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Authors: Justin Cronin

El pasaje (37 page)

BOOK: El pasaje
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«Eh, Cole —pensó—, sanguijuela, pedazo de mierda. ¿Era esto lo que tenías en mente? ¿Es ésta tu Pax Americana? Porque yo sólo veo un posible desenlace.»

Richards sólo deseaba una cosa en aquel momento. Un mutis elegante, con una buena actuación al final.

La entrada delantera del Chalé era una masa de cristal destrozado y agujeros de bala, las puertas colgando de sus goznes. Había tres soldados muertos en el suelo. Daba la impresión de que, en mitad del caos, habían sido víctimas del fuego amigo. Tal vez se habían disparado mutuamente a propósito, sólo para acelerar el desenlace. Richards levantó la mano y miró su Springfield. ¿Por qué creía que serviría de algo? Los rifles de los soldados tampoco servían de nada. Necesitaba algo más grande. El arsenal estaba al otro lado del recinto, detrás de los barracones. Tendría que correr.

Asomó la cabeza y echó un vistazo a los terrenos del recinto. Al menos, las luces continuaban encendidas. Bien, pensó. Mejor hacerlo ahora que después, pues lo más probable es que no hubiera un después. Salió corriendo.

Los soldados estaban por todas partes, dispersos, corriendo, disparando contra nada, unos contra otros. Ni siquiera fingían plantear una defensa organizada, ni mucho menos atacar el Chalé. Richards corrió a toda la velocidad que le permitían sus piernas, esperando que una bala le alcanzara en cualquier momento.

Se encontraba a mitad del recinto cuando vio el camión. Estaba aparcado en el borde del aparcamiento, con las puertas abiertas. Sabía lo que había dentro.

A fin de cuentas, quizá no tendría que llegar al otro lado del recinto.

—Agente Doyle.

Doyle sonrió.

—Lacey.

Se hallaban en el primer piso del Chalé, en una habitación pequeña repleta de escritorios y archivadores. Doyle estaba esperando allí desde que comenzó el tiroteo, escondido detrás de un escritorio. Esperaba a Lacey. Se puso en pie.

—¿Sabe dónde están?

Lacey hizo una pausa. Tenía arañazos en la cara y el cuello, y fragmentos de hojas en el pelo.

Asintió.

—Yo... la oí —dijo Doyle—. Durante todas estas semanas. —Algo enorme estaba a punto de estallar en su interior. Las lágrimas se agolparon en su garganta—. No sé cómo lo hice.

Ella tomó las manos de él entre las suyas.

—No era a mí a quien oía, agente Doyle.

Al menos, Wolgast no podía mirar abajo. Sudaba copiosamente, las palmas de las manos y los dedos resbalaban en los escalones a medida que iba subiendo. Sus brazos temblaban a causa del agotamiento. Notaba el hueco de los codos, con el que aferraba los peldaños cada vez que cambiaba de manos, desgastado hasta el hueso. Sabía que, en un momento determinado, el cuerpo llegaba a su límite, una línea invisible que, una vez cruzada, no permitía la vuelta atrás. Expulsó el pensamiento de su mente y subió.

Los brazos de Amy, enlazados detrás de su cuello, no cedían. Ascendieron juntos, peldaño a peldaño.

El ventilador estaba más cerca. Wolgast percibía una leve brisa, fría y con olor a noche, que bañaba su cara. Torció el cuello para ver si había aberturas en el lado del tubo.

Vio una a tres metros por encima de él. Al lado de la escalerilla había un conducto abierto.

Primero metió a Amy. De alguna manera se las arregló para sostener su propio peso sobre la escalerilla, además del de ella, mientras la trasladaba desde la escalerilla al conducto, y después subió él también.

Llegaron a la abertura. El ventilador estaba más alto de lo que había supuesto, otros nueve metros por encima de sus cabezas, como mínimo. Supuso que se hallaban en el primer piso del Chalé. Tal vez debería subir más, y encontrar otra salida. Pero casi se encontraba al límite de sus fuerzas.

