El policía que ríe (12 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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Le extendió la mano, pero de forma vacilante y con el guante puesto por razones de seguridad.

— Salude usted al Estado y déle las gracias por la comida —dijo Monika, alejándose a grandes zancadas hacia la puerta.

CAPÍTULO XVI

El coche de Gunvald Larsson estaba aparcado delante del número 40 de Tegnérgatan. Martin Beck miró su reloj y abrió la puerta.

Eran las tres y veinte, y esto significaba que Gunvald Larsson, que tenía por costumbre ser puntual, se había demorado ya más de veinte minutos en casa de la señora Assarsson. A estas alturas, debía de estar ya perfectamente al corriente de toda la vida del director Assarsson, desde sus primeros años en la escuela.

La técnica empleada por Gunvald Larsson en sus interrogatorios seguía la regla fundamental de comenzar por el principio y desarrollarlo todo desde su base, método que, ciertamente, podía ser efectivo pero que a menudo se revelaba fatigoso y suponía una pérdida de tiempo.

Abrió la puerta del piso un hombre de mediana edad que vestía un traje oscuro y una corbata plateada. Martin Beck se presentó y mostró su placa policial. El hombre le tendió la mano.

— Ture Assarsson —dijo—. Soy hermano de… del difunto. Pase, por favor, su colega ha llegado ya.

Aguardó a que Martin Beck se despojara de sus prendas de abrigo, y luego le precedió a través de un par de altas puertas dobles.

— Marta, querida, está aquí el comisario Beck.

La sala de estar era grande y más bien oscura. En un sofá bajo de color avena, que tendría como mínimo tres metros de largo, estaba sentada una mujer delgada, vestida con un traje de punto, con una copa en la mano. Dejó la copa en una mesita negra de mármol colocada delante del sofá y extendió la mano con un gracioso movimiento de muñeca, como esperando que fueran a besársela. Martin Beck agarró torpemente sus dedos vacilantes y murmuró de manera confusa:

— La acompaño en el sentimiento, señora Assarsson.

Al otro lado de la mesita de mármol había agrupados tres sillones bajos de color rosa y en uno de ellos estaba sentado Gunvald Larsson, que tenía una pinta rara. Sólo después de tomar asiento en otro de los sillones, siguiendo un gesto indulgente de la señora Assarsson, logró Martin Beck comprender cuál era el problema de Gunvald Larsson.

Como el diseño del sillón sólo permitía a su ocupante yacer recostado, pero no dejaba de resultar extraño que un interrogador se tumbase, Gunvald Larsson se había visto obligado a adoptar una especie de postura doblada que resultaba bastante forzada. Tenía la cara colorada y lanzaba miradas furiosas a Martin Beck por entre las rodillas, erguidas ante él como dos cumbres alpinas.

Martin Beck torció primero las piernas a la izquierda, luego a la derecha y luego intentó cruzarlas y colocarlas bajo el sillón, pero éste era demasiado bajo. Finalmente, adoptó la misma posición que Gunvald Larsson.

Mientras tanto, la viuda apuró su copa y se la extendió al cuñado, para que lo volviera a llenar. Éste la miró inquisitivo pero luego se fue y regresó con una garrafa y un vaso limpio, que sacó de un armario.

— El señor comisario no rechazará una copita de jerez— dijo.

Y antes de que Martin Beck tuviera tiempo de protestar, el hombre llenó la copa y la colocó en la mesa junto a él.

— Estaba preguntándole a la señora Assarsson si sabe por qué razón viajaba su marido en ese autobús el lunes por la tarde —dijo Gunvald Larsson.

— Y yo le he respondido a usted lo mismo que le respondí a la persona que tuvo el mal gusto de interrogarme sobre mi marido pocos momentos después de recibir la noticia de su muerte: que no lo sé.

Elevó su copa en dirección a Martin Beck y luego la vació de un trago. Martin Beck hizo un intento de alcanzar la suya, pero falló por un par de decímetros y se dejó caer nuevamente en su sillón.

— ¿Y sabe usted dónde había estado su marido con anterioridad esa misma tarde? —preguntó.

