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Authors: Justin Cronin

El pasaje (8 page)

BOOK: El pasaje
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Wolgast asintió.

—Pensaba que llevaban a la gente a lanzarse en paracaídas, y cosas por el estilo.

—Eso creía yo también. Pero, por lo visto, no es así. De los cuatro, uno tenía un tumor cerebral inoperable, dos padecían leucemia linfocítica aguda, y la cuarta cáncer de ovarios. Y todos se pusieron bien. No sólo del hantavirus, o de lo que fuera. Del cáncer. No quedó ni rastro de él.

Wolgast se sintió perdido.

—No lo entiendo.

Sykes se bebió el café.

—Bien, tampoco lo entiende nadie del CDC. Pero había pasado algo, alguna interacción entre sus sistemas inmunitarios y algo, lo más probable vírico, que habían contraído en la selva. ¿Algo que comieron? ¿El agua que bebieron? Nadie fue capaz de descifrarlo. Ni siquiera supieron decir dónde habían estado exactamente. —Se inclinó hacia adelante—. ¿Sabe lo que es el timo?

Wolgast negó con la cabeza.

Sykes se señaló el pecho, justo encima del esternón.

—Es una cosita que hay aquí dentro, entre el esternón y la tráquea, del tamaño de una bellota. En la mayoría de la gente está completamente atrofiada en la pubertad, y podría pasarse toda la vida sin enterarse de su existencia, a no ser que enfermara. Nadie sabe con exactitud lo que hace, o al menos no lo sabían hasta que examinaron a esos pacientes. De alguna forma, el timo se había conectado. Más que eso, había triplicado el tamaño habitual. Parecía un tumor maligno, pero no lo era. Y sus sistemas inmunitarios habían puesto la superdirecta. Una tasa muy acelerada de regeneración celular. Y había más ventajas. Recuerde que todos eran enfermos de cáncer, y que tenían más de cincuenta años. Parecía como si volvieran a ser adolescentes. Olfato, oído, visión, tono de piel, volumen de los pulmones, fuerza y resistencia físicas, incluso la función sexual. De hecho, a uno de los hombres le creció una buena mata de pelo.

—¿Un virus hizo eso?

Sykes asintió.

—Como ya he dicho, ésta es la versión para legos. Pero ahí abajo tengo gente convencida de que eso fue lo que pasó. Algunos están licenciados en cosas que ni siquiera sé deletrear. Me hablan como a un niño, y no se equivocan.

—¿Qué les pasó? A los cuatro pacientes.

Sykes se reclinó en su silla, y su rostro se ensombreció un poco.

—Bien, ésta no es la parte más feliz de la historia, me temo. Están todos muertos. El que más sobrevivió tardó ochenta y seis días en morir. Tuvo un aneurisma cerebral, un infarto y una apoplejía. Como si se les hubieran fundido los fusibles.

—¿Y los demás?

—Nadie lo sabe. Desaparecieron sin dejar huella, incluido el operador turístico, que resultó ser un personaje bastante turbio. Es probable que actuara de camello y utilizara las giras a modo de tapadera. —Sykes se encogió de hombros—. Es probable que haya hablado demasiado, pero creo que esto le ayudará a hacerse una idea. No estamos hablando de curar una enfermedad, agente. Estamos hablando de curarlo todo. ¿Cuánto tiempo viviría un ser humano sin el cáncer, las enfermedades coronarias, la diabetes o la enfermedad de Alzheimer? Hemos llegado al punto en que necesitamos experimentar con seres humanos de manera absolutamente imperiosa. No es una expresión muy feliz, pero no existe otra. Y ahí es donde entra usted. Necesito que me consiga a esos hombres.

—¿Por qué no el Cuerpo de Alguaciles? ¿No es más competencia de ellos?

Sykes meneó la cabeza en un gesto de rechazo.