Flexionó la rodilla derecha para aguantar el peso de Amy y soltó la mano izquierda. Las yemas de los dedos encontraron un muro de metal frío, liso como el cristal, pero después palparon el borde. Echó la mano hacia atrás. Tres peldaños más bastarían. Respiró hondo y subió, hasta que los dos quedaron justo encima del conducto.

—Amy —dijo con voz ronca. Tenía la boca y la garganta secas—. Despierta. Procura despertarte, cariño.

Notó que su respiración cambiaba contra su cuello cuando intentó despertarse.

—Amy, tendrás que soltarte cuando yo te lo diga. Yo te sostendré. Hay una abertura en la pared. Debes meter los pies dentro.

La niña no contestó. Confió en que le hubiera oído. Intentó imaginar cómo iba a hacerlo, cómo iba a introducirla en el conducto, para luego seguirla, y no pudo. Cualquier otra alternativa estaba descartada. Si esperaba más, se quedaría sin fuerzas.

—Ahora.

Empujó con la rodilla y subió a Amy. Los brazos de la niña soltaron su cuello, y con la mano libre la agarró por la muñeca, la alzó sobre la abertura como un péndulo, y entonces comprendió cómo debía hacerlo: soltó su otra mano, dejó que el peso de Amy le hiciera oscilar hacia la izquierda, hacia el hueco, y después los pies de la niña se deslizaron en el interior del tubo.

Empezó a caer. No dejaba de caer. Pero cuando notó que sus pies perdían contacto con la escalerilla, sus manos arañaron locamente la pared, y sus dedos encontraron una delgada protuberancia metálica que le mordió la piel.

—¡Aaay! —gritó. Su voz resonó por todo el conducto del aire. Parecía como si colgase del lado del conducto del aire valiéndose sólo de la fuerza de voluntad. Los pies le colgaban del aire—. ¡Aaay!

No se explicaba cómo lo había conseguido. Adrenalina. Amy. El hecho de que no quería morir, todavía no. Tiró con todas sus fuerzas, los codos se le doblaron poco a poco y lo izaron de manera inexorable: primero la cabeza, después el pecho, la cintura y el resto se deslizaron en el interior del conducto.

Permaneció inmóvil un momento, cogiendo aire con los pulmones. Alzó la vista y vio una luz delante, una especie de abertura en el suelo. Se giró y sostuvo a Amy como había hecho antes, se deslizó sobre su espalda, y la aferró por la cintura. La luz aumentó de intensidad a medida que se fueron acercando. Llegaron a una rejilla de tablillas.

Estaba cerrada por fuera.

Tuvo ganas de llorar. ¡Tan cerca, y sin embargo tan lejos! Aunque pudiera pasar los dedos a través de las tablas para llegar a los tornillos, carecía de herramientas, no podría abrirla. En cuanto a volver atrás... Era imposible. Se había quedado sin fuerzas.

Oyó movimientos allí donde estaban.

Apretó a Amy contra sí. Pensó en los hombres a quienes había visto: Fortes, el soldado que yacía en el charco de sangre, y el hombre llamado Grey. No quería morir de aquella forma. Cerró los ojos y contuvo el aliento. Los dos estaban en un silencio absoluto.

Entonces oyó una voz, queda e inquisitiva.

—¿Jefe?

Era Doyle.

Uno de los contenedores del camión yacía en el suelo, en la parte posterior del vehículo. Era como si alguien lo hubiera descargado, y después, presa del pánico, lo hubiera dejado caer. Richards buscó en el compartimento de carga y encontró una palanca para desmontar neumáticos.

