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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

El policía que ríe (11 page)

BOOK: El policía que ríe
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Allí llevaba ya dos horas, mirando hoscamente el perverso y taimado mundo que le rodeaba.

Schwerin había sido sometido a tres operaciones. Lograron retirar las dos balas alojadas en su cuerpo, pero nadie del equipo médico que había realizado la intervención parecía especialmente optimista, y las discretas preguntas de Rönn no recibían más respuesta que encogimientos de hombros.

Pero hacía aproximadamente un cuarto de hora, uno de los cirujanos se había personado en la unidad de cuidados intensivos, declarando:

— Si recupera la conciencia, tendrá que ser ahora. En la próxima media hora.

— ¿Saldrá de ésta?

El médico miró a Rönn largamente y luego dijo:

— No parece probable. Pero está en buena forma física y su estado general es bastante satisfactorio.

Rönn contempló al enfermo con gesto abatido, preguntándose qué pinta debía de tener uno para que el estado general se considerase poco satisfactorio o lisa y llanamente malo. De manera meticulosa, había formulado dos preguntas que por razones de seguridad llevaba escritas en su libreta de notas.

La primera decía:

¿Quién disparó?

Y la segunda:

¿Qué apariencia tenía?

También había tomado otras medidas, como por ejemplo poner su magnetófono portátil en una silla junto a la cabecera de la cama, enchufar el micrófono y colgarlo sobre el respaldo de la silla. Ullholm no había colaborado en tales preparativos, limitándose a observar críticamente a Rönn de vez en cuando desde su sitio junto a la ventana.

Cuando faltaban cuatro minutos para las dos y media, la enfermera se inclinó de repente sobre el paciente y llamó a los dos policías con gesto rápido e impaciente, al tiempo que extendía la otra mano y apretaba el botón de llamada.

Rönn se abalanzó y tomó el micrófono.

— Creo que está despertándose —dijo la enfermera.

El rostro del herido pareció experimentar una especie de transformación. Un estremecimiento recorrió los párpados y aletas de la nariz.

— Sí —dijo la enfermera—. Ahora.

Rönn acercó el micrófono.

— ¿Quién disparó? —preguntó.

No hubo reacción. Al cabo de un instante, Rönn repitió la pregunta.

— ¿Quién disparó?

Esta vez, los labios del hombre se movieron y dijo algo. Rönn esperó dos segundos antes de decir:

— ¿Qué apariencia tenía?

El herido reaccionó también en esta ocasión; su respuesta fue incluso más articulada.

Un médico entró en la sala.

Rönn empezaba a abrir la boca para repetir la pregunta número dos cuando el hombre que yacía en la cama torció la cabeza hacia la izquierda. La mandíbula inferior cayó y de su boca brotó una masa de flema ensangrentada.

Rönn levantó la mirada hasta el médico, que consultaba su instrumental y movía la cabeza con semblante serio.

Ullholm se acercó a Rönn y le espetó hoscamente:

— ¿Esto es todo lo que sabes sacar en limpio del interrogatorio?

Luego añadió en voz alta y potente:

— Escuche, buen hombre, le habla el subinspector primero Ullholm…

— Ha muerto —dijo Rönn tranquilamente.

Ullholm lo miró fijamente y le soltó una sola palabra:

— Chapucero.

Rönn desenchufó el micrófono y se llevó el magnetófono a la ventana. Rebobinó cuidadosamente con el dedo índice de la mano derecha y apretó el botón de reproducción:


¿Quién disparó?


D-n-r-k.


¿Qué apariencia tenía?


Kamalson.

— ¿Qué podemos sacar en claro de esto? —preguntó.

Ullholm clavó en Rönn una mirada envarada y rencorosa que duró al menos diez segundos. Luego dijo:

— ¿Sacar en claro? Voy a presentar una queja contra ti por falta en el cumplimiento de tus funciones. No veo otra solución. Supongo que sabes a lo que me refiero, ¿no?

Se dio media vuelta y abandonó la habitación. Sus pasos eran rápidos y enérgicos. Rönn lo miró apesadumbrado.

CAPÍTULO XV

Al abrir la puerta de la comisaría, un helado golpe de viento arrojó sobre Martin Beck una ráfaga de afilados copos de nieve, dejándole sin aliento. Agachó la cabeza contra el viento y se apresuró a abotonarse el abrigo. Esa misma mañana se había puesto por fin el abrigo de invierno, capitulando ante las recriminaciones de Inga, las temperaturas bajo cero y su propio resfriado. Se cubrió la nuca con la bufanda de lana y echó a andar en dirección al centro.

Tras cruzar Agnegatan, se detuvo indeciso a deliberar sobre qué medio de transporte tomar. Todavía no había conseguido aprenderse todas las nuevas líneas de autobuses surgidas tras la desaparición de los tranvías, retirados en septiembre, coincidiendo con el cambio del tráfico a la derecha.

Un coche frenó junto a él. Gunvald Larsson bajó el cristal de la ventanilla y gritó:

— ¡Sube!

Martin Beck se sentó, agradecido, en el asiento delantero.

