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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro se va de viaje (11 page)

BOOK: El pequeño vampiro se va de viaje
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Ella se puso de pie y sacó su cesta del portaequipajes.

—¡De comer tengo de sobra!

Cena para tres

La señora puso un pañuelo blanco en los asientos que había entre ella y Anton y empezó a extender ante ellos las cosas que llevaba en la cesta: dos bocadillos de embutido, dos de queso, tres huevos duros, dos manzanas, dos tomates, una tableta de chocolate con menta y un termo.

Todo parecía tan apetitoso, que a Anton se le hizo la boca agua. En casa, durante la cena, apenas se había tomado nada por la excitación: sólo té y una rebanada de pan tostado. Ahora su estómago ladraba.

—¡Coged lo que queráis! —les animó la señora.

—Gracias —dijo Anton, cogiéndose un bocadillo de queso.

—¿Y tu hermano? ¿Qué quiere él?

—¿Él? ¡Un bocadillo de embutido!

El vampiro levantó las manos defendiéndose, pero Anton le alcanzó resuelto un bocadillo de embutido.

—¡Cógelo! —siseó—. ¡No tienes por qué comértelo de verdad!

El vampiro observó lleno de repugnancia el bocadillo que tenía en la mano, entre cuyas dos mitades sobresalía una gruesa rodaja de embutido.

—¿Y qué voy a hacer con él? —preguntó.

Anton echó una mirada preocupada a la señora antes de contestar. Pero ella estaba ocupada en servir el café del termo en un vaso y no les prestaba atención.

—Simplemente me lo vuelves a dar —aclaró susurrando.

—¡Ah, bueno!

El vampiro suspiró aliviado.

La señora bebió un sorbo de café y preguntó:

—¿Os gusta?

—¡Mucho! —respondió el vampiro.

Sin embargo, devolvió el bocadillo a Anton, que se lo comió con deleite.

—¡Me alegro! ¿Y vuestra madre no os ha dado absolutamente nada?

—Nnn —dijo Anton con la boca llena.

Sacudió incrédula la cabeza.

—¡Hay que cuidarse de vosotros, los niños!… Bueno, ahora me tenéis a mí —añadió riéndose—. También podéis llamarme Tía Gretel. ¡Pero si no estás tomando nada…!

—Sí, sí —dijo Anton, que con el «Tía Gretel» había estado a punto de atragantarse, y cogió una manzana.

—¿Y Rüdiger? ¿Ya está harto?

Pestañeando insegura miró en dirección al pequeño vampiro.

—Aún no del todo —repuso el vampiro con voz áspera.

—Sólo quiere un tomate —dijo rápido Anton.

—¿Sólo un tomate?

Sacó un plato de cartón de su cesta.

—¿A pesar de lo muerto de hambre que estaba tu hermano? ¡No! ¡Le voy a confeccionar un menú verdaderamente estupendo!

Puso en el plato un huevo duro, una manzana, un tomate, dos onzas de chocolate y el segundo bocadillo de embutido. Luego se lo entregó a Anton.

—¡Toma! ¡Esto le sentará bien a tu hermano!

Anton tuvo que morderse la lengua para no reírse.

El plato temblaba en su mano cuando se lo dio al pequeño vampiro.

—¡Gracias…, Tía Gretel! —gruñó el vampiro.

Colocó el plato sobre la pequeña mesa al lado del juego de «Captura el sombrero» e hizo como si comiera mientras le pasaba ocultamente el chocolate a Anton.

—¿Y viajáis solos a menudo en el tren? —preguntó la señora.

—¿Nosotros? ¡No! —dijo Anton.

—¿Tampoco a casa de vuestra tía?

—Nosotros normalmente vamos siempre volando —dijo el vampiro, y se rió graznando.

—¡Tu hermano realmente es un guasón!

La voz de la señora sonó un poco molesta.

—¡Idiota! —le bufó Anton al vampiro.

Dirigiéndose a la señora dijo:

—No debe tomárselo tan en serio. Es que está en la edad del pavo, dice nuestra madre.

Asintió comprendiendo.

—¡Ah, es por eso!

Ella no pudo ver cómo el vampiro, que se sentía herido en su orgullo, hacía muecas de cólera.

—Pero eso se pasa —opinó ella—. Dentro de un año, como muy tarde, tu hermano se habrá convertido en un simpático joven.

Sólo historias

—… como ese joven del libro que estoy leyendo ahora, ese abogado. ¿Cómo se llama?

La señora sacó un libro de su bolso y lo hojeó, para volverlo a cerrar en seguida de mal humor.

—¡Ay, no puedo leer absolutamente nada sin gafas!

El libro había despertado la curiosidad de Anton: ¡sobre la encuadernación negra reconoció un murciélago! Estiró la cabeza e intentó leer el título.

—Me han dicho que el libro es muy interesante —prosiguió la señora—. Es de mi hija, que se lo ha leído entero en una noche. Trata de un hombre joven, un inglés, al que mandan a los Cárpatos en viaje de negocios. Allí debe visitar a un extraño conde en su castillo…

—¿Quizá el Conde Drácula? —exclamó Anton sin respiración.

También el vampiro escuchó con atención.

Sorprendida preguntó:

—¿Conoces el libro?

—Un poco —dijo avergonzado Anton.

¡Ella no tenía por qué enterarse de que era su libro preferido!

—¿A ti también te gusta tanto leer libros emocionantes?

Su voz cobró un tono de entusiasmo.

—¡A mi hija y a mí las historias de miedo nos vuelven completamente locas! Pero tienen que ser horripilantes de verdad para que una sienta escalofríos. Se deben leer después de que haya caído la noche, cuando el viento sopla alrededor de la casa y por todas partes se oyen crujidos y murmullos inquietantes…

Soltó un suspiro de satisfacción.

—A nosotras nos gusta leer especialmente historias de vampiros. Son tan… —buscó la palabra adecuada— … ¡tan románticas!

El pequeño vampiro se desternilló de risa. ¡Tener que ser un vampiro era de todo menos romántico!

—Eso también no son más que historias —gruñó.

—¡Gracias a Dios! —se rió ella—. ¡Eso es precisamente lo hermoso de ello! ¡Puedes leer las cosas más terroríficas, pero al mismo tiempo sabes que no es más que fantasía.

—¿Sólo fantasía? —dijo ronco el vampiro.

—En la realidad no hay ni espíritus, ni fantasmas, ni vampiros…

—¡Ah! ¿Sí? ¿Usted cree? —exclamó el vampiro.

La señora se rió.

—¿Creéis vosotros acaso que hay muertos que se levantan por las noches de sus tumbas para chupar la sangre a los seres humanos? ¡Yo no!

El vampiro profirió un suave gruñido amenazador mientras Anton le hacía gestos ostensibles de que no se dejara inquietar, sino que permaneciera tranquilo y sereno.

La señora no pareció advertir nada de ello. Dijo alegre:

—¿O es que os habéis encontrado alguna vez a un vampiro? ¿A uno de ésos, pálidos como muertos, medio corrompidos, con afilados dientes de depredador?

Ella se interrumpió, pues abrieron la puerta del compartimento. Entró un hombre de uniforme y dijo:

—¡Sus billetes, por favor!

El revisor

Un terror helado recorrió a Anton. Con los dedos temblorosos metió la mano en el bolsillo de la chaqueta donde estaban los billetes que él había comprado el lunes al salir del colegio. Por suerte había tenido dinero suficiente en la hucha.

—Tenga —murmuró alcanzándoselos al revisor, que los aceptó con una inclinación de cabeza.

«¡Espero que esté todo en orden!», pensó angustiado Anton.

—O sea, que vosotros vais a Gran-Oldenbüttel, ¿no?

Por encima de los cristales de sus gafas miró primero a Anton y luego al pequeño vampiro.

El vampiro, rápidamente, se había puesto el sombrero tan en la frente que no podía reconocerse mucho de su cara.

—Sí…, eh, quiero decir, no —tartamudeó Anton—. Re… realmente vamos a Pequeño-Oldenbüttel.

—A Pequeño-Oldenbüttel, ya, ya —opinó el revisor.

Su voz sonó tan rara, que Anton no sabía si sólo era uno de los habituales chistes de adultos…, o si es que tenía sospechas.

Para alivio suyo, la señora, que seguía buscando en su bolso, dijo:

—Van a visitar a su tía.

—¿Conoce usted a los dos?

Con voz ronca exclamó el vampiro:

—¡Pero si ella es Tía Gretel!

El revisor puso una cara sorprendida.

—¡Ah, van ustedes juntos!

—Sí, sí —dijo distraída la señora mientras seguía revolviendo en su bolso.

—¡Bueno, si es así…! —dijo el revisor—. ¡También me había extrañado que dos chicos de esta edad estuvieran solos tan tarde!

En ese momento la señora suspiró aliviada.

—¡Al fin lo he encontrado! —exclamó, entregando su billete al revisor.