—Pues porque son funcionarios de prisiones ambiciosos, y perdone que se lo diga así. Créame, empezamos con ellos. Si tuviera un sofá y necesitara subirlo por unas escaleras, serían los primeros a los que llamaría. Pero para esto no.

Sykes abrió el expediente que tenía en su mesa y empezó a leer.

—«Bradford Joseph Wolgast, nacido en Ashland, en Oregón, el 29 de septiembre de 1974. Licenciado en Derecho Penal en 1996, en la Universidad de Nueva York de Buffalo, con matrícula de honor. Es reclutado por la Agencia, pero declina la oferta. Acepta una beca de investigación en Stony Brook para doctorarse en Ciencias Políticas, pero abandona al cabo de dos años para entrar en la Agencia. Después del adiestramiento en Quantico es enviado a...» —Enarcó las cejas y miró a Wolgast—. ¿Dayton?

Wolgast se encogió de hombros.

—No fue muy emocionante.

—Bien, a todos nos ha pasado alguna vez. Dos años en el culo del mundo, un poco de esto y un poco de lo otro, sobre todo mierda de poca monta, pero buenas notas siempre. Después del 11-S pide que lo trasladen a Antiterrorismo, vuelve a Langley dieciocho meses, asignado a la oficina de campo de Denver en septiembre de 2004 como enlace con el Tesoro, investiga fondos movidos a través de bancos estadounidenses por ciudadanos rusos, o sea, de la mafia rusa, aunque no los llamemos así. En el aspecto personal, no tiene ninguna filiación política, no es miembro de nada, y ni siquiera está suscrito a un periódico. Sus padres han fallecido. Ha salido con algunas chicas, pero no tiene novia oficial. Se casa con Lila Kyle, cirujana ortopédica. Se divorcia cuatro años después. —Cerró el expediente y miró a Wolgast—. Lo que necesitamos, agente, es alguien que, para ser sincero, tenga mano derecha. Buenas dotes para la negociación, no sólo con los reclusos, sino con las autoridades carcelarias. Alguien que sepa ser discreto, sin dejar una gran impresión. Lo que estamos haciendo es perfectamente legal. Joder, puede ser la investigación médica más importante de la historia de la humanidad. Pero sería fácil malinterpretarla. Le estoy diciendo todo cuanto puedo, porque creo que le ayudará a comprender lo que nos estamos jugando.

Wolgast supuso que Sykes le estaba contando quizá un 10 por ciento de la historia, un 10 por ciento convincente, pero nada más.

—¿Existe algún peligro?

Sykes se encogió de hombros.

—Sí y no. No le voy a mentir. Existen riesgos, pero haremos lo posible por minimizarlos. A nadie le interesa que esto acabe mal. Además, le recuerdo que son reclusos condenados a muerte. No son los hombres más agradables que habrá conocido en su vida, y la verdad es que no tienen muchas alternativas. Les damos la oportunidad de seguir viviendo, y tal vez realizar una contribución importante a la ciencia médica al mismo tiempo. No es un mal acuerdo, ni mucho menos. Aquí, todos somos defensores de la ley.

Wolgast pensó unos momentos. Era un poco difícil asimilar todo.

—Creo que no entiendo qué pintan los militares en todo esto.

Sykes se puso tenso al oír aquello. Casi pareció ofendido.

