El poder del perro (13 page)

Read El poder del perro Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
7.24Mb size Format: txt, pdf, ePub

No hay que tomarse en coña a ese tipo, piensa Callan.

—¿Cuál es su historia? —pregunta a O-Bop.

—Es un jodido coronel de los Boinas Verdes —dice O-Bop.

—Me estás tomando el pelo.

—Que no, mierda —dice O-Bop—. Toneladas de medallas en Vietnam. Es de la mafia. Si deciden quitarnos de en medio, será Scachi quien se ocupe de ello.

Scachi se vuelve y les ve venir. Se separa del grupo, camina hacia O-Bop y Callan, sonríe.

—Caballeros —dice—, bienvenidos al primer o último día del resto de sus vidas. No se ofendan, pero debo asegurarme de que no portan armas.

Callan asiente y levanta los brazos. Scachi le cachea con unos pocos movimientos eficaces hasta los tobillos, y después repite la juagada con O-Bop.

—Bien —dice—. ¿Vamos a comer?

Les conduce hasta el salón interior del restaurante. Callan lo ha visto antes, en unas cuarenta y ocho películas de gángsters. Los murales de las paredes plasman escenas bucólicas de la soleada Sicilia. Hay una mesa larga con un mantel de cuadros rojos y blancos. Copas de vino, tazas de café, pequeñas porciones de mantequilla en platos helados.

Botellas de tinto, botellas de blanco.

Aunque han sido puntuales, ya han llegado algunos tipos. Peaches les presenta nervioso a Johnny «Boy» Cozzo y a Demonte, y a un par más. Después, la puerta se abre y entran dos matones, con el pecho como una tabla de carnicero, y después Calabrese se sienta a la mesa y Peaches se encarga de las presentaciones.

A Callan no le gusta que Peaches parezca asustado.

Peaches recita sus nombres, y después Calabrese levanta una mano.

—Primero la comida, después los negocios —dice.

Hasta Callan tiene que admitir que la comida no es de este mundo. Es la mejor que ha tomado en toda su vida. Empieza con un gran antipasto con provolone, prosciutto y pimientos rojos tiernos. Delgados rollos de jamón y tomates diminutos que Callan no había visto nunca.

Los camareros entran y salen, como monjas que siguieran al Papa.

Terminan los entrantes y llega el plato de pasta. Nada exótico, pequeños cuencos de espaguetis con salsa roja. Después, piccata de pollo (delgados pedazos de pechuga de pollo guisado con vino blanco, limón y alcaparras) y pescado al horno. Después otra ensalada y postre, tarta blanca dulce empapada en anisette.

Todo esto y vino sin parar, y cuando los camareros sirven por fin los cafés, Callan está medio bolinga. Ve que Calabrese da un largo sorbo a la taza de café.

—Decidme por qué no debería mataros —dice entonces el jefe.

Una pregunta de examen muy jodida.

En parte, Callan tiene ganas de chillar. No deberías matarnos porque «¡Jimmy Piccone te robó cien de los grandes y nosotros podemos demostrarlo!», pero se calla la boca y trata de pensar en una respuesta diferente.

—Son buenos chicos, Paul —oye decir a Peaches.

Calabrese sonríe.

—Pero tú no eres un buen chico, Jimmy. Si fueras un buen chico, yo estaría comiendo hoy con Matt Sheehan.

Se vuelve y mira a O-Bop y a Callan.

—Todavía estoy esperando vuestra respuesta.

Y también Callan, que piensa si es que va a escuchar alguna, o si debería intentar abrirse paso entre los dos cachos de carne que vigilan la puerta, entrar en el comedor y apoderarse de las pistolas, de Beth, y volver vomitando fuego.

Pero aunque consiguiera salir y volver, piensa Callan, O-Bop ya estaría muerto para entonces. Sí, pero puedo enviarle en su autobús abarrotado.

