El poder del perro (58 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El poder del perro
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Justo entonces ve la luz de una linterna parpadear tres veces.

Hace parpadear la suya dos veces, quita el seguro de su revólver y se interna en el cañón, la linterna en una mano, la pistola en la otra. Al cabo de un minuto distingue dos figuras, una alta y gruesa, la otra baja y mucho más delgada.

El cura tiene aspecto desdichado. No lleva sotana ni alzacuello, sino una sudadera Nike con capucha, vaqueros y zapatillas de deporte. Muy apropiado, piensa Art.

Parece aterido y asustado.

—¿Padre Rivera? —pregunta Art.

Rivera asiente.

Ramos la da una palmada en la espalda.

—Ánimo, padre. Ha elegido bien. Los Barrera le habrán matado tarde o temprano.

Eso era lo que querían que creyera, al menos. Fue Ramos, a instancias de Art, quien se encargó de abordarle. Encontró al cura corriendo como todas las mañanas, se acercó a su lado y le preguntó si le gustaba respirar aire puro, y si quería seguir respirándolo. Después le enseñó las fotos de algunos de los hombres que Raúl había torturado hasta la muerte, y añadió en tono risueño que, como era cura y todo eso, quizá se limitarían a pegarle un tiro.

Pero no pueden dejarle vivir, padre, le había dicho Ramos. Sabe demasiado. Miserable, mentiroso, lameculos. Puedo salvarle, no obstante, añadió Ramos cuando el hombre se puso a llorar. Pero tiene que ser pronto, esta noche, y tendrá que confiar en mí.

—Tiene razón —dice Art.

Cabecea en dirección a Ramos, y si los ojos de un hombre pueden sonreír satisfechos, los ojos de Ramos están sonriendo satisfechos.


Adiós, viejo
—le dice Ramos a Art.


Adiós
, viejo amigo.

Art toma a Rivera por la muñeca y le guía con dulzura hacia su vehículo. El cura deja que le conduzca como a un niño.

Chalino Guzmán, alias el Verde,
patrón
del cártel de Sonora, llega a su restaurante favorito de Ciudad Juárez para desayunar. Va cada mañana para tomar sus
huevos rancheros
con
tortillas
de harina, y si no fuera por las características botas de piel de lagarto verdes, cualquiera diría que es un granjero más que apenas vive de una tierra roja calcinada por el sol.

Pero los camareros saben quién es. Le conducen hasta su mesa habitual en el patio y le llevan café y el periódico de la mañana. Y sacan termos con café a sus
sicarios
, que esperan en coches aparcados delante del restaurante.

Justo al otro lado de la frontera se encuentra la ciudad texana de El Paso, a través de la cual el Verde pasa toneladas de cocaína, marihuana y algo de heroína. Se sienta y mira el periódico. No sabe leer, pero finge que sí, y en cualquier caso le gusta mirar las fotos.

Mira por encima del periódico y ve que uno de sus
sicarios
se acerca a un Ford Bronco aparcado delante para decirle que se mueva. El Verde se enfada un poco. Casi todos los residentes conocen las normas de esta hora de la mañana. Debe de ser un forastero, piensa, mientras el
sicario
llama con los nudillos a la ventanilla.

Entonces la bomba estalla y hace pedazos al Verde.

Don Francisco Unzueta, alias García Abrego, jefe del cártel del Golfo y
patrón
de la Federación, cabalga un corcel de color tostado con crin y cola blancas al frente del desfile del festival anual de su pequeño pueblo de Coquimatlán. El corcel trota, sus cascos repiquetean sobre los adoquines de la estrecha calle, y él va vestido de
vaquero
, tal como corresponde
al patrón
del pueblo. Describe un arco con su sombrero enjoyado para contestar a los vítores.

Desde luego que le vitorean. Don Francisco ha construido la clínica del pueblo, la escuela, el patio de recreo. Incluso pagó el aire acondicionado de la nueva comisaría de policía.

Sonríe a la gente y agradece elegantemente su gratitud y amor. Reconoce a algunos individuos de entre la multitud y procura saludar a los niños. No ve el cañón de una ametralladora M-60, que asoma por la ventana de un segundo piso.

La primera ráfaga de balas calibre 50 se lleva su sonrisa, junto con el resto de la cara. La segunda le destroza el pecho. El caballo relincha de terror, se encabrita y corcovea.

La mano muerta de Abrego continúa sujetando las riendas.

Mario Aburto, un mecánico de veintitrés años, espera entre la inmensa multitud aquel día, en el barrio pobre de Lomas Taurinas, cerca del aeropuerto de Tijuana.

Lomas Taurinas es una colonia de cabañas y chozas improvisadas, en una cañada de las montañas desnudas y fangosas que flanquean el lado este de Tijuana. En Lomas Taurinas, cuando no te estás atragantando con el polvo, estás resbalando en el barro que desciende desde las colinas erosionadas, y a veces se lleva las chozas con él. Hasta hace poco, el agua corriente significaba que construías tu choza sobre uno de los miles de riachuelos (agua que corre literalmente a través de tu casa), pero la
colonia
recibió en fecha reciente cañerías de agua y electricidad como recompensa a su lealtad al PRI. De todos modos, gran parte del suelo embarrado es una cloaca abierta al aire libre y un vertedero que poco a poco se va llenando.