— ¡Buf! —rezongó—. Ya empieza otra vez esta mierda. Apenas te das cuenta de que el verano ha pasado y de pronto otra vez esto. ¿A dónde vas?

— Västmannagatan —dijo Gunvald Larsson—. Voy a hablar con la hija de la tía que iba en el autobús.

— Bien —dijo Martin Beck—. Déjame en el hospital de Sabbatsberg.

Cruzaron el puente Kungsbron y luego siguieron por el antiguo mercado. La nieve, seca y fina, se arremolinaba contra los cristales.

— Una nieve así no sirve de nada —dijo Gunvald Larsson—. No cuaja. Lo único que hace es revolotear y complicar la visibilidad.

A diferencia de Martin Beck, a Gunvald Larsson le gustaba conducir; además, estaba considerado como un buen conductor. Siguieron por Vasagatan hasta llegar a Norra Bantorget; delante del Instituto de Bachillerato de Norra Latin adelantaron a un autobús de dos pisos de la línea 47.

— Buf —dijo Martin Beck—, Después de lo que ha pasado, ver un autobús de éstos casi me pone malo.

Gunvald Larsson miró el autobús de reojo.

— No es del mismo tipo. Ése es alemán, un Büssing. —Pasado un rato añadió—: ¿Te vienes luego a ver a la parienta de Assarsson? El de los condones… Voy allí a las tres.

— No sé —dijo Martin Beck.

— Si te pilla cerca, quiero decir. Desde Sabbatsberg es sólo una manzana. Y luego te traigo de vuelta.

— A lo mejor. Dependerá del tiempo que tarde con la enfermera.

En el cruce entre Dalagatan y Tegnérgatan les echó el alto un individuo que llevaba un casco de protección amarillo y empuñaba una bandera roja. En el recinto del hospital de Sabbatberg continuaban las obras de remodelación: los viejos edificios caían a golpes de piqueta, mientras otros nuevos se perfilaban ya en las alturas. En esos precisos instantes, estaban ocupados en hacer saltar por los aires el alto peñasco colindante con Dalagatan. Aún resonaba el eco de la detonación entre los muros de las casas cuando Gunvald Larsson dijo:

— ¿Por qué no hacen saltar por los aires todo Estocolmo de una vez, en lugar de hacerlo poco a poco? Tendrían que hacer lo que Ronald Reagan, o como se llame, dijo sobre Vietnam: «Asfaltar todo el puto país, pintarlo de rayas amarillas y hacer plazas de aparcamiento». Si los urbanistas de esta ciudad se salen con la suya, el resultado no va a ser mucho peor.

Martin Beck se bajó del coche junto al camino de acceso a la parte del hospital ubicada junto al instituto Eastman, en la que están la maternidad y la clínica ginecológica.

La explanada situada frente a las puertas de entrada estaba vacía, pero al acercarse pudo ver a una mujer en zamarra que le hacía señas al otro lado de las puertas de cristal. Abrió la puerta y le dijo:

— ¿Comisario Beck? Soy Monika Granholm.

Tomó su mano con fuerza y la estrechó con entusiasmo. Martin Beck casi creyó oír el crujido de los huesos de la mano. Confió en que la mujer no pusiese la misma vehemencia en su trato con los recién nacidos.

Era casi de la misma altura que Martin Beck, pero mucho más corpulenta. Tenía una piel fresca y rosada, dientes blancos y fuertes. Su cabello, de color castaño claro, era denso y ondulado. En sus ojos, grandes y hermosos, el iris era de un tono parecido al del cabello. Todo en ella producía una impresión de fuerza, salud y grandeza.

La muchacha que resultó muerta en el autobús era menuda y tierna; al lado de su compañera de piso tendría que haber resultado increíblemente frágil.

Caminaron hacia Dalagatan.

— ¿Le importa si vamos a Wasahof, al otro lado de la calle? —dijo Monika Granholm—. Necesito tomarme algo antes de hablar.

La hora del almuerzo había terminado, y en el restaurante quedaban varias mesas vacías. Martin Beck eligió una colocada junto a la ventana, pero Monika Granholm prefería sentarse en la zona interior del local.

— No quiero que nadie del hospital nos vea —dijo—. No puede imaginarse cuánto chismorreo hay allí.

Ella misma confirmó este punto, entreteniendo a Martin Beck con diferentes cotilleos mientras devoraba con buen apetito una enorme ración de albóndigas y puré de patata. Martin Beck la miraba celoso. Él, como de costumbre, más que hambriento se sentía indispuesto, y tomó un café que sólo vino a empeorar las cosas. Esperó a que ella diera fin a su comida, y estaba a punto de introducir el tema de su difunta compañera cuando la mujer, retirando a un lado el plato, dijo:

— Muy bien. Empiece con sus preguntas, señor comisario. Intentaré responder lo mejor que pueda. De todos modos, ¿puedo preguntarle yo una cosa antes?

— Por supuesto —respondió Martin Beck, ofreciendo un paquete de Florida que ella rechazó con un gesto de la cabeza.

— No fumo, gracias. ¿Han cogido ya a ese loco?

