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Authors: Justin Cronin

El pasaje (32 page)

BOOK: El pasaje
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—Fíjate en esto —le dijo.

Antes de que Wolgast pudiera contestar, se produjo una llamarada de luz cegadora, como si una cámara gigantesca hubiera estallado. Una violenta vibración sacudió el helicóptero. Wolgast aferró a Amy por la cintura. Cuando volvió a mirar por la ventanilla, sólo quedaba del Tahoe un agujero humeante en la tierra, lo bastante grande como para alojar una casa. Oyó las carcajadas de Richards por los auriculares. Entonces el helicóptero se ladeó una vez más, la fuerza de la aceleración los aplastó contra sus asientos, y se alejaron.

12

Estaba muerto. Era un hecho incontrovertible. Wolgast lo aceptaba, como aceptaba cualquier realidad de la naturaleza. Cuando todo aquello hubiera terminado, fuera de la manera que fuera, Richards lo conduciría a una habitación, le dedicaría la misma fría mirada final que había dedicado a Price y a Kirk (como un hombre que estuviera llevando a cabo una sencilla prueba de precisión, golpear la bola blanca con el taco o tirar una bola de papel a la papelera), y ahí acabaría todo.

Era posible que Richards se lo llevara al aire libre. A Wolgast le habría gustado ir a algún lugar donde pudiera ver árboles y sentir la luz del sol sobre su piel, antes de que Richards le metiera una bala en la cabeza. Puede que hasta se lo pidiera.

—¿Te importa? —le diría—. Si no es mucha molestia... Me gustaría estar mirando los árboles.

Llevaba veintisiete días en el recinto. Según sus cuentas, era la tercera semana de abril. No sabía dónde estaban Amy ni Doyle. Los habían separado nada más aterrizar. Richards y un grupo de hombres armados se habían llevado a Amy, y otro se había encargado de Wolgast y Doyle, pero también los habían separado. Nadie le había informado, cosa que al principio se le antojó extraña, pero cuando hubo transcurrido tiempo suficiente, Wolgast comprendió el motivo. Oficialmente, no había pasado nada. Nadie iba a informarle, porque la historia era sólo eso, una historia. Lo único que aún le desconcertaba era por qué motivo Richards no le había pegado un tiro todavía.

La habitación donde le habían encerrado era propia de un motel barato, aunque más sencilla. No había alfombra en el suelo, ni cortinas en la solitaria ventana, con pesados muebles institucionales clavados al suelo. Un diminuto cuarto de baño con el suelo frío como el hielo. Un enredo de cables en la pared, donde había estado la televisión. La puerta que daba al pasillo era gruesa, y se abría por fuera mediante un dispositivo automático. Sus únicos visitantes eran los hombres que le llevaban la comida: figuras hoscas y silenciosas vestidas con monos marrón sin distintivos, que dejaban las bandejas con la comida sobre la pequeña mesa donde Wolgast pasaba la mayor parte del día, sentado y esperando. Era probable que Doyle estuviera haciendo lo mismo, siempre y cuando Richards no lo hubiera matado ya.

La vista no era gran cosa, un bosque de pinos desiertos, pero a veces Wolgast se levantaba y pasaba horas mirándolos. Se acercaba la primavera. El bosque estaba empapado de nieve fundida, y a todas partes llegaba el rumor del agua, que goteaba de tejados y ramas, y corría por los canalones. Si se ponía de puntillas, Wolgast distinguía una cerca que atravesaba el bosque, y figuras que se movían junto a ella. Una noche, al principio de la cuarta semana de encarcelamiento, se desencadenó una feroz tormenta, de una fuerza casi bíblica. Los truenos resonaron sobre las montañas toda la noche, y por la mañana, cuando miró por la ventana, vio que el invierno había terminado, barrido por la tormenta.