—¿No? Piénselo, agente. Digamos que un soldado destinado en Jorramabad o Grozny recibe un fragmento de metralla. Una bomba en la cuneta de la carretera, un puñado de explosivo plástico C-4 en un tubo de plomo relleno de tornillos. Tal vez una pieza conseguida en el mercado negro ruso. Créame, he visto con mis propios ojos los efectos de esas cosas. Tenemos que sacarlo de allí, tal vez muere desangrado durante el trayecto, pero si tiene suerte llega al hospital de campo donde un cirujano de urgencias, dos médicos y tres enfermeras le remiendan lo mejor que pueden antes de evacuarlo a Alemania o Arabia Saudita. Es doloroso, es horroroso, qué mala suerte, y es probable que no vuelva a la guerra. Es un activo averiado. Hemos dilapidado el dinero que invertimos en su entrenamiento. Y la cosa empeora. Vuelve a casa deprimido, furioso, tal vez falto de un miembro o algo peor, sin nada bueno que decir sobre nada ni nadie. En la taberna de la esquina habla con sus amigos: «He perdido la pierna y tendré que mear en una bolsa el resto de mi vida, ¿y todo esto para qué?». —Sykes se reclinó en su silla y dejó que Wolgast asimilara la historia—. Llevamos quince años en guerra, agente. Por lo que parece, tendremos suerte si la cosa dura quince años más. No lo engañaré. El mayor reto al que se enfrentan los militares, al que se han enfrentado siempre, es mantener a los soldados en activo. Bien, digamos que el mismo soldado recibe el mismo fragmento de metralla, pero al cabo de medio día su cuerpo se ha regenerado y vuelve a su unidad, a luchar por Dios y por la patria. ¿Cree que a los militares no les interesa algo por el estilo?

Wolgast se sintió reprendido.

—Entiendo a qué se refiere.

—Bien, porque es necesario. —La expresión de Sykes se suavizó. La lección había terminado—. Por lo tanto, es posible que sean los militares quienes paguen el cheque. Lo que digo es que les dejemos hacer, porque la verdad, lo que hemos gastado hasta el momento le dejaría patidifuso. No sé usted, pero me gustaría conocer a mis tataranietos. Joder, me gustaría darle a una pelota de golf y enviarla a trescientos metros de distancia el día en que cumpla cien años, y después volver a casa para hacer el amor con mi mujer hasta que camine espatarrada durante una semana. ¿Por qué no? —Miró a Wolgast con aire escrutador—. Hay que defender el bien, agente. Nada más y nada menos. ¿Trato hecho?

Se dieron un apretón de manos, y Sykes lo acompañó hasta la puerta. Richards lo estaba esperando para acompañarlo a la furgoneta.

—Una última pregunta —dijo Wolgast—. ¿Por qué Noé? ¿Qué significa?

Sykes lanzó una rápida mirada a Richards. En aquel momento, Wolgast notó que el equilibrio de poder cambiaba en la habitación. Puede que Sykes estuviera técnicamente al mando, pero, de alguna manera, Wolgast estaba seguro de que también respondía ante Richards, quien debía de ser el enlace entre los militares y el verdadero director del espectáculo: el USAMRIID, Interior, y tal vez la NSA.

Sykes se volvió hacia Wolgast.

—No significa nada. Mirémoslo de esta manera. ¿Ha leído la Biblia alguna vez?

—Algo. —Wolgast miró a los dos hombres—. Cuando era pequeño. Mi madre era metodista.

Sykes se permitió una segunda y última sonrisa.

—Consúltela. La historia de Noé y el arca. Investigue su longevidad. No diré nada más.

Aquella noche, de regreso en su apartamento de Denver, Wolgast hizo lo que Sykes había dicho. No tenía Biblia, no le había echado un vistazo desde el día de su boda. Pero encontró una en Internet.

«El total de los días de Noé fue de novecientos cincuenta años, y murió.»

Fue entonces cuando comprendió cuál era la pieza que faltaba, lo que Sykes no había dicho. Constaría en su expediente, por supuesto. Era el motivo por el que lo habían elegido a él de entre todos los agentes federales.

Lo habían elegido debido a Eva, porque había tenido que ver morir a su hija.

Por la mañana, lo despertó el gorjeo de la PDA. Estaba soñando, y en el sueño Lila llamaba para decirle que la niña había nacido, no la de ella y David, sino la de ambos. Por un momento, Wolgast se sintió feliz, pero entonces su mente recobró la lucidez y recordó dónde estaba (en Huntsville, en un motel), y su mano localizó el teléfono en la mesita de noche y apretó el botón de recepción sin ni siquiera mirar la pantalla para ver quién era. Oyó la estática de la codificación, y después la frase inicial.

