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Authors: Justin Cronin

El pasaje (31 page)

BOOK: El pasaje
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Cuando volvió a la mesa, la camarera estaba retirando los platos. Cogió la cuenta y se acercó a la caja para pagar.

—¿Hay alguna comisaría de policía cerca? —preguntó a la mujer mientras le daba el dinero—. La oficina del
sheriff
, o algo por el estilo.

—A tres manzanas calle abajo —dijo la mujer, al tiempo que guardaba el dinero en la caja registradora—, pero no hace falta que vayan tan lejos. —Cerró la caja de golpe—. Ese chico de allí, Kirk, es el ayudante del
sheriff
. ¿No es verdad, Kirk?

—Déjame en paz, Luanne. Estoy comiendo.

Wolgast miró al hombre. Kirk estaba encorvado sobre una tostada. Era mofletudo y tenía manos gruesas curtidas por la intemperie. Iba vestido de civil, con unos pantalones Wrangler ceñidos apretados bajo el estómago y una chaqueta Carhart manchada de grasa del color de una tostada quemada. En una ciudad como aquélla, debía de tener diferentes trabajos.

Wolgast se acercó a él.

—He de informar sobre un secuestro —dijo.

El hombre se volvió en su taburete. Se secó la boca con una servilleta y miró a Wolgast con incredulidad.

—¿De qué está hablando?

Iban sin afeitar y su aliento olía a cerveza.

—¿Ve a aquella niña? Es la que están buscando. Supongo que habrá visto algo en las noticias.

El hombre echó un vistazo a Amy, y después a Wolgast. Abrió los ojos de par en par.

—Mierda. Está bromeando. ¿La de Homer?

—Tiene razón —intervino Luanne. Estaba señalando a Amy—. La vi en las noticias. Es la niña. Eres tú, ¿verdad, corazón?

—Que me aspen. —Kirk bajó del taburete. El silencio reinaba en la sala. Todo el mundo estaba mirando—. La policía del estado la está buscando por todas partes. ¿Dónde la ha encontrado?

—Fuimos nosotros quienes nos la llevamos —explicó Wolgast—. Somos los secuestradores. Yo soy el agente especial Wolgast, y aquél es el agente especial Doyle. Di hola, Phil.

Doyle saludó desde el reservado.

—Hola.

—¿Agentes especiales? ¿Se refiere al FBI?

Wolgast extrajo sus credenciales y las dejó sobre la barra para que Kirk las viera.

—Es difícil de explicar.

—Y se llevaron a la niña.

Wolgast lo repitió.

—Nos gustaría entregarnos a usted, agente. Siempre que haya terminado su desayuno.

Alguien, uno de los hombres que se sentaban a la barra, rió por lo bajo.

—Ya lo creo que he terminado —dijo Kirk. Continuaba sosteniendo las credenciales de Wolgast como si no diera crédito a sus oídos—. No entiendo nada, maldita sea.

—Ánimo, Kirk —dijo el otro hombre, y rió—. Detenlos si eso es lo que quieren. Te acuerdas de cómo se hace, ¿verdad?

—Para el carro, Frank. Estoy pensando. —Kirk miró contrito a Wolgast—. Lo siento. Ha pasado mucho tiempo. Me dedico a cavar pozos, sobre todo. Esto es muy tranquilo, salvo por alguna borrachera y alguna alteración del orden público, y la mitad de las veces soy yo. Ni siquiera tengo esposas, ni nada por el estilo.

—No pasa nada —dijo Wolgast—. Se las prestaremos.

Wolgast le dijo que se incautara del Tahoe, pero Kirk contestó que ya volvería a por él más tarde. Entregaron sus armas y todos se amontonaron en la furgoneta de Kirk para recorrer las tres manzanas que los separaban del ayuntamiento, un edificio de ladrillo de dos pisos con una fecha, 1854, con grandes letras mayúsculas sobre la puerta principal. El sol estaba alto y bañaba la ciudad con una luz apagada y mate. Cuando bajaron del vehículo, Wolgast oyó pájaros que cantaban en un bosquecillo de álamos que estaban floreciendo. Experimentó una especie de felicidad despreocupada que reconoció como alivio. Durante el trayecto, apretujado en la cabina de la furgoneta, había sostenido a Amy sobre su regazo. Se arrodilló al lado de ella y apoyó las manos sobre sus hombros.