— No —contestó Martin Beck—. Aún no.

— La gente está muy alarmada, sabe usted. Una de las chicas de mi sección ya no se atreve a venir al trabajo en autobús. Tiene miedo de que ese loco aparezca de repente con su ametralladora. Desde que sucedió, va y viene del hospital en taxi. Tienen que cogerlo.

Miró a Martin Beck con gesto serio.

— Estamos haciendo todo lo posible —replicó éste.

Ella asintió.

— Bien —dijo.

— Gracias —contestó Martin Beck también con gesto serio.

— ¿Qué es lo que quiere saber de Britt?

— ¿Hasta qué punto la conocía usted? ¿Cuánto tiempo llevaban compartiendo piso?

— Creo que la conocía mejor que nadie. Llevábamos tres años viviendo juntas, desde que ella empezó a trabajar en el hospital. Era la mejor compañera del mundo y una excelente enfermera. Físicamente era poca cosa, pero trabajaba duro. Era la enfermera perfecta. Nunca pensaba en sí misma.

La mujer cogió la cafetera y llenó la taza de Martin Beck.

— Gracias —dijo éste—. ¿No tenía novio?

— Sí, un chico encantador. Todavía no estaban comprometidos, pero ella había comenzado ya a decirme que pronto dejaría la casa, para que me fuera preparando. Creo que pensaban casarse a comienzos del año que viene. Él ya tiene piso.

— ¿Se conocían desde hace mucho?

Se mordisqueó la uña del dedo pulgar y se puso a meditar.

— Como mínimo diez meses. Él es médico. Sí, ya sé que se dice que las chicas se hacen enfermeras sólo para casarse con médicos, pero en el caso de Britt no fue así. Ella era terriblemente tímida, los hombres más bien la asustaban. Lo que ocurrió fue que el invierno pasado estuvo de baja, con anemia. Estaba completamente agotada, y tenía que hacerse controles muy a menudo. Fue así como conoció a Bertil. Amor a primera vista. Ella solía decir que lo que la curó no fue su tratamiento, sino su amor.

Martin Beck suspiró cansinamente.

— ¿Hay algo de malo en ello? —preguntó ella con desconfianza.

— Nada en absoluto. ¿Se relacionaba con muchos hombres?

Monika Granholm sonrió y negó con la cabeza.

— Sólo los que conocía en el hospital. Ella era muy reservada. No creo que hubiera estado nunca con un hombre, antes de conocer a Bertil.

Dibujaba con el dedo en la superficie de la mesa. Luego arrugó la frente y miró a Martin Beck.

— ¿Lo que le interesa a usted es su vida amorosa? ¿Qué puede tener esto que ver con el caso?

Martin Beck sacó su cartera del bolsillo interior de la chaqueta y la puso ante sí sobre la mesa.

— En el autobús, junto a Britt Danielsson iba sentado un hombre, un policía llamado Åke Stenström. Tenemos motivos para sospechar que él y la señorita Danielsson se conocían y viajaban juntos. Lo que nos interesa saber es lo siguiente: ¿Mencionó la señorita Danielsson alguna vez el nombre de Åke Stenström?

Dicho esto, extrajo de la cartera la fotografía de Stenström y la puso delante de Monika Granholm.

— ¿Ha visto usted alguna vez a este hombre?

La mujer observó la fotografía y negó con la cabeza. Pero luego la cogió y se puso a estudiarla más detenidamente.

— Mejor dicho, sí. En los periódicos. Pero esta foto es mejor.

Luego, dejando la foto, añadió:

— Britt no conocía a este hombre. Casi podría jurarlo. Y, desde luego, está descartado que ella llevara a su casa a otro hombre distinto de su novio. Simplemente, ella no era así.

Martin Beck volvió a guardarse la cartera.

— Quizá fueran buenos amigos y…

Ella negó enérgicamente con la cabeza.

— Britt era muy correcta y muy tímida; como le dije, los hombres casi le daban miedo. Además, estaba enamorada de Bertil hasta las orejas y ni siquiera hubiera mirado a otro hombre. Ni como amigo, ni como otra cosa. Y yo era la única persona del mundo con la que ella tenía confianza; aparte de Bertil, se entiende. A mí me lo contaba todo. Lo siento, señor comisario, pero debe de tratarse de un error.

Abrió su bolso y sacó el monedero.

— Bueno, tengo que volver con mis bebés. Ahora mismo tengo diecisiete.

Se puso a revolver en el monedero, pero Martin Beck extendió la mano, reteniéndola.

— Paga el Estado —dijo.

Ante la verja del hospital, ya de vuelta, Monika Granholm comentó:

— Puede ser que se conocieran, claro. A lo mejor fueron amigos de infancia, o compañeros de clase, y resulta que se encontraron por casualidad. No puedo concebir otra cosa. Britt vivió en Eslöv hasta los veinte años. ¿De dónde era ese policía?

— Hallstahammar —dijo Martin Beck—. ¿Cómo se apellida ese médico, Bertil?

— Persson.

— ¿Y dónde vive?

— Gillbacken 22, en Bandhagen.

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