Intenta deslizarse hasta el borde de su silla sin que nadie se de cuenta, centímetro a centímetro, para flexionar las piernas y salir disparado de la silla. Tal vez lanzarse hacia Calabrese, cogerle por el cuello y salir por la puerta...

¿Para ir adónde?, piensa. ¿A la puta luna? ¿Adónde podríamos ir donde la familia Cimino no pudiera encontrarnos?

A la mierda, piensa. Ve a por las armas, salgamos como hombres.

Al otro lado de la mesa, Sal Scachi sacude la cabeza hacia él. Es un gesto casi imperceptible, pero le está diciendo que, si sigue moviéndose, es hombre muerto.

Callan no se mueve.

Tiene la impresión de que ha estado pensando una hora, aunque en realidad solo han sido unos segundos en la, digamos, tensa atmósfera de la sala, y Callan se queda muy sorprendido cuando oye la voz de O-Bop.

—No debería matarnos porque...

Porque... hummmmmmmmmmmmm...

—... porque podemos hacer más por usted de lo que habría hecho nunca Sheehan —dice Callan—. Podemos entregarle un pedazo del Javits Center, los camioneros locales, la construcción local. No se moverá ni un cacho de cemento del que usted no obtenga un poco. Recibirá un diez por ciento de todo el dinero que movamos en la calle, y nos ocuparemos de todo esto en su nombre. No tendrá que levantar un dedo ni implicarse.

Callan ve meditar a Calabrese.

Y se toma todo el tiempo del mundo.

Lo cual empieza a cabrear a Callan. Como si esperara a que Calabrese dijese «Que os den por el culo, muchachos», para acabar con todo ese rollo diplomático e ir al grano.

Pero, en cambio, Big Paulie dice:

—Hay algunas condiciones y algunas reglas. En primer lugar, nos llevaremos el treinta por ciento, no el diez, de vuestra recaudación. En segundo, nos llevaremos el cincuenta por ciento de cualquier dinero generado por actividades sindicales y de la construcción, y el treinta por ciento de cualquier dinero producto de cualquier otra actividad. A cambio, os ofrezco mi amistad y protección.

«Aunque no podréis convertiros en miembros de la familia porque no sois sicilianos, podréis convertiros en socios. Trabajaréis bajo la supervisión de Jimmy Peaches. Le hago personalmente responsable de vuestras actividades. Si tenéis una necesidad, acudid a Jimmy. Si tenéis un problema, acudid a Jimmy. Esta chorrada del Salvaje Oeste tiene que terminar. Nuestros negocios funcionan mejor en una atmósfera de tranquilidad. ¿Comprendido?

—Sí, señor Calabrese.

Calabrese asiente.

—De vez en cuando podré necesitar vuestra colaboración. Se lo comunicaré a Jimmy, que os lo comunicará a vosotros. Espero que, a cambio de la amistad y la protección que os dispenso, no me deis la espalda cuando os necesite. Si vuestros enemigos han de ser mis enemigos, los míos tienen que ser los vuestros.

—Sí, señor Calabrese.

Callan se pregunta si es ahora cuando tienen que besarle el anillo.

—Una última cosa —dice Calabrese—. Dedicaos a vuestros negocios. Ganad dinero. Prosperad. Haced lo necesario, pero nada de drogas. Esta era la regla que Cario nos dejó en herencia, y sigue siendo la regla ahora. Es demasiado peligroso. No tengo la menor intención de pasar la vejez en la cárcel, de manera que la regla es drástica: si traficas con drogas, mueres.

Calabrese se levanta de la silla. Todo el mundo le imita.

Callan sigue en su sitio cuando Calabrese se despide y los dos matones le abren la puerta.

Y Callan se dice: Hay algo en esta película que no encaja.

—Stevie, el hombre se va —dice.

O-Bop le mira como diciendo: Pues bueno.

—Stevie, el hombre ha salido por la puerta.

