—Casi las cuatro.
—¿De la mañana?
—Vuelve a dormir.
—¿A qué hora te vas a levantar? —pregunta ella.
—A las siete.
—Despiértame. Tengo que ir a la biblioteca.
Tiene carnet de lectora en la universidad de Guadalajara, donde está trabajando en una tesis de posdoctorado: «La mano de obra agrícola en el México prerrevolucionario: un modelo estadístico».
—¿Quieres jugar un poco? —pregunta ella.
—Son las cuatro de la mañana.
—No te he preguntado por el tiempo ni la temperatura. Te he pedido algo. Manos a la obra.
Ella le abraza con sus manos cálidas, y al cabo de pocos segundos está dentro de ella. Siempre experimenta la sensación de volver a casa. Cuando ella alcanza el orgasmo, le agarra el culo y le empuja más hacia dentro.
—Eso ha sido estupendo, cariño —dice—. Ahora déjame dormir.
Él se queda despierto.
Por la mañana, Art mira las fotos del aeroplano, de los
federales
descargando la coca, abriendo después la puerta del coche para que Tío baje, después de Tío sentado ante el escritorio de la oficina. Después escucha el informe de Ernie sobre lo que ya sabe.
—Me puse en contacto con EPIC —dice Ernie en referencia al El Paso Intelligence Center, un banco de datos informáticos que coordina la información de la DEA, Aduanas e Inmigración—. Miguel Ángel Barrera es un ex policía del estado de Sinaloa, de hecho, el guardaespaldas del mismísimo gobernador. Sólidas conexiones con la DFS mexicana. Escucha esto: jugó en nuestro equipo.
Fue uno de los polis que dirigió la Operación Cóndor en el setenta y siete. Algunos informes del EPIC afirman que Barrera desmontó él solito la red de heroína de Sinaloa. Abandonó la fuerza y desapareció del radar del EPIC después de eso.
—¿Ningún golpe después del setenta y cinco? —pregunta Art.
—
Nada
—contesta Ernie—. Su historia se reanuda aquí, en Guadalajara. Es un hombre de negocios de mucho éxito. Es propietario de un concesionario de coches, cuatro restaurantes, dos edificios de apartamentos y considerables propiedades de bienes raíces. Está en la junta directiva de dos bancos y tiene poderosos contactos en el gobierno del estado de Jalisco y en Ciudad de México.
—No es el perfil habitual de un señor de la droga —dice Shag.
Shag es un buen chico de Tucson, un veterano de Vietnam que pasó de la inteligencia militar a la DEA, y en su estilo tranquilo es tan testarudo como Ernie. Utiliza su apariencia de vaquero para disimular su inteligencia, y un considerable número de traficantes de drogas están hoy encarcelados porque subestimaron a Shag Wallace.
—Hasta que le ves supervisando un cargamento de coca —dice Ernie, y señala las fotografías.
—¿Podría ser M-1 ?
—Solo hay una forma de averiguarlo —dice Art.
Dando un paso más hacia el borde del abismo, piensa.
—No habrá ninguna investigación sobre la relación de Barrera con la cocaína —dice—. ¿Está claro?
Ernie y Shag se quedan un poco asombrados, pero ambos asienten.
—No quiero ver nada en vuestros informes, en ningún documento —dice—. Solo estamos persiguiendo marihuana. A ese respecto, Ernie, trabaja a tus fuentes mexicanas, por si el nombre de Barrera dispara alarmas. Shag, dedícate al avión.
—¿Vigilamos a Barrera? —pregunta Ernie.
Art niega con la cabeza.
—No quiero ponerle sobre aviso antes de estar preparados. Iremos cerrando el cerco en torno a él. Trabajad en la calle, trabajad en el avión, trabajad en su dirección. Si las pistas conducen hacia él.
Pero, mierda, piensa Art. Si ya sabes que sí.
El número de serie del DC-4 es N-3423VX.
Shag trabaja abriéndose paso entre la maraña de papeleo de los holdings, empresas tapadera y demás. La pista termina en una compañía de transporte aéreo llamada Servicios Turísticos (SETCO), que opera desde el aeropuerto de Aguacate en Tegucigalpa, Honduras.
Alguien que saca drogas de Honduras es casi tan sorprendente como alguien que vende perritos calientes en el Yankee Stadium. Honduras, la «república bananera» por antonomasia, posee una larga y distinguida historia en el tráfico de drogas, que se remonta a principios del siglo XX, cuando el país era propiedad de la Standard Fruit y la United Fruit. Las compañías fruteras tenían su sede en Nueva Orleans, y los muelles de la ciudad eran propiedad de la mafia de Nueva Orleans, la cual controlaba los sindicatos de estibadores, de modo que si las compañías fruteras querían descargar sus bananas procedentes de Honduras, los barcos debían transportar algo más que bananas.
Entró tanta droga en el país a bordo de aquellos barcos bananeros, que la heroína llegó a llamarse «banana» en la jerga de la mafia. La matrícula de Honduras no es sorprendente, piensa Art, y responde a la pregunta de en dónde repostó el DC-4.
La propiedad de SETCO es igualmente reveladora.
