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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se va de viaje (10 page)

BOOK: El pequeño vampiro se va de viaje
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¡Las tumbas de los vampiros

están escondidas,

Geiermeier, manos fuera!

Anton temblaba de expectación.

—Sí, ¿y entonces? —exclamó.

—Entonces…

El vampiro disfrutaba visiblemente con la agitación de Anton.

—Entonces llamo al timbre… Nada se mueve. Lumpi está a mi lado, agazapado en los matorrales, y yo tengo las rodillas completamente flojas. Aprieto el timbre otra vez. El agudo tono resuena terriblemente en medio del silencio que reina alrededor…

—¡Eh, no me tengas tan en suspense! —exclama Anton.

—Y de repente…: ¡pasos! ¡Pasos suaves y arrastrados! Se acercan a la puerta. Alguien tose entonces. Me encuentro fatal…

—Yo también —murmuró Anton.

—Ahora oigo la voz ronca de Geiermeier. «¿Qué pasa?», pregunta. Una bocanada de olor a ajo se cuela por las grietas de la puerta y me envuelve en una nube, con lo cual casi me desmayo. Quiero hablar, pero no puedo. Entonces grita Lumpi: «¡Señor Geiermeier, su cobertizo de madera está ardiendo!» En ese mismo momento se abre la puerta. Pero no es Geiermeier el que aparece delante de mí…

—¿No?

—Es un ser con ojos como carbones ardiendo. Pega un grito que me llega hasta los tuétanos, da un salto…, ¡y se posa sobre mi hombro!

Anton miró fijamente al vampiro con la boca abierta.

—¿Sobre tu hombro? ¿Tan pequeño era?

El vampiro agachó la cabeza.

—Era un gato —dijo avergonzado.

—¿Un gato? —se sorprendió Anton.

—Sí. El gato de Geiermeier. Él había sido lo suficientemente precavido como para quedarse de pie a la sombra de la puerta. De esta forma, sólo pude ver los relucientes ojos de su gato, que él tenía cogido en brazos. Cuando Geiermeier se dio cuenta de quién estaba en la puerta cogió el gato y lo tiró contra mí.

Perdió el hilo. En su pálida frente había perlas de sudor.

—Estaba tan espantado, que salí corriendo de allí sin volverme una sola vez. «¡Espera, andrajoso, ya verás como te coja!», oí gritar a Geiermeier detrás de mí, pero yo corrí más de prisa de lo que nunca lo había hecho.

—¿Y cómo sabes que era un gato? —preguntó Anton.

—Lumpi me lo contó después. Desde los matorrales pudo observar todo sin que le descubriera Geiermeier… Y desde entonces dicen que soy la oveja blanca de la familia, porque pongo pies en polvorosa por un gato.

Puso una cara tan triste, que Anton tuvo que reírse.

—Yo también me hubiera asustado —intentó consolar al vampiro—. Además, me parece muy valeroso por tu parte el que te atrevieras a llamar al timbre de Geiermeier.

—¿De veras?

El vampiro volvía a sonreír.

—¡De veras! Y todo el mundo tiene miedo alguna vez.

—Incluso un vampiro —dijo el pequeño vampiro suspirando.

Sorpresa desagradable

El vampiro cogió su sombrero y se lo volvió a poner.

—Tú eres un amigo de verdad —dijo con voz soñadora—. Eso ya se ve al regalarme esta estupenda ropa.

Lleno de cariño pasó la vista por la chaqueta típica y los pantalones que llegaban hasta la rodilla.

—¿Tú me lo has regalado, verdad?

—¿Regalado?

Anton tuvo que reírse.

—¡Si por mí fuera, encantado! Pero no creo que mi madre y mi abuela estén de acuerdo con…

Se detuvo y miró la puerta del compartimento.

—¿No oyes nada?

—No —dijo el vampiro—. ¡Sólo ese horrible traqueteo!

—¡Alguien viene! —susurró Anton.

El vampiro se sobresaltó.

—¿Aquí?

—Quizá sea el revisor.

De pronto le vino a la memoria a Anton lo que había querido preguntarle todo el tiempo al vampiro:

—¿Llevas el carnet?

El vampiro dijo orgulloso:

—¡Naturalmente! ¡En el ataúd!

—¿En el ataúd? —gritó Anton.

El vampiro puso cara de perplejidad.

—Allí es donde está más seguro.

—¡Oh, no! —se quejó Anton llevándose la mano a la frente.

¿Por qué no le habría preguntado antes?

—¿Y si viene el revisor y quiere ver tu carnet?

—Ah, vaya.

Poco a poco parecía comprender el vampiro.

—Lo dices porque hemos envuelto el ataúd…

—¡Exacto! ¡Entonces tendrás que quitar el papel, y el revisor podrá ver que no es ningún paquete!

Los ojos del vampiro se quedaron rígidos del susto.

—¿Tú crees?

Sus labios temblaban.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Ni idea —dijo Anton todavía antes de que se abriera la puerta del compartimento y una señora les mirara pestañeando amablemente.