—Quiero que hagas lo que te diga este hombre, ¿de acuerdo? Va a encerrarme en una celda, y es probable que no nos veamos durante un rato.

—Quiero quedarme contigo —dijo la niña.

Vio que sus ojos se habían velado por las lágrimas, y Wolgast sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Pero sabía que estaba haciendo lo correcto. La policía estatal de Oklahoma acudiría corriendo en cuanto Kirk colgara el teléfono, y Amy se encontraría a salvo.

—Lo sé —dijo, y forzó una sonrisa—. Todo saldrá bien a partir de ahora, te lo prometo.

La oficina del
sheriff
se encontraba en el sótano. Kirk no los había esposado al ver que colaboraban en todo. Los condujo hasta el lado del edificio, bajaron una escalera y entraron en una sala de techo bajo con un par de escritorios metálicos, una vitrina llena de rifles e hileras de archivadores apoyados contra las paredes. La única iluminación procedía de un par de ventanas altas, ahuecadas desde fuera y tapadas con hojas muertas. La oficina estaba vacía. La mujer que se encargaba de los teléfonos no llegaría hasta las ocho, explicó Kirk mientras encendía las luces. En cuanto al
sheriff
, ¿quién sabía dónde estaba? Estaría dando vueltas en coche.

—Si quieren que les sea sincero —dijo Kirk—, ni siquiera estoy seguro de haberles leído los derechos. Será mejor que intente localizarlo por radio.

Preguntó a Wolgast y Doyle si les importaba esperar en una celda. Sólo había una, y estaba casi llena de cajas de cartón, pero había espacio suficiente para los dos. Wolgast dijo que daba igual. Kirk los condujo hasta la celda, abrió la puerta, y Wolgast y Doyle entraron.

—Yo también quiero entrar en la celda —dijo Amy.

Kirk frunció el ceño con incredulidad.

—Éste es el secuestro más extraño del que tengo noticia.

—No pasa nada —dijo Wolgast—. Esperará conmigo.

Kirk reflexionó un momento.

—De acuerdo, supongo. Al menos, hasta que llegue mi cuñado.

—¿Quién es su cuñado?

—John Price —dijo el hombre—. Es el
sheriff
.

Kirk habló por radio, y diez minutos después entró en la oficina un hombre con uniforme ceñido de color caqui, que se encaminó directamente hacia la celda. Era menudo, con el cuerpo musculoso de un muchacho, y no mediría más de 1,60, incluso con los tacones de sus botas de vaquero, que a Wolgast le parecieron hechas de algo raro, como lagarto, o tal vez avestruz. Debía llevar las botas para que le confirieran un poco más de autoridad.

—Bien, vaya mierda —dijo con voz de una gravedad sorprendente. Les estaba observando con los brazos en jarras. Llevaba un fragmento de papel en la barbilla, donde se había cortado por afeitarse con prisas—. ¿Son federales?

—Correcto.

—Menudo lío. —Se volvió hacia Kirk—. ¿Por qué está la niña en la celda?

—Dijo que quería entrar.

—Por Dios, Kirk. No puedes meter a un crío ahí dentro. ¿Fichaste a los otros dos?

—Quería esperar a que llegaras.

Price suspiró irritado.

—Debes trabajar la confianza en ti mismo, Kirk —dijo, y puso los ojos en blanco—. Ya hemos hablado de esto. Dejas que Luanne y los demás te tomen demasiado el pelo. —Como Kirk no dijo nada, continuó—. Bien, será mejor que nos pongamos las pilas. Sé que están removiendo cielo y tierra para encontrarla. —Miró a Amy—. ¿Estás bien, nena?

Amy, sentada en el banco de hormigón al lado de Wolgast, asintió.

—Dijo que quería entrar —repitió Kirk.