Luis Donaldo Colosio está flanqueado por quince soldados de paisano del Estado Mayor, los guardaespaldas del presidente. Un escuadrón especial de ex policías de Tijuana, contratados para fortalecer la seguridad en las paradas de la campaña electoral, se halla diseminado entre la muchedumbre. El candidato habla desde un camión de mudanzas aparcado en una especie de anfiteatro natural situado en el fondo de la cañada.

Ramos vigila desde la pendiente, con sus hombres apostados en diferentes puntos del anfiteatro. Es una tarea difícil, la multitud es numerosa, estridente y fluida como barro. La gente se había apiñado alrededor del Chevy Blazer rojo cuando avanzó poco a poco por una calle hasta entrar en el barrio, y le preocupa a Ramos que ocurra lo mismo cuando Colosio se marche.

—Se va a armar un pollo —dice para sí.

Pero Colosio no vuelve al coche cuando termina el discurso.

En cambio, decide ir a pie.

«Nadar entre la gente», como dice él.

—¿Que va a hacer qué? —grita Ramos por la radio al general Reyes, el jefe de la guardia del ejército.

—Va a ir a pie.

—¡Está loco!

—Es lo que él quiere.

—¡Si hace eso, no podremos protegerle! —dice Ramos.

Reyes es miembro del Estado Mayor mexicano y segundo de a bordo de la guardia personal del presidente. No va a aceptar órdenes de un piojoso poli de Tijuana.

—Su trabajo no es protegerle —resopla—. Nosotros somos los responsables.

Colosio escucha la conversación.

—¿Desde cuándo necesito protección del pueblo? —pregunta.

Ramos ve impotente cómo Colosio se zambulle en un mar de gente.

—¡La cabeza alta! ¡La cabeza alta! —grita por radio a sus hombres, pero sabe que pueden hacer poca cosa. Aunque sus hombres son estupendos tiradores, apenas pueden ver a Colosio entre la muchedumbre, y mucho menos abatir a un posible asesino. No solo no pueden ver, sino que apenas pueden oír, pues los altavoces montados sobre el camión empiezan a emitir a toda pastilla
cumbias
de Baja.

Ramos no oye el disparo.

Apenas ve a Mario Aburto abrirse paso entre los guardaespaldas, agarrar a Colosio por el hombro derecho, apoyar la pistola del 38 contra su sien derecha y apretar el gatillo.

Ramos empieza a bajar mientras se desata el caos.

Algunas personas se apoderan de Aburto y empiezan a golpearle.

El general Reyes toma al caído Colosio en sus brazos y lo lleva hasta un coche. Uno de sus hombres, un comandante de paisano, agarra a Aburto del cuello de la camisa y lo arrastra a través de la multitud. La sangre mancha el cuello del mayor cuando alguien golpea con una piedra a Aburto en la cabeza, pero el escuadrón del Estado Mayor rodea al mayor como los defensores rodean a un corredor en un partido de rugby, se abre paso por la fuerza entre la muchedumbre y mete al asesino en un Suburban negro.

Mientras Ramos avanza hacia el Suburban, ve que una ambulancia ha conseguido llegar, y ve que Reyes y sus hombres introducen a Colosio en la parte trasera. Es entonces cuando Ramos ve la segunda herida en el costado izquierdo de Colosio. Le han disparado dos veces, no una.

La sirena de ambulancia aúlla mientras se aleja.

El Suburban negro se dispone a seguirla, pero Ramos alza a Esposa y apunta al comandante sentado en el asiento delantero.

—¡Policía de Tijuana! —grita—. ¡Identifíquese!

—¡Estado Mayor! No se entrometa —grita el comandante.

Desenfunda la pistola.

Una mala idea. Doce rifles de la policía de Tijuana apuntan a su cabeza.

Ramos se acerca al coche por el lado del pasajero. Ve al presunto asesino en el suelo del asiento trasero, entre tres soldados de paisano que le están dando puñetazos y patadas.

Ramos mira al comandante.

—Abra la puerta, voy a subir.

—Y una mierda.

—¡Quiero que ese hombre llegue vivo a la comisaría de policía!

—¡No es asunto suyo! ¡No se entrometa!

Ramos se vuelve hacia sus hombres.

—¡Si el coche se mueve, matadles!

Levanta a Esposa y destroza con la culata la ventanilla del pasajero. Mientras el comandante se agacha, Ramos introduce la mano, abre la puerta y sube. Tiene apuntado el cañón de Esposa al estómago del comandante. El comandante tiene apuntada su pistola a la cara de Ramos.

—¿Qué pasa? —pregunta el comandante—. ¿Cree que soy Jack Ruby?