—¿Tienen algún sitio libre para mí? —preguntó.

Giftich… con ch

Anton y el pequeño vampiro se miraron asustados.

—Sí, o sea… —empezó Anton.

Tenía que evitar como fuera que ella se sentara en su compartimento… pero, ¿cómo? Si era demasiado grosero existía el peligro de que se quejara al revisor.

—¿Sabe usted…?

La señora, evidentemente, había interpretado el titubeo de Anton de forma completamente diferente.

Ella dijo:

—¡Muy amable por su parte! —y entró.

A Anton casi se le paró el corazón.

—Pe… pero —tartamudeó, y miró al pequeño vampiro buscando consejo.

Este observaba con mirada hosca cómo la señora metía una bolsa de viaje, una cesta y una bolsa de plástico y las colocaba en el portaequipajes. Luego cerró la puerta del compartimento y se sentó en el asiento que había junto a la puerta, a dos asientos de Anton.

Parecía no darse cuenta en absoluto de lo poco deseada que era su presencia, pues dijo alegremente:

—¡Gracias a Dios que ustedes no fuman! Con ustedes seguro que me voy a sentir bien. ¿Saben ustedes? Yo iba sentada en un compartimento con dos señoras, muy simpáticas, pero en seguida empezaron a fumar. Y como yo no soporto el humo he preferido marcharme.

Ella se rió e inspiró examinando el aire.

—Pero también aquí hay un olor extraño —opinó—. ¡Bueno, serán los viejos asientos!… Por cierto, soy la señora Giftich
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…, con «ch». ¿Y ustedes?

—¿Nosotros?

—Sí, ustedes.

Ella se volvió hacia Anton y le miró con ojos curiosamente parpadeantes.

—No puedo verles bien —dijo de repente—. Todo está tan borroso…

Ella se llevó la mano a los ojos.

—¡Mis gafas! —exclamó—. ¡No me he puesto las gafas!

Empezó a buscar nerviosa en su bolso.

Anton se mordió los labios, pues podía ver perfectamente dónde estaban sus gafas: ¡el extremo de una de las patillas asomaba por el bolsillo del pecho de su chaqueta!

También el vampiro se había dado cuenta y se lo indicó a Anton con una significativa inclinación de cabeza.

—¿Dónde estarán? —murmuraba ella para sí—. ¿No me las habré dejado en casa de mi hija? ¡Sí, eso será! ¡Me las he dejado allí!

Anton se rió entre dientes en secreto. Él se consideraba un poco infame por no decirle dónde estaban sus gafas. Pero, por otro lado, para el vampiro y para él era mucho menos peligroso ir en el compartimento con alguien que no veía bien.

Anton se atrevió también a examinarla con más detalle. ¿Qué edad podría tener? ¿Cincuenta, sesenta? Seguro que era más joven que su abuela, que tenía ya más de sesenta. En cualquier caso le pareció que no tenía aspecto de ser abuela. Llevaba un traje-pantalón, un pañuelo de cuello de color, un collar de perlas y grandes pendientes. «Su pelo tan rubio seguro que está teñido», pensó él.

Un chiste malo

La señora cerró su bolso y suspiró.

—¡Por suerte tengo unas gafas de repuesto en casa!

Anton y el pequeño vampiro se miraron y sonrieron con complicidad. Pero su alegría no duró mucho tiempo.

—¿Cuál era su nombre? —preguntó la señora.

—¿Mi… nombre? —dijo Anton echando una mirada al vampiro en busca de ayuda.

Pero éste sólo se encogió de hombros desconcertado.

—Pues yo…, yo soy Anton Bohnsack —dijo finalmente vacilando—. Y éste…, éste es mi hermano, Rüdiger von Schlotterstein.

—¿Hermanos? ¡Ah, qué bien! Pero, ¿por qué tienen ustedes entonces dos apellidos distintos?

—Dos apellidos distintos…, eh, sí…

En eso no había pensado. Pero se le ocurrió una excusa.

—Nuestra madre se ha casado dos veces, ¿sabe usted? Mi hermano es hijo del primer matrimonio. También es mucho mayor.

Anton había acentuado tanto el «mucho» que ella preguntó divertida:

—¿Tanto? ¿Qué edad tiene él entonces?

Anton se asustó. ¿Qué iba a responder?

—Catorce —dijo en su lugar el vampiro con voz cavernosa.

—¿Catorce? —repitió ella riéndose—. ¡Pero si entonces puedo llamaros de tú! ¿Cómo eran entonces vuestros nombres de pila? Anton y…

—Rüdiger —gruñó el vampiro.

—¡Anton y Rüdiger! ¡Y yo que había creído que erais personas mayores…! ¡Qué ojos más malos tengo! ¿Y cómo es que os dejan estar fuera hasta tan tarde? ¿No se preocupará vuestra madre?

—Ella seguro que no —graznó el vampiro.

Anton dijo rápidamente:

—Es que vamos a casa de nuestra tía…, al campo.

—¿Y a dónde?

