—No. Sólo desmayada —repuso Anton, que se había quedado con las piernas completamente flojas.
A menudo había visto en la televisión desmayarse a la gente, pero desde tan cerca era algo diferente…
—¡Venga, vamos! —le susurró al vampiro, observando arrobado el blanco cuello de la señora que dejaba al descubierto el pañuelo deslizado hacia un lateral—. ¿O prefieres esperar a que ella se despierte y llame al revisor?
—En seguida —dijo el vampiro.
A pesar de ello se quedó de pie, como si hubiera echado raíces, dirigiendo ávidas miradas al cuello de la señora.
Anton se impacientaba cada vez más. En cualquier momento podía venir alguien, un viajero o el revisor…
—¡Si te quedas aún mucho tiempo —dijo colérico—, podrás ver cómo llegas sin mí a Pequeño-Oldenbüttel!
Esa amenaza pareció surtir efecto: la cara del vampiro cobró una expresión apocada y de consciente culpabilidad.
—Ya voy —dijo.
Con cuidado, pasaron el ataúd por la puerta, logrando incluso no golpearlo en ningún sitio.
En el pasillo, Anton, que también llevaba además su bolsa de cáñamo, dejó con un gemido el ataúd y se frotó los dedos doloridos.
—Me gustaría saber si tú trabajarías tan duramente por mí —dijo rechinando los dientes.
—Yo…, yo puedo llevar también el ataúd solo —dijo rápidamente el vampiro—. ¡Sólo tienes que decirme a dónde!
Como siempre que Anton le hacía reproches justos, él intentaba desviar la atención. Pero con las prisas no podían hablar de ello, y entonces Anton dijo solamente:
—A la derecha.
Como el revisor se había ido hacia la izquierda le pareció que lo mejor era que corrieran en dirección opuesta, a ser posible hasta el último vagón para apearse por allí.
Con las piernas temblorosas y la mirada preocupada dirigida al oscilante suelo, el vampiro llevó su ataúd pasillo abajo. En su frente había gotas de sudor y los agudos dientes claqueteaban en alto unos contra otros. Detrás de la puerta que Anton le mantenía abierta, dejó el ataúd en el suelo con estrépito y se sentó encima agotado.
—¡Eh, tenemos que seguir! —exclamó indignado Anton.
—Me encuentro mal —gimió el vampiro.
—¿Quieres acaso que nos encuentre el revisor?
—No. Pero todo me da vueltas delante de los ojos.
Al decir esto, el vampiro puso una cara tan penosa, que a Anton le dio auténtica pena.
—¿No puedo quedarme sentado mientras tanto?
—Humm —hizo Anton indeciso.
De cualquier forma, en el último vagón habrían estado más seguros…, pero, por otro lado, no podían tardar ya mucho en llegar a Gran-Oldenbüttel, pues el tren iba ya más despacio y a ambos lados de la vía vio casas con ventanas iluminadas.
—Está bien —dijo—. ¡Pero no llames la atención! —añadió.
Esa advertencia, en realidad estaba completamente de más, pues seguro que el pequeño vampiro no haría ninguna tontería. Pero, a pesar de ello, a Anton le sentó bien demostrarle, una vez más, que tenía que estar a expensas de su ayuda y que él, Anton, podía determinar cómo había de comportarse el vampiro.
Rüdiger sólo le dirigió una mirada furiosa y no repuso nada.
—Espero que en Gran-Oldenbüttel vuelvas a encontrarte mejor —opinó Anton—. Pues yo solo no puedo llevar el ataúd.
—Claro —gruñó el vampiro—. ¡Cuando se haya terminado este terrible traqueteo y matraqueo!
Efectivamente, el aspecto enfermizo del vampiro mejoró después de que el tren hubiera entrado en la estación. Sin que Anton tuviera que acuciarle se puso de pie y empujó su ataúd hacia la puerta.
Anton, mientras tanto, había abierto la puerta del vagón y vigilaba lo de fuera. Aliviado, comprobó que su vagón se detenía en la parte trasera de la estación, bien lejos del patio de la misma, ante el cual un hombre de edad se paseaba de un lado a otro con un ramo de flores en la mano.
Frente a ellos había un aparcamiento para bicicletas por el que pasaba un estrecho camino bordeado por densa maleza.
Hasta allí podrían llegar rápidamente y casi sin peligro, ¡siempre que el vampiro no le dejara a Anton en la estacada y le ayudara a llevar el ataúd!
Se volvió hacia él angustiado. Pero sus temores de ver otra vez al pequeño vampiro acurrucado encima de su ataúd resultaron infundados: el vampiro ya había levantado su extremo del ataúd y sólo esperaba a que Anton cogiera la parte delantera.
—¿Está todo en orden? —preguntó con voz ronca.
Anton asintió.
—Enfrente hay un camino oscuro. Allí estaremos seguros.
Cuando habían alcanzado los matorrales, Anton miró otra vez hacia atrás. Reconoció a la señora, que bajaba lentamente los peldaños del vagón del tren y era ayudada por el señor del ramo de flores…, y más adelante a las dos mujeres que miraban buscando por la estación. Llevaban abrigos loden, sombreros típicos y zapatos de excursionista.
