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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (16 page)

BOOK: El poder del perro
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México

1984

Art Keller ve aterrizar el DC-4.

Ernie Hidalgo y él están sentados en un coche, sobre una loma que domina el aeropuerto de Guadalajara. Art continúa mirando mientras los
federales
mexicanos ayudan a bajar el cargamento.

—Ni siquiera se molestan en cambiarse el uniforme —comenta Ernie.

—¿Para qué? —pregunta Art—. Están trabajando, ¿no?

Art tiene los prismáticos de visión nocturna enfocados en una pista de carga y descarga que nace lateralmente de la pista principal. En el lado más próximo de la pista, unos cuantos hangares de carga y algunos cobertizos pequeños hacen las veces de oficinas de las compañías de transporte aéreo. Hay camiones aparcados frente a los hangares, y los
federales
transportan cajas desde el avión hasta la parte posterior de los camiones.

—¿Estás grabando esto? —pregunta a Ernie.

—¿A ti qué te parece? —contesta Ernie. El motor eléctrico de su cámara zumba. Ernie creció entre las bandas de El Paso, vio los efectos que causaba la droga en su barrio y quiso hacer algo para solucionarlo. Cuando Art le ofreció el trabajo de Guadalajara, no dudó ni un momento—. ¿Qué crees que habrá en esas cajas?

—¿Galletas Oreo? —sugiere Art.

—¿Zapatillas Bunny?

—Sabemos lo que no es —dice Art—. No es cocaína, porque...

Ambos terminan la frase:

—... «¡No hay coca en México!».

Ríen de este chiste compartido, un cántico ritual, una traducción sarcástica de la frase oficial que les dijeron sus jefes de la DEA. Según los peces gordos de Washington, los aviones llenos de coca que han aterrizado con más regularidad y frecuencia que la United Airlines son producto de la imaginación de Art Keller.

La creencia popular es que el tráfico de drogas mexicano fue destruido durante los días de la Operación Cóndor. Eso afirma el informe oficial, eso afirma la DEA, eso afirma el Departamento de Estado... y ninguno de los antes mencionados necesita que Art Keller invente fantasías sobre «cárteles» de droga mexicanos.

Art sabe lo que dicen de él. Que se está convirtiendo en un auténtico coñazo, enviando informes mensuales, intentando inventar una Federación a partir de una pandilla de paletos de Sinaloa que fueron expulsados de las montañas hace nueve años. Dando la lata a todo el mundo con un puñado de Frito Banditos que trafican con un poco de marihuana y tal vez un poco de heroína, cuando lo que tiene que tener claro es que hay una epidemia de crack que asola las calles de Estados Unidos, y procede de Colombia, no del puto México.

Incluso enviaron a Tim Taylor desde Ciudad de México para decirle que se metiera la lengua en el culo. El hombre al mando de todo el funcionamiento de la DEA en México reunió a Art, a Ernie Hidalgo y a Shag Wallace en el cuarto interior de la oficina de la DEA en Guadalajara.

—No estamos donde está la acción —dijo—. Tenéis que asumir que en lugar de inventar.

—No estamos inventando nada —dijo Art.

—¿Dónde están las pruebas?

—Estamos en ello.

—No —dijo Taylor—. No estáis en ello. No hay ningún trabajo que hacer. El fiscal general de Estados Unidos ha anunciado al Congreso...

—Leí el discurso.

—... que el problema de la droga mexicana ha terminado. ¿Tenéis la intención de dejar como un capullo al fiscal general?

—Creo que se las puede arreglar sin mi ayuda.

—Me encargaré de repetirle tu frase, Arthur —dijo Taylor—. No vas a ir, repito, no vas a ir persiguiendo nieve inexistente por todo México. ¿Ha quedado claro?

—Claro —dijo Art—. Si alguien intenta venderme cocaína mexicana, solo debo decir no.

Tres meses después, está viendo a
federales
inexistentes cargar cocaína inexistente en camiones inexistentes que entregarán la cocaína a miembros inexistentes de la Federación inexistente.

Es la Ley de las Consecuencias No Previstas, piensa Art mientras observa a los
federales
. La Operación Cóndor pretendía extirpar de México el cáncer de Sinaloa, pero lo que consiguió fue propagarlo por todo el cuerpo. Hay que reconocer el mérito de los tipos de Sinaloa: la reacción a su pequeña diáspora fue genial. En algún momento se dieron cuenta de que su producto real no eran las drogas, sino la frontera de tres mil kilómetros que comparten con Estados Unidos, y su capacidad de pasar contrabando a través de ella. La tierra puede quemarse, las cosechas envenenarse, la gente desplazarse, pero esa frontera, esa frontera no se va a ir a ninguna parte. Un producto que podría valer unos centavos a cinco centímetros de la frontera vale miles a cinco centímetros del otro lado.

El producto (a pesar de la DEA, el Estado y el gobierno mexicano) es la cocaína.