Al principio, intentó entablar conversación con los hombres que le llevaban la comida, y un pijama limpio y unas zapatillas cada dos días. Les preguntó cómo se llamaban. Pero nadie se había dignado en decir ni una palabra. Sus movimientos eran pesados, torpes e imprecisos, su expresión aturdida y falta de curiosidad, como los muertos vivientes de una película antigua. Cadáveres que se congregaban ante una granja, gimiendo y trastabillando, con los uniformes andrajosos de sus vidas olvidadas. Le gustaban esas películas cuando era adolescente, sin darse cuenta de lo mucho que reflejaban la realidad. ¿Qué eran los muertos vivientes, pensó Wolgast, sino una metáfora del descabellado desfile de la madurez?

Creía posible que la vida de una persona se transformara en una larga serie de errores, y que el final, cuando llegara, fuera un ejemplo más en una cadena de decisiones erróneas. La cuestión era que la mayoría de dichos errores se tomaban prestados de otras personas. Adoptabas sus ideas erróneas y, por el motivo que fuera, las convertías en propias. Ésa era la verdad que había aprendido en el tiovivo con Amy, aunque creía que llevaba un tiempo desarrollándola; más de un año, de hecho. Wolgast tenía tiempo de sobra para dedicar a estas reflexiones. No podías mirar a los ojos de un hombre como Anthony Carter sin ser capaz de descubrir cómo funcionaba eso. Era como si durante aquella noche en Oklahoma hubiera tenido su primera idea verdadera en años. La primera desde Lila, la primera desde Eva. Pero Eva había muerto, tres semanas antes de cumplir un año, y desde aquel día había caminado sobre la tierra como un muerto viviente, o como un hombre que sostuviera un fantasma, el lugar vacío entre sus brazos donde había estado Eva. Por eso había sido tan bueno con Carter y los demás: era como ellos.

Se preguntó dónde estaría Amy, y qué sería de ella. Confió en que no se sintiera sola y asustada. Más aún, se aferraba a la idea con el fervor de una oración, y procuraba hacerlo con su mente. Se preguntó si volvería a verla algún día, y la idea lo impulsó a levantarse de la silla y acercarse a la ventana, como si pudiera encontrarla allí fuera, en las sombras cambiantes de los árboles. Y transcurrieron más horas, el paso del tiempo marcado sólo por la luz cambiante de la ventana y las idas y venidas de los hombres de las comidas, que casi siempre se quedaban sin tocar. Todas las noches dormía de un tirón sin soñar, y se despertaba aturdido por la mañana, con los brazos y piernas pesados como hierro. Se preguntó cuánto tiempo más le quedaba.

Entonces, la mañana del trigésimo cuarto día, alguien fue a verlo. Era Sykes, pero diferente. El hombre a quien había conocido hacía un año era vivaz y pulcro. Pero ese hombre, aunque vestía el mismo uniforme, daba la impresión de haber dormido bajo un puente de la autopista. Tenía el uniforme arrugado y manchado. Las mejillas y la barbilla, cubiertas de una barba gris de varios días. Sus ojos estaban tan inyectados en sangre como los de un boxeador después de unos cuantos asaltos de un combate muy desigual. Se dejó caer pesadamente ante la mesa a la que estaba sentado Wolgast. Enlazó las manos, carraspeó y habló.

—He venido a pedir un favor.

Hacía días que Wolgast no pronunciaba ni una palabra. Cuando intentó contestar, notó la tráquea como si estuviera obturada por culpa de la falta de uso. Su voz salió en un graznido.

—Estoy harto de hacer favores.

Sykes contuvo el aliento. Proyectaba un olor rancio, a sudor reseco y poliéster viejo. Por un momento, dejó que sus ojos vagaran alrededor de la diminuta habitación.

—Es probable que todo esto te parezca un poco... ingrato. Lo admito.

—Que te den por el culo.

Wolgast experimentó un gran placer al decir esto.

—He venido a por la niña, agente.