—A Pequeño-Oldenbüttel.

—¿A Pequeño-Oldenbüttel? —exclamó ella sorprendida—. ¡Entonces tenemos el mismo destino!

—¿Cómo? —preguntó asustado Anton—. ¿Es que acaso va usted también a Pequeño-Oldenbüttel ?

Ella se rió.

—No. Pero tengo que apearme en Gran-Oldenbüttel, exactamente igual que vosotros. Yo vivo en Laumühlen, un pueblo vecino.

—Lo que nos faltaba —le susurró Anton al vampiro.

—¿Y cómo se llama vuestra tía?

—¿Qué có… cómo se llama nuestra tía?

Anton se encogió de hombros. Naturalmente, hacía mucho que había olvidado el nombre de la familia a cuya casa iban a ir de vacaciones. Sólo sabía que vivían en el número 13 de la Calle Vieja del Pueblo… ¡Pero, naturalmente, eso no iba él a descubrirlo!

—De su apellido ya no me acuerdo —dijo—. Siempre la llamamos sólo Tía Inge.

Como presumiblemente en Pequeño-Oldenbüttel habría varias mujeres con el nombre de Inge, la señora probablemente no se daría cuenta de que la estaba mintiendo.

—Inge, Inge… —reflexionó ella—. ¿Inge Piepenbrink?

Anton se mordió la lengua para no reírse y sacudió la cabeza.

—No.

—¿Inge Grotenblom?

—No.

—Bueno —dijo ella—, es que tampoco me conozco tan bien aquello. Al fin y al cabo, Laumühlen está a treinta kilómetros de distancia de Pequeño-Oldenbüttel.

¡Por fortuna! Anton sonrió irónicamente al vampiro.

—Entonces seguramente vuestra tía os recogerá en la estación, ¿no?

—¿Por… por qué?

—¡Porque hasta Pequeño-Oldenbüttel hay todavía dos kilómetros!

—Humm, sí…

Anton, buscando ayuda, miró al pequeño vampiro, que, sin embargo, sólo hacía crujir sus dedos nerviosamente.

—¡Si no, os llevaremos encantados a Pequeño-Oldenbüttel! Mi marido me estará esperando en la estación con el coche.

—¡No, no, muchas gracias! —dijo apresuradamente Anton—. ¡Naturalmente que nos recoge nuestra tía! Además, nuestro regalo, seguramente, no cabría en su coche.

Al decir esto señaló el empaquetado ataúd.

—¡Sí que es grande!

—Es que también hay muchas cosas dentro —aclaró Anton—. Todo lo que no puede comprarse en el campo. Camisas, pantalones, cepillos de dientes, calcetines, loción de afeitar…

Se interrumpió, porque ya no se le ocurría nada más.

El vampiro, riéndose irónicamente, añadió:

—¡…y sangre! ¡Sangre en botellas, sangre en frascos, sangre en latas…!

—¿Cómo dice? —dijo la señora extrañada—. ¿Sangre?

—Mi hermano sólo está haciendo un chiste —aclaró rápidamente Anton para tranquilizar a la señora.

—¡Con esas cosas no se bromea! —le aleccionó—. ¡La sangre es algo muy valioso! ¡Nuestro jugo vital! Pero, al parecer, vosotros, siendo niños, no lo entendéis. ¿O sabes tú para qué necesita nuestro cuerpo la sangre?

—¿Que para qué necesita nuestro cuerpo…?

Anton se quedó parado. Miró de reojo al vampiro.

—¡No!

—¡¿Lo ves?! La sangre provee a nuestro cuerpo de sustancias alimenticias y oxígeno. Yo lo sé porque antiguamente era donante de sangre.

—¿Donante de sangre?

De repente resplandecieron los ojos del vampiro y sus dientes castañeteaban unos contra otros.

—Entonces, ¿tan buena sangre tenía usted?

Ella rió satisfecha de sí misma.

—¡¿Cómo no?! ¡Yo sigo teniendo aún buena sangre!

—Pero ahora ya no dona usted más, ¿no? —preguntó el vampiro con voz ronca y gangosa.

—No.

—¡Entonces estará usted repleta de sangre!

—Sí.

Ella se rió.

Afortunadamente, no pareció darse cuenta de que el vampiro había descubierto su terrorífica dentadura de depredador y ahora, con la mirada extasiada, se levantaba lentamente, centímetro a centímetro, de su asiento.

Durante unos segundos Anton se quedó aterrado. Luego saltó, se echó sobre el vampiro y le apretó nuevamente en su asiento.

—¡Rüdiger! —exclamó sacudiéndole.

—¿Qué pasa? —preguntó preocupada la señora—. ¿Se ha puesto malo tu hermano porque hemos hablado tanto de sangre? Es algo sensible, ¿no?

—Sí, sí —corroboró apresuradamente Anton—. Muy sensible. Sobre todo su estómago. Probablemente no ha comido lo suficiente.

—¡Ah, tu hermano tiene hambre! —dijo ella—. ¡Si no es más que eso…!

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