Dos socios: David Núñez y Ramón Mette Ballasteros.
Núñez es un cubano expatriado que vive en Miami. Nada extraordinario. Lo extraordinario es que Núñez participó en la Operación 40, un trabajo de la CIA en el que se entrenó a expatriados cubanos para volver y tomar el control político después de la triunfal invasión de Bahía de Cochinos. Lástima que la invasión no fue triunfal, como todo el mundo sabe. Algunos chicos de la Operación 40 acabaron muertos en la playa, otros fueron a parar ante los pelotones de ejecución. Los afortunados consiguieron volver a Miami.
Núñez fue uno de los afortunados.
Art no necesita leer el expediente de Ramón Mette Ballasteros. Ya conoce el historial. Mette era químico de los
gomeros
en los días de la heroína. Se salió justo antes de la Operación Cóndor y volvió a su Honduras natal y al negocio de la cocaína. Corre el rumor de que Mette en persona financió el golpe de Estado que derrocó en fecha reciente al presidente de Honduras.
De acuerdo, piensa Art, los dos se ciñen a la línea de la compañía. El propietario de la aerolínea es un importante traficante de coca, que la está utilizando para transportar coca a Miami. Pero al menos uno de los aviones de SETCO está volando a Guadalajara, y eso no concuerda con la línea oficial.
El siguiente paso normal sería llamar a la oficina de la DEA en Tegucigalpa, pero no puede hacerlo porque se cerró el año anterior debido a la «falta de actividad». Honduras y El Salvador se controlan ahora desde Guatemala, de manera que Art se pone en contacto con Warren Farrar, el ARM de Ciudad de Guatemala.
—SETCO —dice Art.
—¿Qué le pasa? —pregunta Farrar.
—Confiaba en que tú me lo dirías —replica Art.
Sigue una pausa, que Art está tentado de describir como «elocuente».
—No puedo jugar contigo a esto, Art —dice después Farrar.
¿De veras?, se pregunta Art. ¿Por qué no? Solo celebramos unos ocho mil congresos al año, así que podemos jugar los unos con los otros en cosas como estas.
Lanza un disparo al azar.
—¿Por qué cerraron la oficina de Honduras, Warren?
—¿A qué coño estás jugando, Art?
—No lo sé. Por eso te la pregunto.
Porque me estoy preguntando si la compensación de que Mette financiara un golpe de Estado presidencial fuera que el nuevo gobierno echara a la DEA.
En respuesta, Farrar cuelga.
Bien, muchísimas gracias, Warren. ¿Por qué te has puesto tan nervioso?
A continuación, Art telefonea a la Sección de Colaboración Antidroga del Departamento de Estado, un título tan trufado de ironía que le dan ganas de llorar, porque le dicen con el lenguaje burócrata más educado que se vaya a tomar por el culo.
A continuación llama a la Oficina de Enlace de la CIA, explica su solicitud y consigue que le llamen esa misma tarde. Lo que
no
espera es que le llame John Hobbs.
En persona.
En otros tiempos, Hobbs fue el responsable de la Operación Fénix. Art le había informado algunas veces. Hobbs hasta le había ofrecido un trabajo después de pasar un año en el país, pero para entonces la DEA ya le había hecho una oferta y Art aceptó.
Ahora Hobbs es el jefe de sección de la CIA para América Central.
No me extraña, piensa Art. Un guerrero frío va a donde hay una guerra fría.
Hablan de trivialidades unos minutos («¿Cómo están Althea y los chicos?», «¿Te gusta Guadalajara?»).
—¿En qué puedo ayudarte, Arthur? —pregunta después Hobbs.
—Me estaba preguntando si podrías ayudarme a obtener información sobre una compañía de transportes aéreos llamada SETCO —dice Art—. El propietario es Ramón Mette.
—Sí, mi gente me ha pasado tu solicitud —dice Hobbs—. Me temo que tiene que ser denegada.
—Denegada.
—Sí —dice Hobbs—. Un no.
Sí, no tenemos bananas, piensa Art. Hoy no tenemos bananas.
—No tenemos nada sobre SETCO —continúa Hobbs.
—Bien, gracias por llamar.
—¿Qué te traes entre manos ahí abajo, Arthur? —le pregunta Hobbs.
—Estoy recibiendo algunas señales de radar —miente Art—, en el sentido de que SETCO podría estar transportando marihuana.
—Marihuana.
—Claro —dice Art—. Es lo único que queda en México en la actualidad.
—Bien, buena suerte, Arthur —dice Hobbs—. Siento no haberte podido ayudar.
—Te agradezco el esfuerzo —dice Art.
Cuelga, no sin antes preguntarse por qué el jefe de las operaciones latinoamericanas de la Compañía, ocupado en intentar derrocar a los sandinistas, dedica una parte de su valioso tiempo invertido en intentar derrocar a los sandinistas en llamarle y mentir.
Nadie quiere hablar de SETCO, piensa Art, ni mis colegas de la DEA, ni el Departamento de Estado, ni siquiera la CIA.
Toda la sopa de letras de las agencias acaba de deletrearte YOYO.
Estás más solo que la una.