Le echó un breve vistazo y se lo devolvió a la señora.

Ella dijo apocada:

—¡Perdóneme usted que haya tardado tanto! Pero he olvidado mis gafas en casa de mi hija.

—¿Sus gafas? —dijo sorprendido el revisor—. ¡Pero si las tiene guardadas en el bolsillo de la chaqueta!

Dicho esto se volvió hacia la puerta.

—¡Dentro de diez minutos paramos en Gran-Oldenbüttel! —dijo aún; luego cerró tras sí la puerta del compartimento y se fue de allí hacia la izquierda, en la dirección de marcha.

Una falsa imagen

—¿Mis gafas? ¿En el bolsillo de la chaqueta? —dijo incrédula la señora—. ¿Es eso cierto?

Anton no dio respuesta alguna. El sólo sabía una cosa: ¡El pequeño vampiro y él tenían que haber desaparecido antes de que ella descubriera sus gafas y se las pusiera!

Ya miraba en los bolsillos laterales de su chaqueta. Allí, de todas formas, buscaría sus gafas en vano, pero no podía tardar mucho en ocurrírsele la idea de mirar también en el bolsillo del pecho…

—¡Tenemos que huir! —siseó al vampiro.

—¿Huir?

El vampiro miró intranquilo de un lado a otro, de la puerta a la ventana.

—Hacia fuera, al pasillo. ¡Lo principal es salir de aquí!

—¿Y mi ataúd?

—Nos lo llevaremos, naturalmente.

El grito de sorpresa de la señora interrumpió su agitado susurro.

—¡Aquí están! —exclamó.

Sacudiendo la cabeza sacó sus gafas del bolsillo del pecho.

—¡Y yo que creía realmente que estaban en casa de mi hija!

Sacó un pañuelo de seda de su bolso, echó vaho en los cristales y empezó a limpiarlos.

Mientras tanto miraba a Anton con sus ojos de vista débil y le dijo severa y en tono de reproche:

—¡Y vosotros me habéis dejado simplemente estar así! ¡A pesar de que sabíais perfectamente dónde estaban mis gafas! ¡En lugar de ayudarme os habéis reído de mí!

—¿Nosotros? ¡No!

Anton acababa de guardar las piezas de su juego de los sombreritos en la bolsa de cáñamo.

—¡Vamos! —empujó al vampiro—. ¡En seguida habrá terminado de limpiar sus gafas!

Él se puso de pie y también el vampiro se levantó de su asiento.

—Sí, sí —dijo la señora—. ¡Os habéis divertido mucho conmigo! Esa tía vieja, habéis pensado, vamos a dejarla que busque, de todas formas no puede ver bien…

—¡No! —la contradijo Anton mientras bajaba del portaequipajes, con el pequeño vampiro, el pesado ataúd—. Nosotros también acabamos de ver ahora sus gafas.

Él estaba seguro que ella no le creería.

¡Pero, de todas formas, así estaba distraída y no pensaba, por el momento, en terminar con su celosa limpieza y ponerse las gafas! Si consiguiera enredarla con la conversación el tiempo necesario, hasta que hubieran conseguido sacar el ataúd del compartimento, estarían salvados…

Esto pareció tener éxito, pues ella seguía limpiando sus lentes.

—¿Que lo acabáis de ver?

Ella se rió indignada.

—Sabíais desde el principio dónde estaban guardadas mis gafas.

Anton, mientras tanto, había abierto la puerta del compartimento.

—Se está haciendo una imagen completamente falsa de nosotros —intentó distraerla una vez más.

—¡Ahora!

Hizo una señal al vampiro y juntos levantaron el ataúd, que durante un instante habían dejado encima de la fila de asientos donde estaba el vampiro.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Me estoy haciendo una falsa imagen?

Su voz había adoptado un tono irritado.

—¡Eso va a cambiar en seguida, cuando os pueda ver a través de mis gafas!

Anton ya había alcanzado el pasillo con la parte delantera del ataúd. ¡Por el contrario, el vampiro, que llevaba el extremo trasero, aún estaba en el compartimento! Con un presentimiento receloso Anton se dio la vuelta… y vio cómo la señora miraba fijamente al vampiro perpleja a través de los cristales de sus gafas. Ella abrió la boca para pegar un grito…, pero de sus labios sólo salió un susurro afónico:

—¡Un vampiro, un auténtico vampiro…!

Luego se desmayó y se quedó sentada inmóvil, reclinada en el asiento.

—¿Está muerta? —preguntó el vampiro.

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