—¡Oh, mira, las dos! —suspiró—. ¡Pero ahora nada como marcharse!
—¿Qué dos? —preguntó el vampiro.
—Las mujeres de los sombreros bonitos —contestó malhumorado Anton.
Le pareció que ahora no tenían tiempo de seguir charlando más tiempo sobre ambas. ¡Era más importante enterarse de a dónde conducía aquel camino y cómo iban a llegar a Pequeño-Oldenbüttel.
Anton se quedó parado al final del camino.
—Tenemos que dejar aquí el ataúd y mirar primero los alrededores.
Anton tuvo que hablar en voz muy alta, porque en ese momento arrancaba el tren.
—¡No debo dejar mi ataúd sin vigilancia! —se indignó el vampiro—. ¡Nunca! Mejor me quedaré aquí sentado hasta que vuelvas.
Eso a Anton sólo podía venirle bien, pues solo podría moverse con mayor libertad.
Riéndose burlonamente dijo:
—Pero no llames…
—… la atención, ya, ya —le cortó la palabra el vampiro, un tanto molesto—. ¡No se preocupe, señor maestro superior!
Cuando Anton siguió andando, comprobó que, como él había presumido, el camino conducía a la calle. Lo que le sorprendió es que no hubiera ninguna valla, ninguna obstrucción, ni siquiera una tela metálica tirada por los suelos.
«Estas son precisamente las ventajas de una estación de pueblo», pensó contento. Había tenido miedo de que tuvieran que pasar el ataúd por un alto muro o una alambrada de espinos o que, en el peor de los casos, tuvieran que cruzar, después de todo, el patio de la estación.
La calle estaba abandonada en medio del brillo de las farolas. Sólo delante del patio de la estación había dos coches aparcados: una limusina negra y una furgoneta de color azul claro. La calle parecía terminar en la estación, pues detrás de la entrada todo estaba oscuro.
Al principio de la calle Anton vio un gran edificio, la «Fonda Laichgruber», según pudo leer en un letrero luminoso. La fonda estaba en una calle ancha, probablemente la calle principal. Allí había también dos letreros indicadores.
«Viejo-Motten, 12 kilómetros», leyó Anton en el cartel que indicaba hacia la izquierda, y en letras más pequeñas: «Pequeño-Oldenbüttel, 2 kilómetros».
«Laumühlen, 25 kilómetros», ponía en el cartel que indicaba hacia la derecha.
Anton suspiró aliviado: ¡Ahora sabía al menos en qué dirección tenían que ir! ¡Y comparado con el viaje en el vagón del tren los últimos dos kilómetros hasta Pequeño-Oldenbüttel sería un juego de niños! Un poco fatigoso quizá, con el pesado ataúd…, ¡pero ni siquiera la mitad de enervante!
Anton oyó cómo arrancaron los coches que había delante del patio de la estación. Se escondió detrás de un gran abeto. Desde allí podía ver toda la calle sin que le vieran a él. Primero pasó por delante de él la limusina negra; al volante iba el hombre de edad. Junto a él, con la cabeza reclinada hacia detrás, reconoció a la señora Giftich. El coche fue hacia la calle principal y torció a la derecha.
Después llegó la furgoneta azul claro. La conducía una mujer. En el asiento trasero iban las dos mujeres de los trajes típicos. Anton vio que ellas iban hacia la izquierda, en dirección a Viejo-Motten.
Aún se quedó quieto un momento escuchando. Desde la fonda le llegaba una confusión apagada de voces. A lo lejos un coche tocó el claxon. Al otro lado del terraplén ladró un perro.
«¡Fin de jornada en el pueblo!», pensó Anton. ¡Por suerte, nadie sabía que acababa de llegar un vampiro! ¡Y si todo iba bien, tampoco se enteraría nadie!
Anton dio media vuelta y volvió por el mismo camino. El pequeño vampiro le estaba esperando impaciente.
—Ya pensaba que no volvías —dijo.
Anton tuvo que reírse burlonamente.
—¿Y qué habrías hecho sin mi? ¿Buscar el cementerio del pueblo?
El vampiro le echó una mirada furiosa.
—Mejor ayúdame a llevar el ataúd —gruñó.
Y mientras miraba de reojo el cuello de Anton, añadió amenazador:
—¿O quieres esperar a que me entre hambre?
—¿Hambre? —se asustó Anton—. Pero si en seguida estamos en Pequeño-Oldenbüttel… Ya sólo quedan dos kilómetros. Lo conseguiremos en seguida.
—¿Es que ahora conoces el camino?
—Sí.
—¡Está bien, vámonos entonces!
El vampiro agarró el extremo posterior del ataúd. Anton levantó el extremo anterior. Así llevaron el ataúd hasta la carretera. Allí Anton miró a izquierda y derecha; luego asintió con la cabeza al vampiro.
—Vamos —susurró.
La puerta de la fonda estaba abierta cuando pasaron por delante. Resonaba música a todo volumen, pero no se veía a nadie. Anton se detuvo en la sombra de un coche que estaba aparcado delante de la fonda.
