Pablo, su chófer, intenta agarrarle y retenerle, pero es un hombre menudo y Parada se lo quita de encima con facilidad.
—¡Sal de aquí! —grita el sacerdote, pero Pablo se niega, se acurruca como puede bajo el volante y se tapa los oídos con las manos, mientras Parada abre la puerta y baja, justo cuando llega Fabián y le apunta el arma al pecho.
Callan le ve.
Maldito cabrón, piensa, no es ese. Ve que Parada extrae su largo cuerpo del coche, se endereza y camina hacia Poptop, y ve que Fabián se interpone en su camino y levanta su AK. Callan se levanta y grita:
—¡NO!
Salta sobre el capó de un coche y corre hacia Fabián sin dejar de gritar.
—¡NO, FABIÁN! ¡NO ES ÉL!
Fabián mira a Callan, y en ese momento Parada agarra el rifle y consigue desviar el cañón hacia el suelo, y Fabián intenta levantarlo de nuevo y aprieta el gatillo, y el primer disparo alcanza a Parada en el tobillo, y el siguiente en la rodilla, pero una descarga de adrenalina recorre el cuerpo de Parada, que ni siquiera los siente, y no suelta el rifle.
Porque quiere vivir. Lo siente ahora con más fuerza y apremio que nunca. Siente que la vida es buena, el aire es dulce y quedan muchas cosas por hacer, cosas que quiere hacer. Quiere llegar junto al joven agonizante y sosegar su alma antes de que muera. Quiere escuchar más jazz. Quiere ver la sonrisa de Nora. Quiere otro cigarrillo, otra buena comida. Quiere arrodillarse para rezar a su Señor. Pero no caminar con Él, todavía no, hay mucho por hacer aún, así que lucha. Sujeta el cañón del rifle con todas sus fuerzas.
Fabián baja la cabeza, levanta el pie, lo planta sobre el crucifijo de Parada y lanza una patada, y el cura sale disparado contra el coche, y entonces Fabián vuelve a levantar el cañón del rifle y envía quince balas al pecho de Parada.
Parada siente que la vida se le escapa mientras su cuerpo resbala sobre un flanco del coche.
Callan se arrodilla junto al cura agonizante.
El hombre le mira y murmura algo que Callan no entiende.
—¿Qué? —pregunta Callan—. ¿Qué ha dicho?
—Te perdono —murmura Parada.
—¿Qué?
—Dios te perdona.
El cura empieza a hacer la señal de la cruz, pero sus manos se desploman y su cuerpo se agita antes de morir.
Callan mira al cura muerto, mientras Fabián levanta el rifle, apunta y dispara dos veces más contra la cabeza de Parada.
La sangre mancha la pintura blanca del coche.
Y brota del cabello blanco de Parada.
Callan se vuelve.
—Ya estaba muerto —dice.
Fabián no le hace caso, mete la mano en la parte delantera del coche, saca un maletín y se aleja con él. Callan se sienta y acuna la cabeza destrozada de Parada en sus brazos, mientras que, llorando como un niño, no para de preguntar:
—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?
Indiferente a la batalla que ruge a su alrededor.
Le da igual.
A Adán no.
No presencia la muerte de Parada. Está ocupado llevando a cabo la ejecución de Güero Méndez, que está agachado detrás del Buick, consciente de que la ha cagado. Dos de sus muchachos ya han caído, y el coche, aunque blindado, vibra debido al número de balas que lo alcanzan, y no va a aguantar mucho más. Hay mucho cristal astillado, los neumáticos están reventados y solo es cuestión de tiempo que el depósito de gasolina estalle. Los hombres de Barrera disfrazados de policías de Jalisco les superan en número, y esa brigada infantil de pacotilla era una burda artimaña. Y ahora le tienen rodeado por tres lados, y si consiguen dominar el cuarto, detrás del Buick, está acabado. Está muerto. Y si bien se iría contento llevándose por delante a Raúl y Adán, está muy claro que eso no va a suceder, de modo que hay que salir cagando leches e intentarlo en otro momento.
Pero huir no es tan fácil. Decide que le queda una última oportunidad y la aprovecha. Saca del maletero del coche una granada de gas lacrimógeno y la arroja por encima del Buick hacia los Barrera, y después grita a sus cuatro hombres supervivientes que aprovechen el momento, y lo hacen, corriendo en paralelo a la terminal sin dejar de disparar.
Los hombres de Adán van armados hasta los dientes, pero no tienen mascarillas antigás, y empiezan a toser y padecer náuseas, y Adán experimenta la sensación de que le arden los ojos, pugna por levantarse, y después decide que, debido a que no ve nada y las balas siguen zumbando a su alrededor, tal vez no sea una buena idea, así que cae de rodillas.
Raúl no.
