—¿No estarás enfermo acaso? —dijo la madre.
—¡No! —exclamó sobresaltado.
Sus padres querían aprovechar la ocasión e ir aquella noche otra vez al cine antes de marcharse a Pequeño-Oldenbüttel al día siguiente. Sin embargo, si creían que él estaba enfermo, quizá se quedaran en casa… ¡Y eso no podía ocurrir de ninguna manera!
—Sólo estoy algo cansado —dijo metiéndose precipitadamente el medio panecillo en la boca—. ¡Me comeré otros dos! ¿Puedo?
—¡Naturalmente!
Después del desayuno estuvo tendido en su cama con dolor de estómago.
—¡Anton! ¿Estás haciendo ya la maleta? —exclamó su padre.
—Sí —contestó en voz baja.
—¡No olvides tus cosas de baño!
—No.
Anton se levantó despacio. Le vino a la memoria el lobo del cuento, cuya barriga habían llenado de piedras los siete cabritillos y que iba a la fuente y exclamaba: «¿Qué es lo que salta y traquetea en mi barriga?»
Colocó la maleta encima de la cama y empezó a guardar sus libros favoritos: V
ampiros. Las doce Historias Más Terroríficas
,
En la Mansión del Conde Drácula
,
Historias de Vampiros para Iniciados
. Encima de ellos puso ropa interior y calcetines, dos camisetas de manga larga, dos jerseys, un pijama y su bañador.
—¡Ya he terminado! —exclamó en voz alta.
—¿Ya? —contestó su madre desde el cuarto de baño—. ¡Es sospechoso que hayas tardado tan poco! ¡Seguro que has olvidado la mitad de las cosas!
—¡Absolutamente nada! —contestó obstinado, cerrando las cremalleras de ambos lados de la maleta.
Oyó cómo su madre venía por el pasillo. Entró en la habitación, según le pareció a Anton, con una sonrisa bastante sabelotodo.
Señaló la maleta cerrada.
—No puedes haber guardado muchas cosas —opinó ella.
—Lo suficiente —aseguró Anton.
—¿También tu pijama?
—Claro.
—¿Y ropa interior?
—Sí.
—¿Y pantalones largos? —preguntó.
Sin esperar la respuesta de Anton fue hacia el ropero y miró dentro.
—¡Brrr, esto huele a enmohecido! —se quejó—. ¡Tienes que airear tu armario, Anton!
Anton reprimió una risa entre dientes. Sabía de dónde venía ese olor: ¡de la capa de Rüdiger, que estaba debajo de sus pantalones tiroleses!
Sin embargo, su madre había descubierto ahora los vaqueros nuevos de Anton, que estaban aún colgados en la percha.
—¿Por qué no los has metido? —preguntó.
—Se… se me ha olvidado —tartamudeó Anton.
—¡¿Lo ves?! ¡Sí que habías olvidado algo! ¡Menos mal que he mirado yo!
—Sí —gruñó Anton.
Mal podía contarle que no había metido los pantalones en la maleta a propósito, porque quería llevárselos aquella noche al pequeño vampiro.
—Entonces vamos a guardarlos rápidamente —declaró la madre, abrió la maleta y metió dentro los pantalones.
—¿Te has acordado de los calcetines? —preguntó echando cuidadosamente a un lado las prendas de vestir de Anton.
—¡Sí! —exclamó Anton, que tenía la sensación de que iba a explotar de ira de un momento a otro—. ¡Metes las narices en todas partes! ¿Ahora a Rüdiger qué le voy a…?
Sobresaltado se tapó la boca con la mano. ¡Casi se había descubierto!
Su madre le miró de soslayo.
—¿Acaso querías prestarle tus pantalones nuevos a algún amigo del colegio?
—No…, quie… quiero decir sss, sí —tartamudeó—. E… él iba a darme los suyos a cambio.
Eso no era cierto, pero si su madre le ponía, por así decirlo, la excusa en la boca…
—Él iba a desgastármelos —añadió resuelto—, porque a mí no me gustan los pantalones tan flamantes.
—¡Como si no pudieras desgastarlos tú mismo! —protestó la madre sacudiendo con desaprobación la cabeza—. Creo que lo mejor será que me lleve tu maleta. Si no, todavía vas a meter esos libros de terror tuyos. ¡Y tienes al fin que descansar!
Echó decidida las cremalleras, cerró y se guardó la llave en el bolsillo del pantalón.
—Pero, mamá… —protestó Anton.
—Ya es demasiado tarde —dijo sonriendo, y se fue hacia la puerta con la maleta.
Anton pensó si debía decir que había olvidado meter su grueso jersey noruego para que ella tuviera que abrir otra vez. Pero entonces pensó que ella, de todas formas, se quedaría de pie delante de él y tampoco conseguiría los pantalones para Rüdiger.
¡Mierda! Afortunadamente no había metido en la maleta Drácula, el libro que estaba leyendo entonces. Lo cogió del estante y se tumbó en la cama.
Los acontecimientos sobre el barco de Varna que iba a llevar a Inglaterra las cajas del Conde Drácula le fascinaron en seguida, tanto, que se olvidó de todo lo que le rodeaba…: los vaqueros, la maleta cerrada y, también, el problema sin resolver de qué pantalones iba a ponerse aquella noche el pequeño vampiro.
A las siete y media el padre de Anton estaba terminando de arreglarse en el pasillo. Llevaba puesto su traje de cheviot verde oscuro, una camisa verde y una corbata amarilla.
—Helga, ¿cuánto tiempo vas a tardar aún? —exclamó impaciente.
—Cinco minutos —contestó la madre desde el baño.
—¡Qué elegante te has puesto! —opinó Anton, que estaba apoyado en la puerta de su habitación—. ¿Sólo para ir al cine?
—Después también vamos a bailar —aclaró el padre.
El corazón de Anton latió con alegría: ¡entonces seguro que no regresarían a casa antes de medianoche! ¡Pero, naturalmente, no podía dejar que su padre se diera cuenta de lo bien que le venía aquello para sus planes!
—¿Tanto tiempo vais a estar fuera? —dijo por eso con fingida decepción—. ¡Siempre me dejáis solo!
—¡Ya encontrarás algo para entretenerte!
—¿Y cómo?
—Con la televisión, supongo.
—Entonces, ¿me dejas?
—Bueno, hasta las diez…, al fin y al cabo estás de vacaciones.
—¡Oh, qué bien! —hizo como si se alegrara.
¡Si supiera que él no iba a sentarse aquella noche delante de la televisión, sino en el compartimento de un tren…!
La madre de Anton salió del cuarto de baño. Llevaba puesta una blusa blanca y unos pantalones negros de seda. Se había hecho rizos en el pelo.
Mientras se ponía su abrigo le dijo a Anton:
—Y no te quedes leyendo mucho tiempo, ¿vale?
—Papá ha dicho que puedo ver la televisión.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Qué es lo que ponen?
—¿Qué…, qué ponen? —tartamudeó Anton.
Él ni siquiera lo había mirado, y como normalmente siempre lo sabía con exactitud, ella probablemente podría sospechar.
—Un programa de variedades —dijo rápidamente—. Con concurso de preguntas y respuestas.
—¿No hay ninguna película de miedo? —preguntó ella, que todavía desconfiaba.
—¡No! —aseguró él, y tuvo que reírse irónicamente.
¡Hoy no necesitaba de ninguna película para tener miedo!
—Pero a las nueve y media te vas a la cama. Mañana nos vamos de vacaciones y tienes que estar descansado.
—Papá ha dicho que a las diez.
—Está bien.
Eran las ocho menos cuarto cuando se marcharon sus padres. Fuera estaba ya oscureciendo. Había quedado con el pequeño vampiro a las ocho en el cementerio. Si se daba prisa podía estar allí en diez minutos. Por tanto, aún le quedaban cinco minutos.
Cinco minutos en los que tenía que buscar unos pantalones para el pequeño vampiro, meter la capa que estaba en su armario en una bolsa y guardarse los billetes…
Poco después de las ocho desembocaba Anton en el oscuro camino que conducía al cementerio. Espesos matorrales crecían a ambos lados y parecían estirar sus ramas hacia él. Se oían chasquidos y crujidos.
De pronto Anton dio un grito: algo blando pasó alrededor de sus piernas y desapareció en los matorrales con un sonido quejumbroso. Empezó a correr.
Al borde del camino, semioculto por los matorrales había un banco. Lleno de terror se percató de que estaba ocupado. Alguien estaba allí sentado en la oscuridad… A Anton se le salía el corazón por la boca: ¿sería Tía Dorothee?
Al acercarse comprobó que eran dos personas las que había sentadas en el banco…, una parejita que se abrazaba y no le prestaba a él ninguna atención.
Pasó apresuradamente. No respiró hasta que no apareció ante él el muro viejo del cementerio. ¡Allí, al amparo de los arbustos, tenía que estar el pequeño vampiro esperándole!
—¿Rüdiger? —exclamó.
Hubo un crujido de ramas rotas en los matorrales. Luego apareció en el camino una pequeña figura oculta por una capa.
—¿Tú? —dijo sorprendido Anton.
—Hola, Anton —dijo Anna sonriendo.
—Yo… —murmuró buscando las palabras.
De ningún modo debería preguntar en seguida por Rüdiger si no quería molestar a Anna. Ya sabía lo sensible que ella era.
—Yo…, eh…, me alegro de encontrarte —dijo esperando que sonara convincente.
—¿De veras?
