las personas para las que trabajo, Anthony. Hay otras. Tal vez reconocerías los nombres si te los dijera, pero no puedo decírtelos. Me han pedido que venga a verte, para decirte cuánto te necesitan.

—De modo que si hago esto por usted, ¿me sacará de aquí? ¿Pero no puede decirme qué es?

—Ése es el trato, Anthony. Dime que no, y me iré por donde he venido. Dime que sí, y esta noche ya no dormirás en Terrell. Así de sencillo.

La puerta de la jaula se abrió una vez más. Doyle entró con el té. Había hecho lo que Wolgast le había pedido, con el vaso sobre un platillo con una cuchara larga al lado, una rodaja de limón y paquetes de azúcar. Lo dejó todo delante de Carter. Éste miró el cristal, con el rostro relajado. Fue entonces cuando Wolgast pensó en ello. Anthony Carter no era culpable, al menos no en el sentido en que el tribunal lo había condenado. Cuando Wolgast hablaba con los demás, tenía claro desde el primer momento con quién se las veía, que había lo que había. Pero ese caso era diferente. Aquel día había pasado algo en el patio. La mujer había muerto, pero había algo más, tal vez mucho más. Mientras miraba a Carter, aquél era el espacio en el que Wolgast sentía que su mente se estaba moviendo, como una habitación oscura sin ventanas y una puerta cerrada con llave. Sabía que aquél era el lugar en el que encontraría a Anthony Carter (lo encontraría en la oscuridad), y cuando lo hiciera, Carter le enseñaría la llave que abría la puerta.

Habló con los ojos clavados en el cristal.

—Yo sólo quiero... —empezó.

Wolgast esperó a que terminara. Como no lo hizo, volvió a hablar.

—¿Qué quieres, Anthony? Dímelo.

Carter acercó la mano libre al lado del cristal y lo rozó con las yemas de los dedos. El cristal estaba frío, cubierto de humedad. Carter apartó la mano y tocó las gotas de agua entre el índice y el pulgar, poco a poco, los ojos clavados en el gesto con total atención. Estaba concentrado de una manera tan intensa que Wolgast notó que la mente del hombre se estaba abriendo, absorbiendo la información. Era como si la sensación del agua fría en las yemas de sus dedos fuera la clave de todo el misterio de su vida. Alzó los ojos hacia Wolgast.

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