Todo se detiene. Peaches está anonadado por este
faux pas
.

—El don siempre es el primero en marcharse —dice con la mayor elegancia posible.

—¿Hay algún problema? —pregunta Scachi.

—Sí —dice Callan—. Hay un problema.

O-Bop palidece como un muerto. Peaches tiene la mandíbula tan tensa que haría falta una llave inglesa Alien para desbloquearla. Demonte les está mirando como si fuera un especial del
National Geographic
. Johnny Boy solo piensa que es divertido. Scachi no.

—¿Cuál es el problema? —le pregunta con brusquedad.

Callan traga saliva.

—El problema es que tenemos gente en la calle a la que hemos dicho que matara a la primera persona que saliera por la puerta si no éramos nosotros.

Un momento de tensión.

Los dos guardias de Calabrese tienen las manos sobre sus pistolas. Scachi también, solo que su revólver del 45 está apuntando a la cabeza de Callan.

Calabrese está mirando a Callan y a O-Bop, y sacude la cabeza.

Jimmy Peaches está intentando recordar el texto exacto del acto de contrición.

Entonces Calabrese ríe.

Ríe de tan buena gana que hasta tiene que sacar un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta y secarse los ojos. Ni siquiera esto basta. Tiene que volver a sentarse. Termina de reír y mira a Scachi.

—¿A qué esperas? Dispárales. —Con idéntica rapidez—: Es broma, es broma. ¿Pensabais que saldría por esa puerta y estallaría la Tercera Guerra Mundial? Muy divertido.

Les indica que vayan hacia la puerta.

—Esta vez —dice.

Salen por la puerta y se cierra a sus espaldas. Desde el comedor del restaurante aún les oyen reír. Pasan al lado de Beth y su amiga Moira, y salen a la calle.

Ni rastro de Bobby Remington y Fat Tim Healey.

Solo un montón de Lincolns negros de esquina a esquina.

Tíos de la mafia a su alrededor.

—Jesús —dice O-Bop—. No han encontrado sitio para aparcar.

Más tarde, un lloroso Bobby les dirá que dio vueltas y vueltas a la manzana, hasta que uno de los tíos de la mafia paró el coche y les dijo que se fueran cagando leches. Cosa que hicieron.

Pero eso será más tarde.

Ahora O-Bop mira el cielo azul desde la calle.

—Sabes lo que esto significa, ¿verdad? —dice.

—No, Stevie, ¿qué significa?

—Significa —dice O-Bop al tiempo que pasa el brazo alrededor de Callan— que somos los reyes del West Side.

Los reyes del West Side.

Esa es la buena noticia.

La mala es lo que Jimmy Peaches ha hecho con los cien de los grandes que se ha quedado de las últimas voluntades y testamento de Matty Sheehan. Lo que ha hecho es comprar droga.

No la heroína habitual de la conexión habitual Turquía-Sicilia. No de la conexión de Marsella. Ni siquiera de la conexión de Laos que Santo Trafficante montó. No. Si compra a una de esas fuentes, Calabrese se enterará unos quince segundos después, y al cabo de una semana el cuerpo, ensangrentado de Jimmy Peaches dará un susto a los turistas en el Circle Line.

No, tiene que encontrar una nueva fuente.

México.

3
C
HICAS DE
C
ALIFORNIA

I wish they all could be California girls.

B
RIAN
W
ILSON
, «California Girls»

La Jolla

California

1981

Nora Hayden tiene catorce años la primera vez que uno de los amigos de su padre le tira los tejos.

La está llevando a casa después de hacer de canguro de su crío, y de repente toma su mano y la pone encima de su paquete. Ella está a punto de apartarla, pero se queda fascinada por la expresión de su cara.

Y por cómo la hace sentir.

Poderosa.

De manera que deja la mano allí. No la mueve ni nada, pero al parecer ya es suficiente, porque oye su respiración agitada y ve sus ojos, intensos y peculiares, y tiene ganas de reír, pero no quiere... pues eso... romper el hechizo.