Con los ojos irritados, la nariz abrasada, carga hacia el grupo de Méndez que está huyendo, disparando a la altura de la cadera. Una ráfaga alcanza al jefe de los
sicarios
de Méndez en la columna vertebral y lo derriba, pero Raúl ve con gran frustración cómo Méndez consigue llegar a un taxi aparcado, arroja al chófer a la acera y se sienta al volante, mientras espera el tiempo suficiente para que sus tres
tiros
supervivientes suban antes de salir a toda mecha.
Raúl dispara contra el coche, pero no consigue alcanzar las ruedas, y Güero se aleja del aparcamiento, con la cabeza agachada, mientras que los policías de Jalisco que no han sufrido los efectos del gas lacrimógeno disparan contra el taxi.
—¡Hijo de la gran puta! —chilla Raúl.
Se vuelve a su derecha y ve a Callan sosteniendo el cuerpo de Parada en los brazos.
Raúl cree que Callan ha sido alcanzado. El hombre está llorando y cubierto de sangre y, sea lo que sea Raúl, no es desagradecido, recuerda sus deudas, así que se agacha para levantar a Callan.
—¡Vamos! —grita—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Callan no contesta.
Raúl le golpea en la cabeza con la culata de la pistola, le levanta y le arrastra hacia la terminal.
—¡Vámonos todos! —grita sin dejar de andar—. ¡Tenemos que tomar un avión!
En la pista, el vuelo 211 de Aeroméxico lleva ya quince minutos de retraso.
Pero el vuelo espera.
Los «polis de Jalisco» se quitan el uniforme (debajo van vestidos de civil), tiran sus armas en la acera y caminan con calma hacia la salida. Después los Barrera, los pandilleros supervivientes y los pistoleros profesionales entran en la terminal. Tienen que pasar por encima de los cadáveres para llegar, no solo el de Poptop y los de los dos pistoleros de Méndez, sino también de los seis transeúntes atrapados en el fuego cruzado. La terminal es un manicomio, la gente llora y grita, el personal médico intenta localizar a los heridos, y el cardenal Antonucci se yergue en medio del caos y grita:
—¡Calma! ¡Calma! ¿Qué ha pasado? ¿Alguien quiere decirme qué ha sucedido?
Tiene miedo de ir a comprobarlo por sí mismo. Siente el estómago revuelto, y siente que no es justo que se encuentre en esa tesitura. Todo lo que Scachi le había pedido era que se reuniera con parada, nada más, y ahora se encuentra con esa escena, y no puede menos que experimentar un sentimiento de alivio y vergüenza cuando un joven pasa a su lado y le contesta:
—¡Hemos acabado con Güero Méndez! —le dice Soñador—. ¡El Tiburón ha acabado con Méndez!
El grupo de los Barrera recorre con calma el pasillo en dirección a su vuelo y hace cola para entregar los billetes a la encargada de la puerta, como harían en cualquier otro vuelo. La encargada toma los billetes, les devuelve los pasajes de embarque, suben por la pasarela hasta entrar en el avión. Adán Barrera sigue cargando su bolsa con el AK dentro, pero es como cualquier otra pieza de equipaje, sobre todo porque va en primera clase.
El único problema se presenta cuando Raúl llega a la puerta con el inconsciente Callan cargado al hombro.
—No puede subir así —dice la encargada con voz temblorosa.
—Lleva su billete —contesta Raúl.
—Pero...
—Primera clase —dice Raúl.
Le entrega los billetes y sube por la pasarela. Localiza el asiento de Callan y lo deja caer, después cubre su camisa manchada de sangre con una manta y dice a la estupefacta azafata:
—Se le fue la mano en la fiesta.
Adán se sienta al lado de Fabián, que tiene la vista puesta en el piloto.
—¿A qué estamos esperando? —le pregunta.
El piloto cierra la puerta de la cabina a su espalda.
Cuando el avión aterriza, la policía del aeropuerto va a recibirles y les acompañan a través de una puerta trasera hasta los coches que aguardan. Y Raúl da una orden:
Dispersaos.
No hace falta que se lo diga a Callan.
Le dejan en su casa, donde se queda lo suficiente para ducharse, cambiarse la ropa ensangrentada, recoger algo de dinero y marcharse. Toma un taxi hasta el paso fronterizo de San Isidro y recorre el puente, de vuelta en Estados Unidos. Otro gringo borracho más que regresa de una juerga en la avenida Revolución.
Ha estado ausente nueve años.
Ahora está de vuelta en el país donde, bajo el nombre de Sean Callan, está buscado por conspiración para distribuir narcóticos, chantaje, extorsión y asesinato. Le da igual. Prefiere arriesgarse aquí que pasar un minuto más en México. De modo que cruza la frontera, sube al tranvía rojo del puente y se baja en el centro de San Diego.
Tarda una hora y media en localizar una armería, en la esquina de la Cuarta con J, y compra una 22 en la trastienda sin enseñar papeles. Después encuentra una licorería y compra una botella de whisky escocés, va a un hotel de habitaciones individuales y alquila una habitación por una semana.
Se encierra en la habitación y empieza a beber.
Te perdono, es lo que el cura había dicho.
Dios te perdona.
Nora está en su dormitorio cuando oye la noticia.