—¿Qué pasa? —siseó el vampiro—. ¿Es que no sabes en qué dirección tenemos que ir?
—Sí. Sólo estoy pensando qué lado de la carretera es mejor.
El vampiro miró hacia el otro lado.
—¡Aquel de allí, naturalmente! Allí no hay casas. Además, podemos escondernos entre los arbustos y los matorrales en caso de que venga un coche.
—Pero ir por la alta hierba cansa mucho —dijo Anton.
Él hubiera preferido ir por aquel lado de la carretera y haber ido por la acera. ¡Al fin y al cabo aún tenían que andar mucho y ya le empezaban a doler las manos!
Pero el vampiro dijo decidido:
—¡Por allí es mucho más seguro!
—Si tú lo crees… —dijo Anton.
Cruzaron la carretera y siguieron andando en dirección hacia Pequeño-Oldenbüttel.
Después de un rato dijo Anton:
—Tengo necesidad.
—¿Tienes necesidad? —preguntó el vampiro—. ¿De qué? ¿De descansar?
Anton carraspeó.
—Yo…, eh, pues que tengo necesidad.
Un coche se acercaba. Rápidamente dejaron el ataúd en el suelo y se escondieron detrás de un arbusto.
—¿Nunca tienes necesidad? —preguntó Anton.
—¿Y de qué es de lo que tengo que tener necesidad?
—Bueno, tengo necesidad de hacer pis…
—¡Ah, vaya!
Al fin le había entendido el vampiro.
—¡Te referías a eso! No, yo eso lo hice por última vez aproximadamente hace cien años.
—¿De veras? —se sorprendió Anton—. ¿Eso le ocurre a todos los vampiros?
El vampiro le miró riéndose burlonamente.
—¿Pensabas que a Anna no?
—¿Por qué piensas en Anna? —se ofendió Anton.
Notó cómo se ponía colorado.
Rápidamente dijo:
—¡Bueno, voy! —y desapareció detrás de un árbol.
—¡Pero date prisa!
Después siguieron su camino. Pronto las manos de Anton ardían y sentía los brazos y los hombros como si fueran de plomo.
—¿Puedes aún? —preguntó el vampiro.
—Humm —dijo Anton con voz oprimida.
A alguna distancia vio el cartel de Pequeño-Oldenbüttel. ¡Hasta allí podría aguantar!
Detrás del letrero la carretera se bifurcaba. Anton leyó lo que ponía en los carteles indicadores: la «Carretera Nacional de Motten» iba todo seguido; la «Calle Vieja del Pueblo» doblaba a la derecha.
—¡Aquí está! —exclamó excitado.
—¿Quién? —preguntó desconfiado el vampiro.
—La calle que buscamos. Calle Vieja, trece… ¡Allí tenemos que ir!
La perspectiva de alcanzar pronto la meta de su viaje proporcionó nuevas fuerzas a Anton. Siguió andando tan apresuradamente que Rüdiger apenas podía seguirle el paso.
—¡Allí delante está la granja!
Anton sintió cómo su corazón latía más de prisa.
—¿La ves? El gran granero, el establo y, al lado, la casa blanca.
—¿Cómo sabes con toda seguridad que es ésa la casa?
—Porque ya he estado aquí.
—¿Y estás completamente seguro?
—Sí.
—Entonces realmente ya no te necesito para nada —declaró el vampiro.
Anton se paró sorprendido.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Muy sencillo. El último tramo ya puedo hacerlo yo solo.
—¿Y yo?
—Tú regresas a casa —dijo con indiferencia el vampiro.
Anton se quedó sin habla durante unos segundos. Luego exclamó:
—¿Solo?
—¿Por qué no? —hizo como si se sorprendiera el vampiro—. Sin mí puedes viajar en el tren con mucho menos peligro…
—¡Pero ya no hay ningún tren!
—¿No?
—¡No! Ya me he enterado primero.
El vampiro miró a Anton sorprendido.
—¿Cómo ibas a volver a casa entonces?
—¡Contigo! He traído a propósito la segunda capa, aún tenía la que me trajo Anna.
—¿Te has traído la capa? ¡Eso es estupendo!
El vampiro se rió con voz ronca.
—Entonces no necesitas el tren para nada. ¡Puedes ir volando a casa!
—¡Tú te lo dispones de maravilla! —dijo Anton enojado—. Yo te he traído hasta aquí, te he ayudado a llevar el ataúd…
De repente advirtió que aún iban cargados con el ataúd y dejó caer su extremo en la hierba, produciéndose un estrépito.
—¡Eh! —gritó el vampiro.
—¡… y ya ni siquiera te importo como para que vueles de regreso conmigo!
—Tienes que comprenderlo —dijo el vampiro sonriendo apocado—. ¡Yo aquí tengo también que…
Hizo una pausa y luego graznó:
—… habituarme!
—¡Tú siempre piensas solamente en ti! —dijo amargo Anton.
—¡Es que también, siendo vampiro, uno tiene que hacer eso!… Además, tampoco es tan malo volar solo —añadió—. Yo, al fin y al cabo, lo hago todas las noches, aunque me asusta la oscuridad.