—Me da igual lo que ella dijera. —Price sacó una llave de un compartimento de su cinturón y abrió la celda—. Ven, pequeña —dijo, y extendió la mano—. La celda de una cárcel no es el lugar adecuado para ti. Te vamos a dar un refresco, o algo así. Kirk, llama a Mavis por teléfono, ¿vale? Dile que la necesitamos aquí ya.

Cuando volvieron a estar solos, Doyle, repantigado en el banco de hormigón, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

—Por los clavos de Cristo —gimió—. Es como un episodio de
Granjero Último Modelo
.

Transcurrió una media hora. Wolgast oyó que Kirk y Price hablaban en la otra habitación, mientras decidían qué debían hacer, a quién llamar antes. ¿La policía estatal? ¿La oficina del fiscal del distrito? Todavía no los habían fichado. Pero todo iba bien, siguiendo el curso natural de las cosas. Wolgast oyó que se abría la puerta y una voz de mujer, que hablaba con Amy, le decía lo guapa que era y le preguntaba cómo se llamaba el conejo, y decía que quizá le apetecería un helado, que la tienda de la esquina abriría dentro de unos minutos, y que con mucho gusto iría a comprarle uno. Wolgast había previsto todo eso cuando estaba sentado en el Tahoe dentro del túnel de lavado y decidió entregarse. Se alegraba de haberlo hecho, hasta el punto de que se quedó sorprendido, y la celda, que tal vez sería la primera de muchas, no estaba tan mal. Se preguntó si Anthony Carter habría sentido lo mismo, si se había dicho a sí mismo: «Así va a ser mi vida a partir de ahora».

Price se acercó a la celda sosteniendo la llave.

—Ya viene la policía estatal —dijo, y giró sobre sus talones—. Por lo visto, han montado la de Dios es Cristo. —Tiró un par de esposas a través de los barrotes—. Creo que sabrán cómo utilizarlas.

Doyle y Wolgast se esposaron. Price abrió la celda y les condujo hasta la oficina. Amy estaba sentada en una silla plegable metálica junto al mostrador de recepción, con la mochila sobre el regazo, y estaba comiendo un alfajor de helado. Una mujer con pinta de abuela, vestida con un traje pantalón verde, estaba sentada a su lado, y le estaba enseñando un libro de colorear.

—Es mi papá —dijo Amy a la mujer.

—¿Ese de allí? —preguntó la mujer, al tiempo que volvía la cabeza. Tenía cejas oscuras y arqueadas, y un casco rígido de pelo negro como ala de cuervo: era una peluca. Miró a Wolgast con aire inquisitivo, y después a Amy—. ¿Este hombre es tu papá?

—Tranquila —dijo Wolgast.

—Es mi papá —repitió Amy. Su voz era firme, reprensora—. Papá, tenemos que irnos ahora mismo.

Price había sacado el equipo de tomar huellas. Detrás de ellos, Kirk estaba montando una pantalla y una cámara para tomarles las fotos de la ficha.

—¿De qué va el rollo? —le preguntó Price.

—Es una larga historia —logró articular Wolgast.

—Ya, papá.

Wolgast oyó que la puerta de la oficina se abría detrás de él. La mujer levantó la cabeza.

—¿Puedo ayudarlo?

—Hola, buenos días —dijo una voz masculina. Les sonó familiar. Price estaba sujetando la mano derecha de Wolgast por la muñeca para apoyar los dedos sobre la tinta. Entonces Wolgast vio la expresión de Doyle, y lo comprendió todo.

—¿Estoy en la oficina del
sheriff
? —estaba diciendo Richards—. Hola a todos. Caramba, ¿esos trastos son reales? Hay un montón de armas. Miren, he venido a enseñarles algo.

Wolgast se volvió a tiempo de ver que Richards disparaba a la mujer en la frente. Un disparo, casi a quemarropa, ahogado por el largo silenciador. La mujer se meció en la silla con los ojos abiertos de par en par, la peluca ladeada sobre la cabeza. Una delicada hoja de sangre humedeció el suelo detrás de ella. Sus brazos se alzaron y volvieron a bajar, hasta quedar inmóviles.

—Lo siento —dijo Richards, al tiempo que se encogía un poco. Rodeó el escritorio. El olor acre de la pólvora impregnaba la estancia. Price y Kirk se habían quedado petrificados de miedo, boquiabiertos. O quizá no sentían miedo, sino incomprensión. Como si hubieran irrumpido en una película, una película surrealista.

