Oye la voz suave y aristocrática de Navarres.
—Dime dónde está don Pedro.
Navarres mira al campesino, un pedazo de carne sudoroso, sanguinolento y tembloroso, aovillado en el suelo de la tienda, entre los píes de dos enormes
federales
, cada uno de los cuales sujeta un trozo de manguera de goma, y el otro una vara de hierro. Los hombres de la DEA están sentados fuera, esperando a que largue. Solo quieren información. No quieren saber cómo se obtiene.
A los norteamericanos, piensa Navarres, no les gusta ver cómo se hacen las salchichas.
Cabecea en dirección a uno de los
federales
.
Adán oye el zumbido de la manguera de goma y un chillido.
—¡Dejen de golpearle! —grita.
—Ah, está de nuevo con nosotros —dice Navarres a Adán. Se acerca, y Adán percibe su aliento. Huele a menta—. Dime, ¿dónde está don Pedro?
—¡No se lo digas! —grita el
campesino
.
—Rómpele la pierna —dice Navarres.
Se oye un terrible sonido cuando el
federal
descarga la barra de hierro sobre la pantorrilla del
campesino
.
Como el de un hacha sobre la madera.
Luego chillidos.
Adán oye que el hombre gime, se atraganta, vomita, pero no dice nada.
—Ahora sí que creo que no sabe nada —dice Navarres.
Adán percibe que el
comandante
se acerca. Percibe olor a café y tabaco en el aliento del hombre, cuando el
federal
dice:
—Pero tú sí.
Arrancan la capucha de la cabeza de Adán, pero antes de que pueda ver nada, le vendan los ojos. Después nota que inclinan la silla hacia atrás, con sus pies formando un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con el suelo.
—¿Dónde está don Pedro?
—No lo sé.
Y es que no lo sabe. Ese es el problema. Adán no tiene ni idea de dónde está don Pedro, aunque lo desea con todas sus fuerzas. Se enfrenta a una dura realidad: si lo supiera, lo diría. No es tan duro como el
campesino
, piensa, ni tan valiente, ni tan leal. Antes de dejar que me rompan una pierna, antes de oír ese sonido horrible sobre mis huesos, de sentir un dolor inimaginable, les diría cualquier cosa.
Pero no lo sabe.
—La verdad es que no tengo ni idea... —dice—. No soy un
gomero
...
—Ajá.
El leve murmullo de incredulidad de Navarres.
Entonces Adán huele algo.
Gasolina.
Embuten un trapo en la boca de Adán.
Adán se revuelve, pero unas manos enormes le inmovilizan mientras vierten gasolina por las ventanas de su nariz. Experimenta la sensación de que se está ahogando, y es verdad. Quiere toser, atragantarse, pero el trapo metido en su boca no le deja. Siente que el vómito asciende hacia su garganta, y se pregunta si va a asfixiarse con una mezcla de vómitos y gasolina, cuando las manos le sueltan y la cabeza se agita con violencia de un lado a otro, y entonces le quitan el trapo y enderezan la silla.
Cuando Adán para de vomitar, Navarres repite la pregunta.
—¿Dónde está don Pedro?
—No lo sé —dice Adán con voz estrangulada. Siente que el pánico se apodera de él, que le impulsa a decir una estupidez—. Llevo dinero en los bolsillos.
Echan la silla hacia atrás y le meten de nuevo el trapo en la boca. Un chorro de gasolina inunda las ventanas de su nariz, Como si invadiera su cerebro. Espera que sea así, espera que le mate, porque es insoportable. Justo cuando cree que va a perder el conocimiento, enderezan la silla, le quitan el trapo y se vomita encima.
—¿Quién te crees que soy? —chilla Navarres—. ¿Un poli de tráfico que te ha detenido por exceso de velocidad? ¡Intentas sobornarme!
—Lo siento —jadea Adán—. Suélteme. Me pondré en contacto con usted, le pagaré lo que quiera. Fije el precio.
Hacia atrás de nuevo. El trapo, la gasolina. La espantosa, horrible sensación de los vapores que invaden las ventanas de su nariz, su cerebro, sus pulmones. Siente que su cabeza se agita, su torso se retuerce, sus pies patean el suelo de una forma incontrolable. Cuando por fin se detiene, Navarres levanta la barbilla de Adán entre el índice y el pulgar.
—
Traficante
de mierda —dice—. Crees que todo el mundo está en venta, ¿verdad? Bien, voy a decirte algo, pedazo de mierda: no puedes comprarme. No estoy en venta. No hay nada que negociar. Vas a decirme lo que quiero saber, así de sencillo.
Entonces, Adán se oye decir algo muy estúpido.
—Comemierda.
Navarres pierde los papeles.
—¿Debería comer mierda? —grita—. ¿Debería comer mierda? Traedle aquí.
Levantan a Adán, le sacan de la tienda y le arrastran hasta las letrinas, un hediondo agujero con el asiento de un váter antiguo encima. Lleno casi hasta el borde de mierda, pedazos de papel de váter, orines, moscas...