La Federación llegó a un acuerdo muy sencillo y ventajoso con los cárteles de Cali y Medellín: los colombianos pagan mil dólares por cada kilo de cocaína que los mexicanos les entregan en Estados Unidos. Básicamente, la Federación abandonó el negocio de cultivar droga y lo cambió por el negocio del transporte. Los mexicanos reciben el cargamento de coca de los colombianos, lo transportan a zonas de almacenamiento cercanas a la frontera, lo trasladan a pisos francos de Estados Unidos, lo devuelven a los colombianos y reciben sus mil pavos por kilo. Los colombianos lo trasladan a sus laboratorios y lo convierten en crack, y su mierda está en las calles al cabo de unas semanas, a veces días, de abandonar Colombia.

No a través de Florida (la DEA ha estado castigando esas rutas como un mulo alquilado), sino a través de la descuidada «puerta trasera» de México.

La Federación, piensa Art, cuando tiene que aparecer al otro lado de la noche a la mañana.

Pero ¿cómo?, se pregunta. Hasta él tiene que admitir que su teoría plantea algunos problemas. ¿Cómo volar en un avión subrepticiamente desde Colombia a Guadalajara, atravesando un territorio de América Central que no solo está vigilado por la DEA sino también, gracias a la presencia del régimen comunista sandinista en Nicaragua, por la CIA? Satélites espía, Sistemas Integrados de Vigilancia Aérea, nada capta esos vuelos.

Además, está el problema del combustible. Un DC-4, como el que está viendo en este momento, no tiene capacidad de almacenar combustible suficiente para efectuar el vuelo sin escalas. Tiene que parar y repostar. Pero ¿dónde? No parece posible, como sus jefes le han subrayado alegremente.

Bien, sí, puede que sea imposible, piensa Art. Pero allí está el avión, cargado de cocaína. Tan real como la epidemia de crack que está causando tanto dolor en los guetos norteamericanos. Así sé que lo estáis haciendo, piensa Art, mientras contempla el avión. Lo que no sé es cómo.

Pero voy a averiguarlo.

Y después voy a demostrarlo.

—¿Qué es eso? —pregunta Ernie.

Un Mercedes negro se acerca a la oficina. Unos
federales
se acercan corriendo para abrir la puerta trasera del coche, y un hombre alto y delgado vestido de negro baja. Art distingue el fulgor de un puro, mientras el hombre atraviesa el cordón de
federales
y entra en la oficina.

—Me pregunto si es él —dice Ernie.

—¿Quién?

—El mítico M-1 en persona —dice Ernie.

«M-1» es el mote mexicano del jefe inexistente de la Federación inexistente.

La información que Art ha conseguido reunir a lo largo de los últimos años es que la Federación de M-l, como la Galia de César, está dividida en tres partes: los estados del Golfo, Sonora y Baja. Juntos, abarcan la frontera de Estados Unidos. Cada uno de estos tres territorios está dirigido por un hombre de Sinaloa que fue expulsado de su provincia natal por la Operación Cóndor, y Art ha conseguido poner nombre a los tres.

El Golfo: García Ábrego.

Sonora: Chalino Guzmán, alias el Verde.

Baja: Güero Méndez.

En la cúspide de este triángulo, con base en Guadalajara: M-l.

Pero no pueden ponerle un nombre o un rostro.

Pero tú sí, ¿verdad, Art?, se pregunta. En el fondo, sabes quién es el patrón de la Federación. Tú le ayudaste a prosperar.

Art observa la pequeña oficina a través de sus prismáticos de visión nocturna, los enfoca en el hombre que está sentado ahora detrás de un escritorio. Viste un traje negro clásico, camisa blanca con el cuello abotonado, sin corbata. El pelo negro, algo veteado de gris, está peinado hacia atrás. Su rostro moreno y delgado exhibe un fino bigotillo, y fuma un puro delgado.

—Míralos —dice Ernie—. Actúan como en una visita papal. Nunca he visto a este tipo, ¿verdad?

—No —dice Art al tiempo que baja los prismáticos—, no lo he visto.

Al menos, desde hace nueve años.

Pero Tío no ha cambiado mucho.

Althea está durmiendo cuando Art vuelve a su casa alquilada del distrito de Tlaquepaque, un barrio residencial de casas unifamiliares, tiendas de ropa y restaurantes de moda.

¿Cómo no va a estar dormida?, se pregunta Art. Son las tres de la mañana. Ha dedicado las dos últimas horas a la farsa de seguir a M-1 para descubrir su identidad. Bien, lo hicieron con habilidad, piensa Art. Ernie y él habían seguido el Mercedes negro desde que salió a la autopista que conducía al centro de Guadalajara. Atravesaron el barrio del centro histórico y dejaron atrás la plaza de Armas, la plaza de la Liberación, la plaza de la Rotonda de los Hombres y la plaza Tapatía, en cuyo centro se halla la catedral. Después entraron en el barrio comercial moderno y regresaron hacia las zonas residenciales, donde el Mercedes negro paró por fin ante un concesionario automovilístico.

Coches de lujo. Importados de Alemania.