—Eh —dijo Richards, al tiempo que apuntaba—, quedaos quietos. Así. Cojonudo.

Y Richards los disparó igualmente.

Nadie se movió. Todo había sucedido con una lentitud onírica, pero terminó en un abrir y cerrar de ojos. Wolgast miró a la mujer, después los dos cuerpos caídos en el suelo, Kirk y Price. Qué sorprendente era la muerte, tan irrevocable y absoluta. La mirada de Amy estaba clavada en la cara de la mujer muerta. Estaba sentada a escasa distancia de Amy cuando Richards la mató. Tenía la boca abierta, como si estuviera a punto de hablar. La sangre resbalaba sobre su frente, se hundía en las arrugas profundas de su rostro, se abría como el delta de un río. Amy sujetaba en la mano los restos de su helado a medio comer. Debía de tener algo en la boca, que estaría permeando de dulzor su lengua. Algo extraño, pero Wolgast pensó en ello: el sabor de los helados le recordaría esa imagen mientras viviese.

—¡Joder! —exclamó Doyle—. ¡Los ha matado!

Price se había desplomado cabeza abajo detrás del escritorio. Richards se arrodilló junto a su cuerpo y palmeó sus bolsillos hasta encontrar las llaves de las esposas, que arrojó a Wolgast. Movió la pistola en dirección a Doyle, quien estaba mirando la vitrina de los rifles.

—Yo de ti no lo haría —le advirtió Richards, y Doyle se sentó.

—No vas a dispararnos —dijo Wolgast mientras se liberaba las manos.

—Ahora no —replicó Richards.

Amy había empezado a llorar, con la respiración entrecortada. Wolgast entregó la llave a Doyle, levantó a Amy y la estrechó contra su pecho. Su cuerpo se dejó caer contra el de él.

—Lo siento, lo siento.

Fue lo único que se le ocurrió decir.

—Todo esto es muy conmovedor —dijo Richards, al tiempo que entregaba a Doyle la mochila con las pertenencias de Amy—, pero si no nos vamos ahora, tendré que disparar a mucha más gente, y me da la sensación de que llevo una mañana muy ajetreada.

Wolgast pensó en la cafetería. Era posible que todo el mundo estuviera muerto también. Amy gimoteaba contra su pecho. Notó que sus lágrimas le empapaban la camisa.

—Es una cría, maldita sea.

Richards frunció el ceño.

—¿Por qué todo el mundo me dice lo mismo? —Movió su arma en dirección a la puerta—. Vámonos.

El Tahoe estaba esperando a plena luz del día, aparcado al lado del coche de Price. Richards ordenó a Doyle que condujera y se sentó detrás con Amy. Wolgast se sentía impotente. Después de todo cuanto había hecho, y de los centenares de decisiones que había tomado, no podía hacer nada excepto obedecer. Richards les guió fuera de la ciudad, hasta un campo donde aguardaba un helicóptero negro. Al acercarse, las palas empezaron a girar. Wolgast oyó el aullido de sirenas a lo lejos, cada vez más cerca.

—Démonos prisa —dijo Richards, y movió su arma.

Subieron al helicóptero y despegaron casi al instante. Wolgast sujetaba con fuerza a Amy. Experimentaba la sensación de estar en trance, en un sueño, un sueño terrible e indescriptible en el que le arrebataban todo aquello que había deseado en su vida, y lo único que podía hacer era mirar. Ya lo había soñado antes: era un sueño en que quería morir, pero no podía hacerlo. El helicóptero se ladeó bruscamente, permitiendo la vista de los campos y, en el límite, una hilera de coches de policía, que corrían a toda velocidad. Wolgast contó nueve. En la cabina, Richards señaló a través del parabrisas y dijo algo al piloto, que se ladeó en la dirección opuesta, y después el aparato adoptó una posición flotante. Los coches patrulla se estaban acercando, se encontraban a apenas unos cientos de metros del Tahoe. Richards indicó a Wolgast que cogiera unos auriculares.

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