Está leyendo, con la CNN como ruido de fondo, cuando su oído capta las palabras.
—Cuando volvamos, la trágica muerte del sacerdote de mayor rango de México...
Su corazón se detiene, y nota cómo retumba su cabeza cuando marca el número de Juan, mientras contempla una serie eterna de anuncios publicitarios, con la esperanza de que descuelgue el teléfono, de que no sea él, de que conteste al teléfono (Dios, por favor, no permitas que sea él), pero cuando vuelven las noticias ve una antigua foto de él en una mitad de la pantalla y la escena del aeropuerto en la otra, y le ve tirado en el pavimento, pero no grita.
Abre la boca, pero no logra emitir ningún sonido.
En un día normal, el Cruce de las Plazas de Guadalajara está lleno de turistas, enamorados y transeúntes que pasean a mediodía. En un día normal, los muros de la catedral están bordeados de paradas donde los buhoneros venden cruces, tarjetas del rosario, modelos en plastilina de santos y
milagros
, diminutas esculturas de rodillas, codos y otras partes del cuerpo que la gente convencida de que ha sanado gracias a la oración deja en la catedral a modo de recuerdo.
Pero hoy no es un día normal. Hoy es el funeral del cardenal Parada, y las agujas gemelas de azulejos amarillos de la catedral se ciernen sobre una
plaza
abarrotada de fieles afligidos, que hacen una cola sinuosa y esperan horas para desfilar ante el ataúd del cardenal mártir y rendirle homenaje.
Han venido de todas partes de México. Muchos son tapados sofisticados, ataviados con trajes caros y vestidos elegantes, aunque de tonos apagados. Otros han venido del campo,
campesinos
con camisas y vestidos blancos recién lavados. Otros se han desplazado desde Culiacán y Badiraguato, y estos hombres van vestidos de vaquero, y muchos fueron bautizados por Parada, él les dio la primera comunión, les casó, enterró a sus padres cuando solo era un cura rural. Después están los burócratas del gobierno con trajes grises y negros, y sacerdotes y obispos con sus uniformes clericales y cientos de monjas con gran variedad de hábitos, pertenecientes a sus respectivas órdenes.
En un día normal, la
plaza
bulle de sonidos (el veloz parloteo de las conversaciones mexicanas, los gritos de los buhoneros, la música de los mariachis), pero hoy reina en la
plaza
un extraño silencio. Solo se oye el murmullo de las plegarias y oscuros susurros acerca de conspiraciones.
Porque muy pocos de los congregados creen en la explicación del gobierno sobre la muerte de Parada, que le confundieron con otro, que los
sicarios
de los Barrera confundieron a Parada con Güero Méndez.
Pero estas cosas se dicen entre susurros. Hoy es día de luto, y los miles de personas que esperan con paciencia en la cola sinuosa, para entrar luego en la catedral, lo hacen en silencio o rezando en voz baja.
Art Keller es uno de ellos.
Cuantos más datos descubre sobre la muerte del padre Juan, más le preocupa. Parada iba en un Marquis blanco, Méndez en un Buick verde. Parada vestía sotana negra con una gran cruz sobre el pecho (que ha desaparecido), Méndez llevaba atuendo de vaquero chic de Sinaloa.
¿Cómo pudo alguien confundir a un hombre de un metro noventa, sesenta y dos años, pelo blanco, con sotana y crucifijo, con un tipo rubio de metro setenta y cinco vestido de narcovaquero? Le dispararon a quemarropa. ¿Cómo pudo hacer eso un asesino avezado como Fabián Martínez? ¿Por qué había un avión esperando? ¿Cómo pudieron Adán, Raúl y sus pistoleros subir a bordo? ¿Cómo pudieron bajar en Tijuana y salir escoltados del aeropuerto?
¿Y por qué, aunque decenas de testigos describieron a un hombre idéntico a Adán Barrera en el aeropuerto y en el avión, un tal padre Rivera, de Tijuana, declaró que Adán Barrera fue el padrino de un bautizo celebrado en el mismo momento en que Parada era tiroteado?
El cura hasta llegó a exhibir el certificado del bautizo, con el nombre y la firma de Adán.
¿Y quién era el misterioso yanqui que una decena de testigos vieron acunar el cadáver de Parada, que subió al avión con los Barrera, y desde entonces ha desaparecido del mapa?
Art recita una rápida oración (hay gente en la cola detrás de él) y encuentra un asiento en la atestada catedral.
El funeral es largo y emotivo. Una persona tras otra salen a hablar sobre la influencia del padre Juan en su vida, y el sonido de los sollozos resuena en el amplio espacio. La atmósfera es serena, dolorida, respetuosa, silenciosa.
Hasta que el presidente se levanta para hablar.
Tenía que estar presente, por supuesto, el presidente y todo el gabinete, y un montón de funcionarios del gobierno, y cuando se levanta y camina hacia el púlpito, un silencio expectante cae sobre la muchedumbre. El presidente carraspea y empieza: