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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (27 page)

BOOK: El poder del perro
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—Se pondrá bien —dice.

Gracias a Dios, piensa Art, porque un civil muerto jodería el trato, cogido con alfileres. Consulta su reloj cuando dan las cinco; el comando debe ser de primer orden, porque en aquel preciso segundo Art oye un estallido sordo cuando una carga explosiva vuela el portal del muro.

Ramos mira a Art.

—Su pistola.

—¿Qué?

—Es mejor que lleve la pistola en la mano.

Art hasta ha olvidado que llevaba una. La desenfunda y corre detrás de Ramos, atraviesa la puerta volada y entra en el jardín. Deja atrás las dependencias del servicio, donde los aterrados trabajadores están tendidos en el suelo, apuntados con un M-16 por uno de los comandos. Mientras Art corre hacia la casa principal intenta recordar el diagrama, pero la descarga de adrenalina ha borrado su memoria, y entonces piensa: A la mierda, y sigue a Ramos, que corre con agilidad delante de él, con Esposa balanceándose en su cadera.

Art mira hacia lo alto del muro, donde tiradores vestidos de negro están apostados como cuervos, con los rifles apuntados a los terrenos del complejo, preparados para abatir a cualquiera que intente huir. Entonces, de repente, se encuentra delante de la casa principal, Ramos le agarra y le empuja al suelo cuando se oye otra explosión y el sonido de la madera al astillarse, en el momento en que la puerta principal salta por los aires.

Ramos vacía medio cargador en el hueco.

Después entra.

Art le sigue.

Intenta recordar: El dormitorio, ¿dónde está el dormitorio?

Pilar se incorpora y grita cuando irrumpen por la puerta.

Se tapa los pechos con la sábana y vuelve a gritar.

Tío (Art no da crédito a sus ojos, todo es demasiado surrealista) está escondido debajo de las sábanas. Se ha tapado la cabeza como un niño pequeño, como pensando: «Si no puedo verlos, ellos no pueden verme a mí», pero Art sí que le ve. Art es todo adrenalina. Tira de las sábanas, le levanta como si fuera unas pesas y le arroja de bruces sobre el suelo de parquet.

Tío no está con el culo al aire, sino que lleva unos pantalones cortos negros de seda, y Art siente que se deslizan a lo largo de su pierna cuando planta la rodilla en la región lumbar de Tío, agarra su barbilla y le levanta la cabeza lo suficiente para que su cuello amenace con partirse, y después apoya el cañón de la pistola en su sien derecha.

—¡No le haga daño! —grita Pilar—. ¡Yo no quería que le hicieran daño!

Tío libera la barbilla de la presa de Art y tuerce el cuello para mirar a la chica. La única palabra que pronuncia destila odio en estado puro.

—Chocho.

La chica palidece, con expresión aterrorizada.

Art empuja la cara de Tío contra el suelo. La sangre de la nariz rota de Tío se vierte sobre la madera pulida.

—Vamos, tenemos que darnos prisa —dice Ramos.

Art saca las esposas del cinturón.

—No le esposes —dice Ramos, sin disimular la irritación de su voz.

Art parpadea.

Entonces comprende: no se dispara contra un hombre que intenta escapar si va esposado.

—¿Quieres liquidarle aquí o fuera? —pregunta Ramos.

Eso es lo que espera que haga, piensa Art, disparar contra Barrera. Cree que insistí en sumarme a la incursión, para poder hacer eso. La cabeza le da vueltas cuando cae en la cuenta de que tal vez todo el mundo espera que haga eso. Todos los tíos de la DEA, Shag, sobre todo Shag, esperan que se ciña al viejo código de que a un asesino de polis no le llevas de vuelta a casa, un asesino de polis siempre muere al intentar escapar.

Joder, ¿de veras esperan eso?

Tío sí, desde luego.


Me maravilla que todavía esté vivo
—dice serena, suave, burlonamente.

Bien, no te asombres tanto, piensa Art mientras amartilla el revólver.


Date prisa
—dice Ramos.

Art le mira. Ramos está encendiendo un puro. Dos comandos le están mirando, impacientes, mientras se preguntan por qué el
gringo
blando no ha hecho aún lo que debería hacer.

De modo que todo el plan de conducir a Tío a la embajada era una farsa, piensa Art. Una farsa para contentar a los diplomáticos.

Puedo apretar el gatillo, y todo el mundo jurará que Barrera se resistió a la detención. Sacó una pistola. Tuve que dispararle. Además, nadie va a examinar con mucha atención el informe del forense.

—Date prisa.

Solo que esta vez es Tío quien lo ha dicho, en tono irritado, casi aburrido.

—Date prisa, sobrino.

Art le agarra del pelo y tira de su cabeza hacia arriba.

Art recuerda el cuerpo mutilado de Ernie arrojado en la cuneta, exhibiendo las señales de su tortura.

Acerca la boca al oído de Tío.


Vete al infierno, Tío
—susurra.