Los
federales
levantan a Adán, que se revuelve, y sostienen su cabeza sobre el agujero.
—¿Debería comer mierda? —chilla Navarres—. ¡Tú sí que comerás mierda!
Bajan a Adán hasta sumergir por completo su cabeza en la mierda.
Intenta contener el aliento. Se retuerce, se revuelve, intenta contener de nuevo el aliento, pero al final tiene que respirar en la mierda. Le sacan.
Adán tose y expulsa la mierda de su boca.
Aspira una bocanada de aire cuando vuelven a bajarle.
Cierra los ojos y la boca con fuerza, jura que morirá antes que tragar mierda de nuevo, pero sus pulmones no tardan en reclamar aire, su cerebro amenaza con estallar, abre la boca de nuevo, se ahoga con la mierda, y entonces le levantan y arrojan al suelo.
—Bien, ¿quién va a comer mierda?
—Yo.
—Limpiadle.
El chorro de agua de la manguera duele, pero Adán se siente agradecido. Está a cuatro patas, presa de náuseas y vomitando, pero la sensación del agua es maravillosa.
Una vez restablecido el orgullo de Navarres, se inclina sobre Adán casi como un padre.
—¿Y ahora... dónde está don Pedro?
—No... lo... sé —grita Adán.
Navarres sacude la cabeza.
—Llevaos al otro —ordena a sus hombres. Unos momentos después, los
federales
salen de la tienda arrastrando al
campesino
. Tiene los pantalones blancos manchados de sangre y rotos. La pierna izquierda se arrastra en un ángulo imposible, y un fragmento puntiagudo de hueso asoma de la carne.
Adán lo ve y vuelve a vomitar,
Vuelve a sentir náuseas cuando empiezan a arrastrarle hasta un helicóptero.
Art aprieta un pañuelo contra su boca.
El humo y la ceniza le están afectando, le escuecen los ojos, se le meten en la boca. Dios sabe qué mierda tóxica están absorbiendo mis pulmones, piensa.
Llega a una aldea situada en una curva de la carretera. Los
campesinos
se hallan parados al otro lado de la carretera y contemplan a los soldados, preparados para prender fuego a los techos de paja de sus
casitas
. Soldados jóvenes y nerviosos impiden que intenten recuperar sus pertenencias de las casas en llamas.
Entonces Art ve a un lunático.
Un hombre alto y corpulento, con la cabeza cubierta de pelo blanco, sin afeitar, con barba blanca de varios días, una camisa de algodón sobre unos tejanos y zapatillas de tenis, sostiene un crucifijo de madera delante de él como un mal actor en una película de vampiros de serie B. Se abre paso entre la multitud de
campesinos
y deja atrás a los soldados.
Los soldados también deben de pensar que está loco, porque se apartan y le dejan pasar. Art ve que el hombre cruza la carretera y se interpone entre dos soldados provistos de antorchas y una casa.
—¡En el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, os prohíbo hacer esto! —grita el hombre.
Será el tío chiflado de alguien, piensa Art, alguien a quien tienen recluido en casa, y que ha aprovechado el caos para escapar y —ahora vaga por ahí, dando rienda suelta a su complejo de mesías. Los dos soldados miran al hombre sin saber qué hacer.
El sargento se lo dice. Se acerca y grita que dejen de mirar como si estuvieran
fregados
y prendan fuego a la casa
chingada
. Los soldados intentan esquivar al hombre, pero este se mueve para impedirles el paso.
Se mueve rápido para estar tan gordo, piensa Art.
El sargento toma su rifle y levanta la culata hacia el loco, como con la intención de partirle el cráneo, pero el desconocido no se mueve.
El lunático no se mueve. Se queda quieto, invocando el nombre de Dios.
Art suspira, para el jeep y baja.
Sabe que no tiene que entrometerse, pero no puede permitir que le partan la cabeza a un chiflado sin intentar impedirlo. Se acerca al sargento, le dice que él se ocupará del asunto, agarra al lunático por el codo y trata de alejarle.
—Vamos,
viejo
—dice Art—. Jesús me ha dicho que quiere verte al otro lado de la carretera.
—¿De veras? —contesta el hombre—. Porque Jesús me ha dicho que te vayas a tomar por el culo.
El hombre le mira con unos ojos grises asombrosos. Art los mira y comprende al instante que ese tipo no está como una regadera, sino que se trata de algo diferente por completo. A veces ves los ojos de una persona y sabes, sin más, que la hora de las gilipolleces ha terminado.
Estos ojos han visto cosas, y no se han estremecido ni inmutado.
El hombre mira las letras DEA en la gorra de Art.
—¿Orgulloso de ti mismo? —pregunta.
—Solo estoy haciendo mi trabajo.
—Y yo estoy haciendo el mío.
Se vuelve hacia los soldados y vuelve a ordenarles que paren y desistan.
—Escuche —dice Art—, no quiero que le hagan daño.
—Pues cierra los ojos. —El hombre se fija en la expresión consternada de Art—. No te preocupes —añade—, no me tocarán. Soy un cura. Un obispo, en realidad.
¿Un obispo?, piensa Art. ¿Vete a tomar por el culo? ¿Qué clase de cura... perdón, obispo, utiliza ese tipo de...?
Una ráfaga de ametralladora interrumpe sus pensamientos.
Art oye el pop-pop-pop sordo de un AK-47 y se arroja al suelo, lo más pegado al suelo posible. Levanta la vista y ve que el cura sigue de pie, como un árbol solitario en una pradera, mientras todos los demás han mordido el polvo, con la cruz en alto, gritando hacia las colinas, ordenando que dejen de disparar.
Es una de las cosas más increíbles y valientes que Art ha visto en su vida.
O estúpida, o loca.
Mierda, piensa Art.
Se pone de rodillas, salta hacia las piernas del cura, le obliga a caer y lo inmoviliza.
—Las balas no saben que es un cura —le dice.
—Dios me llamará cuando llegue mi hora —replica el cura.
Bien, pues Dios casi acaba de descolgar el teléfono, piensa Art. Se queda tirado en el suelo al lado del cura hasta que el tiroteo cesa, después se arriesga a levantar la vista y observa que los soldados han empezado a alejarse de la aldea, en dirección al origen de los disparos.
—¿No te sobrará un cigarrillo? —pregunta el cura.
—No fumo.
—Puritano.
—Le matará —dice Art.
—Todo lo que me gusta me matará —replica el cura—. Fumo, bebo, como demasiado. Sublimación sexual, supongo. Soy el obispo Parada. Puedes llamarme padre Juan.
—Está usted loco, padre Juan.
—Cristo necesita de locos —dice Parada al tiempo que se pone en pie y se sacude el polvo. Pasea la vista a su alrededor y sonríe—. Y el pueblo sigue en su sitio, ¿verdad?
Sí, piensa Art, porque los
gomeros
empezaron a disparar.
—¿Tiene nombre? —pregunta el cura.
—Art Keller.
Le tiende la mano. Parada la acepta.
—¿Por qué estás quemando mi país, Art Keller? —pregunta.
—Como ya he dicho, estoy...
—Haciendo tu trabajo —dice Parada—. Un trabajo de mierda, Arturo.
Ve que Art reacciona al «Arturo».
—Bien, eres medio mexicano, ¿verdad? —pregunta Parada.
—Por parte de madre.
—Yo soy medio norteamericano —dice Parada—. Nací en Texas. Mis padres eran
mojados
, obreros emigrantes. Me trajeron a México cuando todavía era un bebé, lo cual me convierte, técnicamente, en ciudadano estadounidense. En texano, nada menos.
—Sí.
«Engánchalos por los cuernos.»
Una mujer llega corriendo y se pone a hablar con Parada. Está llorando, y habla tan deprisa que a Art le cuesta entenderla. No obstante, capta algunas palabras:
padre Juan y federales
y
tortura
...
Parada se vuelve hacia Art.
—Están torturando a la gente en un campamento cercano. ¿Puedes conseguir que paren?
Es probable que no, piensa Art. Es el procedimiento habitual en Cóndor. Los
federales
los afinan, y cantan para nosotros.
—Padre, no estoy autorizado a interferir en los asuntos internos de...
—No me trates como si fuera idiota —interrumpe el cura. Lo dice en un tono autoritario que obliga a Art Keller a escuchar—. Vámonos.
Se dirige al jeep de Art y se sube.
—Mueve el culo.
Art sube y pone el motor en marcha.
Cuando llegan al campamento base, Art ve a Adán sentado en la parte posterior de un helicóptero abierto, con las manos atadas a la espalda. A su lado está tendido un
campesino
con una espantosa fractura.
El helicóptero está a punto de despegar. Los rotores están girando, arrojan guijarros y polvo a la cara de Art. Salta del jeep, se agacha debajo de los rotores y corre hacia el piloto, Phil Hansen.
—¿Qué coño pasa, Phil? —grita Art.
Phil le sonríe.
—¡Dos pájaros!
Art reconoce la expresión: cazas dos pájaros. Uno vuela, el otro canta.
—¡No! —diceArt. Señala a Adán con el pulgar—. ¡Este tipo es mío!
—¡Que te den por el culo, Keller!
Sí, que me den por el culo, piensa Art. Mira en la parte posterior del helicóptero, donde Parada ya está atendiendo al campesino de la pierna rota. El cura se vuelve hacia Art con una mirada que es una pregunta y una exigencia al mismo tiempo.
Art sacude la cabeza, saca la 45, la amartilla y la apunta a la cara de Hansen.
—No vas a despegar, Phil.
Art oye que los
federales
alzan sus rifles y las balas entran en las recámaras.