La siguiente vez que él lo hace apoya su mano sobre la de ella Y la mueve en círculos. Ella nota que crece bajo su palma. Siente que da tirones. La expresión de él se le antoja ridícula.

Tiempo después, él frena el coche y le pide que se la saque.

Y ella, como que odia a este tipo, ¿vale?

Le da asco, pero lo hace tal como él le enseña, pero nota que es ella la que manda, no él. Porque puede parar y volver a empezar cuando le da la gana.

—No es un pene —le dice a su amiga Elizabeth—. Es una correa.

—No, es todo un cachorrito —contesta Elizabeth—. Lo mimas, lo acaricias, lo besas, le das un lugar confortable para dormir y te va a buscar cosas.

Tiene catorce años y aparenta diecisiete. Su madre se da cuenta, pero ¿qué puede hacer? Nora divide su tiempo entre su padre y su madre, y la expresión «custodia compartida» nunca ha tenido un significado más picante. Porque cada vez que va a casa de su padre, eso es lo que está haciendo él: compartiendo un joint.

Papá es una especie de rastafari blanco sin rastas ni convicciones religiosas. Papá no sabría encontrar Etiopía en un mapa de Etiopía. A él solo le gusta la hierba. Esa parte es la que comprende a la perfección.

Mamá ha superado todo eso, y ese es el principal motivo de su divorcio. Ella superó su fase hippy con creces, de hippy a yuppy, de cero a sesenta en cinco segundos. Él está pegado a sus Birkenstocks como si los tuviera pegados a los pies, pero ella continúa avanzando.

De hecho, consigue un empleo muy bueno en Atlanta y quiere que Nora vaya con ella, pero Nora, no, a menos que me enseñes la playa de Atlanta, no quiero ir. Por fin, todo acaba ante un juez que pregunta a Nora con cuál de sus padres querría vivir, y está a punto de decir «Con ninguno», pero lo que dice es «Con mi padre», de modo que cuando tiene quince años va a ir a Atlanta de vacaciones y un mes en verano.

Lo cual es soportable, porque cuenta con suficiente buena hierba.

Los chicos del colegio la llaman Nora la Putorra, pero a ella le da igual y a ellos, en realidad, también. No es tanto un término peyorativo como el reconocimiento de una realidad. ¿Qué dirías de una compañera de clase a la que van a buscar en Porsches, Mercedes y limusinas, y ninguno de ellos es de sus padres?

Nora está colocada una tarde, rellenando un estúpido cuestionario para el asesor de orientación, y debajo de «Actividades extraescolares» escribe «Mamadas». Antes de borrarlo, enseña el formulario a su amiga Elizabeth y ambas ríen.

Y esa limusina no va a entrar en el aparcamiento de Mickey D's. Ni en Burger King, Taco Bell o Jack in the Box. Nora tiene la cara y el cuerpo para exigir Las Brisas, el Inn de Laguna, El Adobe.

Si quieres a Nora, dale buena comida, buen vino, buena mierda.

Jerry el Colgao siempre tiene buena coca.

Quiere que se vaya a Cabo con él.

Pues claro. Es un traficante de coca de cuarenta y cuatro años con más recuerdos que posibilidades: ella tiene dieciséis años, con un cuerpo como la primavera. ¿Por qué no iba a querer que le acompañara a pasar un fin de semana guarro en México?

A Nora se la suda.

Other books

A Teenager's Journey by Richard B. Pelzer
Skin Deep by Sarah Makela
Don't Look Down by Suzanne Enoch
The Last Detail by Melissa Schroeder
A Heartless Design by Elizabeth Cole
Fata Morgana by William Kotzwinkle
9111 Sharp Road by Eric R. Johnston
Risky Business by Nora Roberts
Exile by Rebecca Lim