—Todo preparado —dijo Sykes—. No debería haber más problemas. Consiga que Carter firme, y no haga las maletas todavía. Puede que tengamos otro recado para usted.

Miró el reloj: eran las 6:58. Doyle estaba en la ducha. Wolgast oyó que el grifo se cerraba con un gruñido, y después el zumbido del secador. Le rondaba un vago recuerdo de haber oído a Doyle volver del bar (una ráfaga de ruidos procedentes de la calle al abrirse la puerta, una disculpa mascullada, y después el sonido del agua al abrirse un grifo), y al mirar el reloj vio que eran las dos pasadas.

Doyle entró en la habitación con una toalla alrededor de la cintura. El vapor humedeció el aire a su alrededor.

—Bien, ya estás levantado.

Le brillaban los ojos y tenía la piel sonrosada debido al calor de la ducha. Wolgast no podía entender cómo era posible que hubiera estado bebiendo la mitad de la noche y todavía tuviera aspecto de disponerse a correr una maratón.

Wolgast carraspeó.

—¿Cómo va el negocio de la fibra óptica?

Doyle se dejó caer en la otra cama y se pasó una mano por el pelo mojado.

—Te sorprendería descubrir lo interesante que es ese negocio. Creo que la gente lo subestima.

—Déjame adivinar. ¿Fue la de las bragas?

Doyle sonrió y enarcó las cejas.

—Todas llevaban bragas, jefe. —Ladeó la cabeza en dirección a Wolgast—. ¿Qué te ha pasado? Tienes pinta de haberte caído de un coche.

Wolgast se miró y descubrió que había dormido con la ropa puesta. Se estaba convirtiendo en una costumbre. Desde que había recibido el correo electrónico de Lila, se pasaba casi todas las noches en el sofá de su apartamento, viendo la televisión hasta que se quedaba dormido, como si irse a la cama como hacía la gente normal fuera algo para lo que ya no estaba cualificado.

—Olvídalo —dijo—. Debió de ser un partido aburrido. —Se levantó y estiró los miembros—. Sykes ha llamado. Acabemos de una vez.

Desayunaron en un Denny’s y volvieron a Polunsky. El alcaide los estaba esperando en su despacho. Wolgast pensó que o bien tenía el estado de ánimo propio de esas horas de la mañana, o bien él tampoco tenía pinta de haber dormido demasiado bien.

—No se molesten en tomar asiento —dijo el alguacil, y les entregó un sobre.

Wolgast examinó el contenido. Estaba más o menos lo que esperaba: una orden de conmutación de condena de la oficina del gobernador y una orden judicial que transfería a Carter a su custodia como preso federal. Suponiendo que Carter firmara, a la hora de la comida ya estaría de camino al penal federal de El Reno. Desde allí lo trasladarían a otras tres instalaciones federales, y su rastro se iría desdibujando, hasta que al cabo de dos o tres semanas, un mes a lo sumo, una furgoneta negra llegaría al recinto y de ella bajaría el hombre a quien a partir de ese momento se conocería como Número Doce, deslumbrado por el sol de Colorado.

Los últimos documentos del sobre eran la partida de defunción de Carter y un informe del forense, los dos con fecha de tres días después, el 23 de marzo. Durante la mañana del día 23, Anthony Lloyd Carter moriría en su celda debido a un aneurisma cerebral.

Wolgast devolvió los documentos al sobre y lo guardó en el bolsillo, con un escalofrío recorriéndole la espalda. Qué fácil era lograr que un ser humano desapareciera, así como así.

—Gracias, alcaide. Agradecemos su colaboración.

El alcaide los miró, primero a uno y luego al otro, con la mandíbula tensa.

—También me han ordenado que diga que nunca los he visto.

BOOK: El pasaje
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