—Se llama Amy —replicó Wolgast.

—Sé cómo se llama. Sé mucho de ella.

—Tiene seis años. Le gustan los crepes y las atracciones de las ferias. Tiene un conejo de juguete llamado Peter. Eres un gilipollas sin corazón, ¿lo sabías, Sykes?

Sykes sacó un sobre del bolsillo de la chaqueta y lo dejó sobre la mesa. Dentro había dos fotografías. Una era de Amy, tomada, supuso Wolgast, en el convento. Debía de ser la misma que acompañaba a la alerta ámbar. La segunda era una foto de anuario de instituto. La mujer de la foto debía de ser la madre de Amy. El mismo pelo moreno, la misma delicada disposición de los huesos faciales, los mismos ojos hundidos y melancólicos, aunque deslumbrados en el instante en que el obturador se abría con una luz cálida y expectante. ¿Quién era esa chica? ¿Tenía amigos, familia o novio? ¿Una asignatura favorita en el colegio? ¿Un deporte que amara y dominara? ¿Guardaba secretos, una historia personal que nadie conocía? ¿Qué esperaba de la vida? Estaba situada en posición tres cuartos con respecto a la cámara, mirando por encima de su hombro derecho, ataviada con lo que parecía un vestido de fiesta, azul claro. Llevaba los hombros desnudos. Al pie de la foto, una leyenda rezaba: MASON CONSOLIDATED HIGH SCHOOL, MASON, IA.

—Su madre era una prostituta. La noche antes de abandonar a Amy en el convento, disparó contra un tipo en el jardín delantero de la sede de una fraternidad. Oficialmente.

Wolgast quiso contestar: «¿Y qué?». ¿Acaso era culpa de Amy? Pero su ira se aplacó al ver la imagen de la mujer de la fotografía (que ni siquiera era una mujer, tan sólo una muchacha). Tal vez Sykes ni siquiera estuviera diciendo la verdad. Dejó la foto sobre la mesa.

—¿Qué ha sido de ella?

Sykes se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe. Ha desaparecido.

—¿Y las monjas?

Una sombra cruzó el rostro de Sykes. Wolgast adivinó que había dado en el blanco sin querer. Jesús, pensó. ¿También las monjas? ¿Habría sido Richards, u otro?

—No lo sé —contestó Sykes.

—Basta con mirarte —replicó Wolgast—. Sí que lo sabes.

Sykes no dijo nada más al respecto, y su silencio proclamaba: «Wolgast, esta conversación ha terminado». Se frotó los ojos, devolvió las fotos al sobre y lo guardó.

—¿Dónde está?

—Agente, la cuestión es...

—¿Dónde está Amy?

Sykes volvió a carraspear.

—Por eso he venido —dijo—. Ése es el favor. Creemos que Amy se está muriendo.

No permitieron a Wolgast formular más preguntas. No le permitieron hablar con nadie, mirar alrededor o apartarse de la vista de Sykes. Un destacamento de dos soldados lo condujo a través del recinto, bajo la luz húmeda de la mañana. El aire olía y presagiaba la primavera. Después de haber pasado casi cuatro semanas en su habitación, Wolgast se descubrió inhalando aire como si tuviera hambre de él. El sol le hizo daño la vista.

Una vez estuvieron en el Chalé, bajó en ascensor cuatro pisos en compañía de Sykes. Salieron a un corredor vacío, austero y blanco como el de un hospital. Wolgast calculó que estarían a quince metros bajo tierra, quizá más. Fuera lo que fuese lo que la gente de Sykes guardaba allí, debían de querer que toda esa tierra lo mantuviera alejado del mundo de arriba. Llegaron a una puerta que ponía LABORATORIO PRINCIPAL, pero Sykes pasó de largo sin disminuir la velocidad de sus zancadas. Pasaron delante de más puertas, y por fin llegaron a la que Sykes estaba buscando. Deslizó una tarjeta a través del lector y la abrió.