Ernie le informa más o menos de lo mismo.
Pronuncias el apellido Barrera, y las fuentes habituales se cierran en banda. Hasta los chivatos más locuaces contraen un fuerte caso de afonía. Barrera es uno de los hombres de negocios más importantes de la ciudad, pero nadie ha oído hablar de él.
Déjalo correr, se dice Art. Esta es tu oportunidad.
No puedo.
¿Por qué no?
No puedo, punto.
Al menos, sé sincero.
De acuerdo. Tal vez porque no puedo permitir que gane. Tal vez porque le debo una derrota. Sí, pero él te está derrotando a ti. Sin tan siquiera hacer acto de aparición. No puedes echarle el guante.
Es verdad. No pueden acercarse a Tío.
Entonces, sucede lo más cojonudo.
Tío va en su busca.
El coronel Vega, el
federal
de más rango de Jalisco y el hombre con el que, en teoría, Art debe trabajar en colaboración, entra en la oficina de Art y se sienta.
—Señor Keller —dice con tristeza—, seré sincero. He venido a pedirle, humilde pero firmemente, que deje de acosar a don Miguel Ángel Barrera.
Art y él se miran.
—Por más que desee ayudarle, coronel —dice después Art—, esta oficina no está llevando a cabo ninguna investigación sobre el señor Barrera. No que yo sepa, en todo caso.
Grita en dirección a la oficina principal.
—Shag, ¿estás investigando al señor Barrera?
—No, señor.
—¿Ernie?
—No.
Art levanta los brazos y se encoge de hombros.
—Señor Keller —dice Vega, que mira a Ernie a través de la puerta—, su hombre va por ahí sacando a relucir el nombre de don Miguel de una manera muy irresponsable. El señor Barrera es un hombre de negocios respetable, con muchos amigos en el gobierno.
—Y, por lo visto, en la Policía Federal Judicial.
—Usted es mexicano, ¿verdad? —pregunta Vega.
—Soy norteamericano.
Pero ¿adónde quiere ir a parar?
—Pero habla español, ¿no?
Art asiente.
—Entonces conocerá la palabra
intocable
—dice Vega al tiempo que se levanta para marcharse—. Señor Keller, don Miguel es
intocable
.
Una vez lanzada la idea, Vega se va.
Ernie y Shag entran en la oficina de Keller. Shag empieza a hablar, pero Art le indica por señas que calle y que salgan todos fuera. Le siguen durante una manzana.
—¿Cómo ha sabido Vega que estábamos llevando a cabo una investigación sobre Barrera? —pregunta entonces.
De nuevo dentro, tardan pocos minutos en descubrir el pequeño micrófono instalado bajo el escritorio de Art. Ernie se dispone a arrancarlo, pero Art le agarra la muñeca y se lo impide.
—Me apetece una cerveza —dice—. ¿Y a vosotros?
Van a un bar del centro.
—Genial —dice Ernie—. En Estados Unidos, los polis ponen micrófonos a los malos. Aquí, los malos ponen micrófonos a los polis.
Shag sacude la cabeza.
—Así que saben todo lo que nosotros sabemos.
Bien, piensa Art, saben que sospechamos que Tío es M-1. Saben que hemos seguido el rastro del avión hasta Núñez y Mette. Y saben que con eso no podemos hacer nada. Entonces, ¿por qué se ponen tan nerviosos? ¿Por qué enviar a Vega a concluir una investigación que no lleva a ninguna parte?
¿Y por qué ahora?
—Muy bien —dice Art—. Divulgaremos un bulo. Les haremos creer que hemos dado marcha atrás. Dejadles en paz unos días.
—¿Qué vas a hacer, jefe?
¿Yo? Voy a tocar al intocable.
De nuevo en la oficina, comunica en tono contrito a Ernie y a Shag que tendrán que cerrar la investigación. Después va a la cabina telefónica y llama a Althea.
—No iré a casa a cenar.
—Lo siento.
—Yo también. Besa a los niños de mi parte.
—Lo haré. Te quiero.
—Yo también.
Todo hombre tiene su punto débil, piensa Art, un secreto que podría arrastrarle al fondo. Debería saberlo. Sé cuál es el mío, pero ¿cuál es el tuyo, Tío?
Art no va a casa aquella noche, ni las cinco siguientes. Soy como un alcohólico, piensa Art. Ha oído a bebedores reformados contar que iban en coche a la licorería, sin dejar de jurar que no lo iban a hacer, entrar y jurar que no iban a comprar, comprar y jurar que no iban a beber lo que acababan de comprar.
Después se lo bebían.
Yo soy como esos tipos, piensa Art, arrastrado hacia Tío como un bebedor a la botella.
De modo que, en lugar de volver a casa por la noche, se queda sentado en el coche en la amplia avenida, aparcado a una manzana y media del concesionario de Tío, y vigila la oficina desde el retrovisor. Tío debe de vender montones de coches, porque está en la oficina hasta las ocho o las ocho y media de la noche, después sube a su coche y va a casa. Art está aparcado al pie de la carretera, la única vía de entrada y salida de la urbanización, hasta medianoche o la una, pero Tío no sale.