El gozne cedió con un sonoro chasquido. Dentro, descansando sobre lechos de espuma, había un par de RPG-29. Levantó la rejilla para localizar, debajo, los cohetes: cilindros provistos de aletas, de medio metro de largo y con carga en tándem HEAT, capaces de atravesar el blindaje de un tanque de guerra moderno. Richards había sido testigo de sus posibilidades.

Los había requisado cuando llegó la orden de trasladar a los fluorescentes. Más vale prevenir que curar, había pensado. «Eh, murciélago, laméntate.»

Sujetó el primer cohete al lanzador. Al girarlo, emitió el placentero zumbido indicador de que el proyectil se estaba armando. Miles de años de avances tecnológicos, toda la historia de la civilización humana, contenidos en aquel sonido, el zumbido de un HEAT armado. El.29 era reutilizable, pero Richards sabía que sólo conseguiría disparar una vez. Lo cargó todo al hombro, dispuso el mecanismo de mira y se alejó del camión.

—¡Eh! —gritó.

En aquel preciso momento, el sonido de su voz se proyectó hacia la oscuridad y experimentó un frío estremecimiento producido por las náuseas que le subían desde el estómago. La tierra tembló bajo sus pies, como la cubierta de un barco en alta mar. Su cuerpo se cubrió de sudor. Experimentó la urgencia de parpadear, una corriente aleatoria procedente del cerebro. Estaba sucediendo más deprisa de lo que pensaba. Tragó saliva y avanzó dos pasos más hacia la luz, al tiempo que movía el RPG en dirección a las copas de los árboles.

—¡Aquí, gatita, gatita!

Transcurrió un angustioso minuto, en tanto Doyle registraba varios cajones hasta encontrar una navaja. De pie sobre una silla, utilizó la hoja para sacar los tornillos. Wolgast depositó a Amy en los brazos de Doyle, y después saltó al suelo.

Al principio no reconoció a la mujer.

—¿Hermana Lacey?

Sostenía a la niña dormida contra el pecho.

—Agente Wolgast.

Wolgast miró a Doyle.

—No...

—¿Lo entiendes? —Doyle enarcó las cejas. Al igual que Wolgast, iba en pijama. Era demasiado grande, y le colgaba sobre el cuerpo. Lanzó una risita—. Yo tampoco, créeme.

—Este sitio está lleno de hombres muertos —dijo Wolgast—. Algo... No sé. Hubo una explosión.

No sabía explicarse.

—Lo sabemos —dijo Doyle—. Ha llegado el momento de que nos vayamos.

Salieron de la habitación al pasillo. Wolgast supuso que estaban en la parte posterior del Chalé. Reinaba el silencio, aunque oyeron disparos fuera. Sin decir palabra, avanzaron a toda prisa hacia la entrada de delante. Wolgast vio soldados muertos caídos en el suelo.

Lacey se volvió hacia él.

—Cójala —dijo—. Coja a Amy.

Wolgast obedeció. Aún notaba los brazos débiles debido a la ascensión por la escalerilla, pero la apretó contra él. La niña emitió unos gemidos, como si intentara despertarse, en lucha contra la fuerza que la retenía en el mundo crepuscular. Tendría que estar en un hospital, pero aunque pudieran llevarla a uno, ¿qué diría? ¿Cómo explicaría lo sucedido? El aire era gélido cerca de las puertas, y Amy se estremeció en su delgado vestido.

—Necesitamos un vehículo —dijo Wolgast.

Doyle salió por la puerta. Un minuto después, volvió con un llavero. También se había provisto de una pistola, una.45. Condujo a Wolgast y Lacey hasta la ventana y señaló.

—El que hay al borde del aparcamiento, el Lexus plateado. ¿Lo veis?

Wolgast asintió. El coche se encontraba a unos cien metros de distancia, como mínimo.

—Con un coche tan bonito —dijo Doyle—, nadie diría que el conductor se ha dejado las llaves debajo de la visera. —Doyle las dejó caer en la mano de Wolgast—. Quédatelas. Son tuyas. Por si acaso.