—Solo estoy comprobando que no. Quiero que este hombre llegue vivo a la comisaría de policía.

—Vamos a llevarle al cuartel general de la policía federal —dice el comandante.

—Mientras llegue vivo —repite Ramos.

El comandante baja la pistola.

—Vámonos —ordena al conductor.

Una muchedumbre llega al hospital general de Tijuana antes que la ambulancia de Colosio. La gente llorosa se ha congregado en la escalinata, solloza, grita el nombre de Colosio y exhibe su foto. La ambulancia entra a Colosio por la puerta de atrás y le conducen a un quirófano. Un helicóptero ha aterrizado en la calle, con los rotores girando, dispuesto a transportar al hombre herido a un centro especial que hay en San Diego, al otro lado de la frontera.

El cual nunca llega a utilizarse.

Colosio ha fallecido.

Bobby.

Se parece demasiado a Bobby, piensa Art.

El pistolero solitario, el chiflado enajenado, aislado. Las dos heridas, una en la sien derecha, otra en el costado izquierdo.

—¿Cómo lo hizo Aburto? —pregunta a Shag—. ¿Dispara a boca-jarro a la sien derecha de Colosio, y después otra vez en el lado izquierdo del estómago? ¿Cómo?

—Igual que Robert E Kennedy —contesta Shag—. La víctima se da la vuelta cuando le alcanza la primera bala.

Shag lo demuestra, echa la cabeza hacia atrás con brusquedad y gira a la izquierda mientras cae al suelo.

—Eso está muy bien —dice Art—, solo que la trayectoria de las balas han llegado de direcciones opuestas.

—Ah, ya estamos.

—De acuerdo —dice Art—. Hacemos una redada en el túnel de Güero y está relacionado con los hermanos Fuentes, que son grandes partidarios de Colosio. Después Colosio va a Tijuana, territorio de los hermanos Barrera, y lo matan. Dime que estoy loco, Shag.

—No creo que estés loco —dice Shag—. Pero creo que estás obsesionado con los Barrera desde.

Calla. Clava la vista en la mesa.

Art termina por él.

—Desde que asesinaron a Ernie.

—Sí.

—¿Y tú no?

—Sí —admite Shag—. Quiero cargármelos a todos, a los Barrera y a Méndez, pero, jefe, en algún momento, o sea... En algún momento tienes que dejarlo correr.

Tiene razón, piensa Art.

Claro que tiene razón. Y me gustaría dejarlo correr. Pero querer y poder son dos cosas muy diferentes, y dejar correr esta «obsesión con los Barrera», como dice Art, es algo que no puedo hacer.

—Voy a decirte una cosa: cuando las cosas se calmen, descubriremos que los Barrera estaban detrás de esto.

No me cabe la menor duda.

Güero Méndez está tendido en una camilla en un hospital privado, donde tres de los mejores cirujanos plásticos de México están preparados para darle una cara nueva. Una cara nueva, piensa, pelo teñido, un nombre nuevo, y podré reanudar mi guerra contra los Barrera.

Una guerra que ganará sin duda, con el nuevo presidente de su lado.

Se recuesta sobre la almohada cuando la enfermera le prepara.

—¿Está preparado para dormir? —pregunta.

Asiente. Preparado para dormir, y para despertar convertido en un hombre nuevo.

La mujer coge una jeringa, quita el taponcito de goma y apoya la aguja contra una vena de su brazo, y después empuja el émbolo. Le acaricia la cara mientras la droga empieza a surtir efecto.

—Colosio ha muerto —dice entonces en voz baja.

—¿Qué ha dicho?

—Tengo un mensaje de Adán Barrera. Su hombre, Colosio, ha muerto.

Güero intenta levantarse, pero su cuerpo no obedece a su mente.

—Esto se llama Dormicum —dice la enfermera—. Una dosis masiva. Podría llamarse «inyección letal». Esta vez, cuando sus ojos se cierren, no volverán a abrirse.

Güero intenta chillar, pero su boca no emite ningún sonido. Lucha por mantenerse despierto, pero nota que se le escapa todo, la conciencia, la vida. Forcejea con las correas, intenta liberar una mano para quitarse la mascarilla y pedir auxilio, pero sus músculos no responden. Ni siquiera su cuello gira para negar con la cabeza, no, no, no, mientras su vida se le escapa.

—Los Barrera dicen que se pudra en el infierno —oye decir a la enfermera como desde una distancia infinita.

Dos guardias empujan un carrito de la lavandería, lleno de sábanas y mantas limpias, hasta la suite de celdas de Miguel Ángel Barrera, en la prisión de Almoloya.

Tío se sube, los guardias le cubren con una sábana y le sacan del edificio, cruzan los patios y salen por la puerta.

Así de sencillo, así de fácil.

Tal como estaba prometido.

Miguel Ángel baja del carrito y camina hasta una furgoneta que lo aguarda.

Doce horas después vive retirado en Venezuela.

Tres días antes de Navidad, Adán se arrodilla ante el cardenal Antonucci en su estudio privado de Ciudad de México.

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