—Nos encontraremos allí —contesta Tío—. Tendrías que haber sido tú, Arturo, pero les convencí de que fueran a por Hidalgo, en recuerdo de los viejos tiempos. Al contrario que tú, yo respeto las relaciones. Ernie Hidalgo murió por ti. Ahora, hazlo de una vez. Pórtate como un hombre.

Art aprieta el gatillo. Es difícil, exige más presión de la que recordaba.

Tío le sonríe.

Art siente la presencia del mal en estado puro.

El poder del perro.

Pone en pie a Tío.

Barrera le sonríe con absoluto desprecio.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta Ramos.

—Lo que habíamos planeado. —Guarda la pistola en la funda, y después esposa las manos de Tío a su espalda—. Vámonos.

—Lo haré yo —dice Ramos—. Si eres tan escrupuloso.

—No lo soy —replica Art—.
Vámonos
.

Uno de los comandos se dispone a cubrir la cabeza de Tío con una capucha. Art le detiene, y después mira a Tío a la cara.

—Inyección letal o cámara de gas, Tío. Ponte a pensar en ello.

Tío se limita a sonreír.

A sonreírle a él.

—Ponedle la capucha —ordena Art.

El comando cubre la cabeza de Tío y ciñe la capucha. Art le agarra por los brazos inmovilizados y le conduce fuera.

A través del jardín perfumado.

Donde, piensa Art, los jacarandás nunca han olido tan bien. Un aroma dulce y empalagoso, piensa Art, como el incienso que recuerda de la iglesia cuando era pequeño. La primera fragancia era agradable. A la siguiente, se te revolvía el estómago.

Así se siente ahora mientras avanza con Tío a través del complejo en dirección a la furgoneta que espera en la calle, solo que la furgoneta ya no espera, y unos veinte rifles le están apuntando.

A Tío no.

A Art Keller.

Son soldados salvadoreños del ejército regular, y les acompaña un yanqui vestido de civil, con relucientes zapatos negros.

Sal Scachi.

—Keller, te dije que la siguiente vez me limitaría a disparar.

Art pasea la vista a su alrededor y ve tiradores subidos a los muros.

—Había pequeñas diferencias de opinión en el seno del gobierno salvadoreño —dice Scachi—. Nosotros las solventamos. Lo siento, muchacho, pero no podemos permitir que te lo lleves.

Mientras Art se pregunta a quiénes se refiere el plural, Scachi hace una señal y dos soldados salvadoreños quitan la capucha de la cabeza de Tío. No me extraña que estuviera tan sonriente, piensa Art. Sabía que la caballería no estaba muy lejos.

Otros soldados sacan a Pilar. Ahora lleva un
negligé
que resalta más que esconde, y los soldados la miran con descaro.

—Lo siento —dice entre sollozos, cuando pasa al lado de Tío.

Tío le escupe en la cara. Los soldados le sujetan las manos a la espalda y no puede secarse, de modo que la saliva resbala sobre su mejilla.

—No olvidaré esto —dice Tío.

Los soldados conducen a Pilar hasta una furgoneta que espera.

Tío se vuelve hacia Art.

—Tampoco me olvidaré de ti.

—Vale, vale —dice Scachi—. Nadie se va a olvidar de nadie. Don Miguel, póngase ropa de verdad y vayámonos. En cuanto a ti, Keller, y tú, Ramos, a la policía local le gustaría meteros en la cárcel, pero les hemos convencido de las ventajas de deportaros. Unos aviones militares están esperando. Así que, si la fiestecita ha terminado...

—Cerbero —dice Art.

Scachi le agarra y se lo lleva aparte.

—¿Qué cojones has dicho?

—Cerbero —contesta Art. Cree que ya lo ha comprendido todo—. ¿Aeropuerto de Ilopongo, Sal? ¿Hangar Cuatro?

Scachi lo mira fijamente, y luego dice:

—Keller, acabas de ganarte un puesto en el Salón de la Fama de los Capullos.

Cinco minutos después, Art se encuentra en el asiento delantero de un jeep.

—Juro por Dios que, si de mí dependiera —dice Scachi mientras conduce—, te metería una bala en la nuca ahora mismo.

Ilopongo es un campo de aviación muy ajetreado. Aviones militares, helicópteros y aviones de transporte por todas partes, junto con el personal de mantenimiento.

Sal dirige el jeep hacia una serie de hangares tipo Quonset, con números delante que van del 1 al 10. La puerta del Hangar 4 se abre y Sal entra.

La puerta se cierra a sus espaldas.

Hay mucha actividad en el hangar. Una veintena de hombres, algunos en traje de faena, otros con uniforme de camuflaje, todos armados, están descargando un avión de SETCO. Tres hombres más están hablando, algo apartados. Por experiencia, Art sabe que, cuando ves a un grupo de hombres trabajando y a otros hablando, los que mandan son los que hablan.

Reconoce una de las caras.

David Núñez, socio de Ramón Mette en SETCO, expatriado cubano, veterano de la Operación 40.