Ella le miró radiante.
—¿Más que si te hubieras encontrado con Rüdiger?
—Bueno —dijo esquivo—. En realidad había quedado con él…
—Lo sé —sonrió ella—. Ya te está esperando. A mí sólo me ha mandado delante, porque no quería dejar su ataúd sin vigilancia. ¡Ven!
Le cogió del brazo y le llevó entre los matorrales hacia el muro del cementerio. Allí, a la sombra del muro, Rüdiger estaba sentado encima de su ataúd.
—Llegas tarde —dijo con voz ronca.
—No sabía qué pantalones iba a traerte —intentó explicar Anton—. Los vaqueros que quería coger los había metido mi madre en la maleta.
—¿Y qué me voy a poner yo ahora? —gruñó el pequeño vampiro.
Anton sacó avergonzado de su bolsa de cáñamo los únicos pantalones que al final había podido traer: los de tirolés, ya que sus pantalones marrones de cheviot se los había llevado su abuela para remendar una rodilla, y los pantalones negros de lino estaban en la tintorería.
—Estos —dijo, manteniéndolos en alto cogidos por el peto adornado con bordados.
Anna, que estaba a su lado, se rió entre dientes por lo bajo. A ella, a todas luces, los pantalones le parecían tan ridículos como a Anton.
—No tenía otros —dijo disculpándose.
Pero al pequeño vampiro parecieron gustarle los pantalones. Con sus flacos dedos pasó la mano sobre el áspero cuero y los bordados.
—Son bonitos —opinó.
Anna se rió más alto.
—Seguro que tienes envidia —dijo él cáustico—. ¡Pero éstos son mis pantalones! ¡Los ha traído Anton para mí!
Se los puso rápidamente.
Anton tuvo que ponerse la mano en la boca para no soltar la carcajada. Con su cara pálida como la tiza, el pelo cayéndole hasta los hombros, los pantalones de cuero, demasiado anchos, en los que él había arrebujado la capa, con el peto bordado y los tirantes, que le venían anchos a su flaca figura, y con las delgadas piernas en los leotardos agujereados, el pequeño vampiro parecía un espantapájaros.
«A lo mejor tendría un aspecto menos terrible si se pone también la chaqueta», pensó Anton. Él se la había llevado por lo que pudiera pasar e igualmente el sombrero tirolés, que, según la opinión de su abuela, pegaba tan bien.
Buscó en la bolsa y sacó la chaqueta.
—También va incluida —dijo—, si tú quieres…
—¡Oh, sí! —exclamó el vampiro.
Se la puso rápidamente. Su rostro se volvió radiante.
—¡Preciosa! —dijo entusiasmado, dando vueltas a los botones plateados que brillaban a la luz de la luna.
Anton disimuló la risa.
Anna se rió entre dientes furtivamente.
—¡Pareces un príncipe de carnaval!
—¿Y qué? ¡Tú sólo tienes envidia!
—Aún me queda algo —dijo Anton, sacando el sombrero hongo con la pluma verde.
El vampiro se quedó entusiasmado en seguida. Sonriendo feliz apretó el sombrero sobre su pelo desgreñado.
—¡Siempre había querido tener uno así con pluma!
Dio unos pasos orgullosos alrededor del ataúd mientras Anton y Anna se miraban entre sí contrayendo sus caras para no echarse a reír en alto.
A Anton le parecía que comparado con su aspecto «normal» de vampiro, Rüdiger, en cualquier caso, producía un efecto más bien divertido. Y eso quizá fuera muy ventajoso cuando viajaran en el tren.
En el tren… Se estremeció al acordarse de que su tren salía ¡a las 20.42! Y seguro que con el pesado ataúd necesitarían diez minutos para llegar a la estación.
—Nuestro tren sale en seguida. ¡Vamos, Rüdiger, date prisa!
—¡Con tranquilidad! —repuso el vampiro—. Además, mi sombrero no está bien puesto.
—¡Pero vamos a llegar tarde!
—¡Tonterías! —gruñó el vampiro mientras se arreglaba constantemente el sombrero.
—¡Típico de Rüdiger! —siseó Anna—. ¡Entonces llevaré yo sola el ataúd!
Dicho esto levantó el ataúd por el centro. Sus pequeñas y delgadas piernas parecían irse casi a romper con el peso, pero levantó sus estrechos hombros y se marchó. Anton corrió al lado de ella.
—¿No quieres que agarre?
—No —sonrió—. Ya puedo yo.
—¡Esperad! —exclamó el vampiro—. ¡No puedo ir tan de prisa con el sombrero!
Por el camino exclamó de repente el pequeño vampiro:
—¡Alto! ¡Todavía tenemos que envolver el ataúd en papel de regalo!
—Entonces, ¿tienes tú papel de regalo?
—No. Pero Anton sí tiene.