Se habían detenido a una manzana de distancia y esperado mientras Tío entraba en la oficina, salió unos minutos después con un llavero y subió a un Mercedes 510 nuevo, esta vez sin chófer ni guardias. Le siguieron hasta el barrio rico de las casas con jardín, donde Tío entró en un camino de acceso, bajó del coche y entró en la casa.

Un ejecutivo más que vuelve tarde a casa después de una dura jornada de trabajo.

Bien, piensa Art, por la mañana me entregaré a otra farsa, entraré el concesionario y la dirección de la casa en el sistema, con el fin de conseguirla identidad de nuestro presunto M-1.

Miguel Ángel Barrera.

Tío Ángel.

Art entra en el comedor, abre el armario de las bebidas y se sirve un Johnnie Walker Etiqueta Negra. Coge su copa, avanza por el pasillo y echa un vistazo a sus hijos. Cassie tiene cinco años y se parece, gracias a Dios, a su madre. Michael tiene tres y también se parece a Althea, aunque tiene la complexión de Art. Althea está entusiasmada por el hecho de que, gracias a un ama de llaves mexicana y una niñera mexicana, los niños serán bilingües. Michael ya pide
pan
, y también
agua
.

Art entra de puntillas en la habitación de cada uno, les da un beso en la mejilla, y después vuelve por el largo pasillo, atraviesa el dormitorio principal y entra en el cuarto de baño contiguo, donde se da una larga ducha.

Si Althie significó una fisura en la Doctrina de Art del YOYO, los niños fueron una bomba de hidrógeno. En cuanto vio nacer a su hija, y después en los brazos de Althie, supo que su cascarón de «lobo solitario» había volado por los aires. Cuando llegó su hijo, no fue mejor, sino diferente, al mirar aquella versión en pequeño de sí mismo. Y una epifanía: la única forma de redimirse de haber tenido un mal padre es ser uno bueno.

Y él lo ha sido. Un padre amante y cariñoso para sus hijos. Un marido fiel y cariñoso para su esposa. Algo de la rabia y amargura de su juventud se han desvanecido, y solo han dejado esto, ese rollo con Tío.

Porque Tío me utilizó en los días del Cóndor. Me utilizó para eliminar a sus rivales y montar su Federación. Jugó conmigo, me hizo creer que iba a destruir la red de la droga, cuando lo único que estaba haciendo era ayudarle a montar una más grande y mejor.

Asúmelo, piensa, mientras deja que el chorro caiga sobre sus hombros cansados, por eso has vuelto.

Su elección de destino había extrañado, este remanso de Guadalajara, sobre todo para el héroe de la Operación Cóndor. Acabar con don Pedro disparó su carrera. Fue de Sinaloa a Washington, después a Miami, después a San Diego. Art Keller, el Chico Prodigio, iba a ser, a los treinta y tres años, el ARM (Agente Residente al Mando) de la agencia. Podía elegir el lugar que le apeteciera.

Todo el mundo se quedó estupefacto cuando eligió Guadalajara.

Expulsó su carrera del carril de aceleración y la hizo descarrilar.

Colegas, amigos, rivales ambiciosos, se preguntaron por qué.

Art no lo dijo.

Ni siquiera a sí mismo.

Que tenía asuntos pendientes.

Y tal vez debería dejarlo así, piensa, mientras sale de la ducha coge una toalla y se seca.

Sería tan fácil dar marcha atrás y atenerse a la línea de la compañía... Conformarse con los traficantes de marihuana de poca monta que los mexicanos quieren entregarte, rellenar obedientemente informes acerca de que el esfuerzo mexicano antidroga está dando sus frutos (lo cual no deja de tener su gracia, teniendo en cuenta que los aviones defoliantes mexicanos pagados por Estados Unidos están arrojando sobre todo agua; de hecho, están regando las plantaciones de marihuana y amapolas), y disfrutar de la vida.

Nada de investigaciones sobre M-1, nada de revelaciones acerca de Miguel Ángel Barrera.

Es agua pasada, piensa. Déjalo estar.

No hay que besar a la cobra.

Sí, hay que hacerlo.

Te está reconcomiendo desde hace nueve años. Toda la destrucción, todo el sufrimiento, toda la muerte provocada por la Operación Cóndor, todo para que Tío pudiera montar su Federación con él a la cabeza. La Ley de las Consecuencias No Previstas. Era justo lo que Tío había planeado, planificado, organizado.

Te utilizó, te lanzó como a un perro sobre sus enemigos, y lo hiciste.

Después no dijiste nada al respecto.

Mientras te ensalzaban como a un héroe, te daban palmaditas en la espalda y te dejaban entrar en el equipo. Patético hijo de puta, eso era lo único importante, ¿verdad? Estabas desesperado por ser uno de ellos.

Vendiste tu alma a cambio.

Ahora crees que puedes recuperarla.

Olvídalo. Tienes una familia a la que cuidar.

Se mete en la cama, intenta no despertar a Althea, pero no lo consigue.

—¿Qué hora es? —pregunta ella.

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