Wolgast tardó un momento. Después lo comprendió. El coche era para él, para él y Amy.

—Phil...

Doyle levantó las manos.

—Así ha de ser.

Wolgast miró a Lacey, quien asintió. Después, avanzó hacia él. Besó a Amy, acarició su pelo, y después también le dio un beso a él en la mejilla. Una profunda calma, y una sensación de seguridad pareció recorrer todo su cuerpo desde el lugar en que ella le había besado. Jamás había experimentado nada semejante.

Se alejaron de la puerta, guiados por Doyle. Avanzaron deprisa bajo la protección del edificio. Wolgast apenas podía mantener el paso. Oyó más disparos, pero éstos no parecían dirigidos a ellos. Daba la impresión de que las balas se disparaban hacia los árboles, hacia los tejados, como una especie de celebración siniestra. Cada vez que escuchaba uno, oía un grito, luego sobrevenía un momento de silencio, y después el tiroteo se iniciaba otra vez.

Llegaron a la esquina del edificio. Wolgast vio el bosque al otro lado. En la otra dirección, hacia las luces del recinto, estaba el aparcamiento. El Lexus esperaba en el extremo, dándoles la espalda, sin coches a su alrededor que pudieran protegerlo.

—Tendremos que correr —dijo Doyle—. ¿Preparado?

Wolgast, jadeante, asintió con un esfuerzo.

Después se lanzaron hacia el coche.

Richards intuyó su presencia antes de verlo. Se volvió y agitó el RPG como haría un saltador con la pértiga.

No era Babcock.

No era Cero.

Era Anthony Carter.

Estaba como acurrucado a unos seis metros de distancia. Alzó la cara y torció la cabeza, mientras miraba a Richards como aquilatándole. Parecía un perro. Brillaba sangre en el rostro de Carter, en sus manos como garras, en sus dientes puntiagudos, fila tras fila. Una especie de chasquido surgía de su garganta. Poco a poco, en un gesto de lánguido placer, empezó a levantarse. Richards puso la boca de Carter en el punto de mira.

—Ábrela —dijo, y disparó.

Supo, incluso mientras la granada salía disparada del tubo y la fuerza de la eyección lo empujaba hacia atrás, que había errado. El lugar donde Carter había estado se hallaba desierto. Carter estaba en el aire. Carter estaba volando. Después cayó sobre Richards. La granada se llevó parte de la fachada del Chalé, pero Richards sólo oyó la explosión de una manera vaga (como desde una distancia imposible), mientras experimentaba la sensación, nueva para él, de que le partían por la mitad.

La explosión se le antojó a Wolgast un brillo blanco, un muro de calor y luz que golpeó un lado de su cara como un puñetazo. Lo levantó del suelo y notó que Amy salía despedida. Cayó sobre el pavimento y rodó varias veces, hasta quedar tendido de espaldas.

Le zumbaban los oídos, su aliento parecía encerrado en un tubo, dentro de su pecho. Sobre él vio la negrura aterciopelada del cielo nocturno, y estrellas, centenares y centenares de estrellas, y algunas estaban cayendo.

Pensó: «Estrellas fugaces». Pensó: «Amy». Pensó: «Llaves».

Levantó la cabeza. Amy estaba tendida en el suelo, a escasos metros de distancia. El aire estaba impregnado de humo. A la luz parpadeante del Chalé en llamas, dio la impresión de que estaba durmiendo: un personaje de cuento de hadas, la princesa que se había dormido y era incapaz de despertar. Wolgast se puso a cuatro patas y palmeó frenéticamente el suelo en busca de las llaves. Supuso que uno de sus oídos estaba afectado. Parecía que una cortina había caído sobre el lado izquierdo de su cara y absorbido todos los sonidos. Las llaves. Las llaves. Entonces cayó en la cuenta de que todavía las sujetaba en la mano. No las había soltado en ningún momento.

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