Wolgast se descubrió en una especie de sala de observación. Al otro lado de la amplia ventana, bajo una tenue luz azulada, la forma diminuta de Amy yacía en una cama de hospital, sola. Estaba conectada a un gotero, pero eso era todo. Al lado de su cama había una silla de plástico, vacía. Desde unas vías del techo colgaba un grupo de tubos codificados por color, enrollados como las mangueras neumáticas de un garaje. Por lo demás, la habitación estaba desnuda.

—¿Es él?

Wolgast se volvió y vio a un hombre en el que no se había fijado. Llevaba una bata de laboratorio y pijama verde, como el de Wolgast.

—Agente Wolgast, le presento al doctor Fortes.

Se saludaron con un cabeceo, sin estrecharse las manos. Fortes era joven, aún no habría cumplido la treintena. Wolgast se preguntó si sería médico u otra cosa. Al igual que Sykes, Fortes parecía agotado, exhausto. Tenía la piel grasienta, y necesitaba un corte de pelo y un afeitado. Daba la impresión de que llevaba un mes sin limpiarse las gafas.

—Lleva un chip injertado. Transmite las constantes vitales a aquel panel.

Fortes se lo enseñó: el ritmo cardíaco, la respiración, la presión arterial y la temperatura. La de Amy era de treinta y nueve grados.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué?

Los ojos del médico denotaron incomprensión.

—¿Dónde lleva el chip?

—Ah. —Fortes miró a Sykes, el cual asintió. Fortes señaló su nuca—. Subcutáneo, entre la tercera y cuarta vértebras cervicales. La fuente de energía es muy ingeniosa, una diminuta pila nuclear. Como las de los satélites, sólo que mucho más pequeña.

Ingeniosa. Wolgast se estremeció. Amy tenía una fuente de energía nuclear ingeniosa en el cuello. Se volvió hacia Sykes, quien lo estaba observando con cautela.

—¿Es eso lo que les pasó a los demás, a Carter y el resto?

—Eran... preliminares —dijo Sykes.

—¿Preliminares de qué?

El hombre hizo una pausa.

—De Amy.

Fortes explicó la situación. Amy estaba en coma. Nadie se lo esperaba, su fiebre era demasiado alta y había durado demasiado. Los valores de sus riñones e hígado habían descendido.

—Esperábamos que pudieras hablar con ella —dijo Sykes—. Eso ayuda a veces a los pacientes que están en un estado prolongado de inconsciencia. Doyle nos ha dicho que ella está muy..., que conectó contigo.

Una esclusa de aire de dos fases los comunicaba con el cuarto de Amy. Sykes y Fortes le condujeron a la primera cámara. Un biotraje naranja colgaba de la pared, el casco vacío inclinado hacia adelante, como un hombre con el cuello roto. Sykes explicó su funcionamiento.

—Tendrás que ponértelo, y después cubrir todas las costuras con cinta adhesiva. La válvula situada en la base del casco se conecta con esos manguitos del techo. Tienen un código de colores, así que deberías hacerlo sin problemas. Cuando vuelvas, tendrás que ducharte con el traje, y después ducharte otra vez desnudo. Hay instrucciones en la pared.

Wolgast se sentó en el banco para quitarse las zapatillas. Entonces se detuvo.

—No —dijo.

Sykes le miró y frunció el ceño.

—¿No qué?

—No pienso ponérmelo. —Se volvió y miró a Sykes—. No servirá de nada si se despierta y me ve con un traje espacial. Si quieres que entre ahí, lo haré como yo diga.

—Ésa no es una buena idea, agente —dijo Sykes.

Wolgast había tomado su decisión.

—Sin traje, o no hay trato.

Sykes miró a Fortes, que se encogió de hombros.

—Podría ser... interesante. En teoría, el virus debería estar inactivo a estas alturas. Aunque puede que no.

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