Núñez interrumpe la conversación y se acerca al punto donde están amontonando las cajas. Vocifera una orden y uno de los obreros abre una caja. Art ve que Núñez levanta un lanzagranadas como si fuera un ídolo religioso. Los hombres amargados manipulan las armas de una forma diferente al resto de nosotros, piensa. Parece que las armas estén conectadas con ellos de una forma visceral, como si un cable corriera desde el gatillo hasta sus corazones, pasando por la polla. Y Núñez tiene esa expresión en la cara: está enamorado del arma. Dejó sus huevos y su corazón en la playa de la bahía de Cochinos, y el arma representa su esperanza de desquitarse.

Es la vieja conexión de la droga Cuba-Miami-Mafia, comprende Art, activada de nuevo, que transporta coca en avión desde Colombia a América Central, luego a México, y desde allí a los traficantes de la mafia de Estados Unidos. Y la mafia paga en armamento, que va a parar a la Contra.

El Trampolín Mexicano.

Sal salta del jeep y se acerca a un joven norteamericano que debe de ser un oficial militar de paisano.

Conozco a este tipo, piensa Art. Pero ¿de qué? ¿Quién es?

Entonces recupera la memoria. Mierda, yo debería conocer a este tío. Preparé emboscadas nocturnas con él en Vietnam, Operación Fénix. ¿Cómo coño se llama? Entonces estaba en las Fuerzas Especiales, era capitán... Ya está, Craig.

Scott Craig.

Mierda, Hobbs ha reunido aquí al antiguo equipo.

Art ve que Scachi y Craig hablan y le señalan. Sonríe y saluda. Craig se pone a hablar por la radio. Detrás de él, Art ve paquetes de cocaína amontonados hasta el techo.

Scachi y Craig se acercan a él.

—¿Esto es lo que querías ver, Art? —pregunta Scachi—. ¿Ya estás contento?

—Sí, no quepo en mí de gozo.

—No deberías tomártelo a broma —dice Scachi.

Craig le fulmina con la mirada.

No le sale bien. Parece un boy scout, piensa Art. Cara de niño, pelo corto, aspecto pulcro. Un Eagle Scout que cambia drogas por armas.

—La pregunta es —dice Craig a Art—, ¿vas a jugar en el equipo?

Bien, sería la primera vez, ¿no?, piensa Art.

Por lo visto, Scachi está pensando lo mismo.

—Keller tiene fama de vaquero —dice—. En la pradera solitaria...

—Mal sitio —dice Craig.

—Una tumba poco profunda y solitaria —añade Scachi.

—He dejado un informe completo de todo lo que sé en una caja de seguridad —miente Art—. Si me pasa algo, irá a parar al
Washington Post
.

—Te estás echando un farol, Art —dice Scachi.

—¿Quieres averiguarlo?

Scachi se aleja y habla por radio. Vuelve al poco y da una orden a gritos.

—Tápale la cabeza a este hijoputa.

Art sabe que está en la parte trasera de un coche, tal vez un jeep, a juzgar por los saltos. Sabe que se está moviendo. Sabe que, sea cual sea el lugar al que le llevan, está muy lejos, porque tiene la sensación de llevar horas viajando. Eso es lo que cree, pero en realidad no lo sabe porque no puede consultar su reloj, ni ver nada, y ahora comprende el terrorífico efecto desorientador de ir encapuchado. La sensación de no ser capaz de ver, pero sí de oír, y de que cada sonido es un estímulo que desata pensamientos cada vez más terroríficos.

El jeep se detiene y Art espera oír el chirrido metálico del cerrojo de un rifle, o el chasquido del percutor de una pistola, o, peor aún, el silbido de un machete que corta el aire y después...

Nota que han cambiado la marcha y el jeep salta hacia delante, y ahora se pone a temblar. Sus piernas se agitan de manera incontrolable y no puede dominarlas, ni tampoco impedir que su mente evoque imágenes del cuerpo torturado de Ernie. No puede reprimir el pensamiento: No permitas que me hagan lo que le hicieron a Ernie, ni su lógico corolario, mejor él que yo.

Se siente avergonzado, miserable, cuando en su mente vislumbra que, enfrentado a la terrible realidad, preferiría que se lo hicieran a otro. De haber podido, no habría ocupado el lugar de Ernie.

Intenta recordar el Acto de Contrición, lo que las monjas le enseñaron en primaria: si estás a punto de morir y no hay ningún sacerdote que pueda darte la absolución, si rezas un Acto de Contrición sincero podrás ir al cielo. De eso se acuerda. Lo que no puede recordar es la maldita oración.

El jeep para.

El motor se apaga.

Unas manos agarran a Art por encima de los codos y lo sacan del jeep. Nota hojas bajo los pies. Tropieza con una enredadera, pero los brazos no le dejan caer. Se da cuenta de que lo conducen hacia la selva. Después, las manos le empujan y cae de rodillas. No hace falta mucha fuerza. Nota las piernas como si fueran de agua.

—Quitadle la capucha.

Art conoce la voz que da la orden. John Hobbs, el jefe de sección de la CIA.

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