Ella dejó su copa y cogió un cigarrillo de color anaranjado y boquilla dorada de una arquilla de cristal verde colocada sobre la mesa. El cigarrillo se le escapó varias veces de entre sus torpes dedos, yendo a dar contra la tapa de la arquilla. Finalmente, dejó que se lo encendiera su cuñado. Martin Beck comprendió que no estaba completamente sobria.

— Sí, eso sí lo sé —dijo—. Estuvo en una reunión. Cenamos juntos a eso de las seis. Luego se cambió y salió hacia las siete.

Gunvald Larsson sacó una cuartilla de papel y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta y, hurgándose la oreja con el bolígrafo, preguntó:

— ¿Una reunión? ¿Dónde y con quién?

Assarsson miró a su cuñada y, viendo que ésta no respondía, dijo:

— Se trata de una peña de viejos conocidos. Los camellos, se llaman. Está formada por nueve miembros, que se conocen desde los tiempos en que coincidieron en la escuela de cadetes de la armada. Solían reunirse en casa de un tal director Sjöberg, en Narvavägen.

— ¿Los camellos? —preguntó Gunvald Larsson con desconfianza.

— Sí —dijo Assarsson—. Tenían la costumbre de saludarse entre ellos diciendo: «¡Hola viejo camello!», así es como terminaron llamándose «Los camellos».

La viuda miraba a su cuñado con gesto crítico.

— Se trata de una asociación benéfica —precisó—. Hacen un montón de obras de caridad.

— ¿Ah, sí? —dijo Gunvald Larsson—, ¿como por ejemplo…?

— Es un secreto —respondió la señora Assarsson—. Ni siquiera sus mujeres podíamos saberlo. Algunas asociaciones lo hacen así. Trabajan en secreto.

Martin Beck sintió que la mirada de Gunvald Larsson se posaba en él, y dijo:

— ¿Y sabe usted, señora Assarsson, a qué hora se fue su marido de Narvavägen?

— Sí. Esa noche no podía dormir, así que me levanté a tomar una copita para conciliar el sueño a eso de las dos, y cuando vi que Gösta no estaba en casa llamé a Tornillo; bueno, ése es el mote que le han puesto al director Sjöberg, y Tornillo me dijo que Gösta se había ido de allí hacia las diez y media.

Se interrumpió y apagó el cigarrillo.

— ¿Y a dónde cree usted, señora Assarsson, que iba su marido en el autobús 47? —preguntó Martin Beck.

Assarsson lo miró con cara de susto.

— Indudablemente, debía de ir a casa de algún conocido del mundo de los negocios. Mi marido era un hombre muy emprendedor y trabajaba duro en su empresa; bueno, Ture, aquí presente, es también copropietario, claro, y no era infrecuente que tuviera asuntos de negocios por las noches. Por ejemplo, cuando llegaba gente de provincias que sólo venía a Estocolmo a pasar la noche.

Pareció perder el hilo, luego levantó su copa vacía, haciéndola girar entre los dedos. Gunvald Larsson estaba ocupado, escribiendo en su hoja de papel. Martin Beck extendió una de sus piernas y se masajeó la rodilla.

— ¿Tiene usted hijos, señora Assarsson? —preguntó Martin Beck.

La señora Assarsson puso su copa delante de su cuñado, para que se la llenara, pero éste, sin mirarla, se limitó a apartarla a un lado de la mesa. Ella lo miró amargada, se levantó con dificultad y se sacudió un resto de ceniza que había caído sobre su falda.

— No, señor comisario Peck, no tengo. Por desgracia, mi marido no pudo darme hijos.

Durante un rato, fijó sus ojos brillantes en algún punto indeterminado más allá de la oreja izquierda de Martin Beck. Éste advirtió entonces que estaba bastante borracha. Ella parpadeó despacio un par de veces y luego le miró:

— ¿Tiene usted antepasados norteamericanos, comisario Peck?

— No —respondió Martin Beck.

Gunvald Larsson seguía escribiendo. Martin Beck alargó el cuello y miró la hoja. Estaba llena de dibujos de camellos.

— Si me disculpan ustedes, señores comisarios Peck y Larsson, me gustaría retirarme —dijo la señora Assarsson encaminándose hacia la puerta con pasos vacilantes.

— Adiós, entonces. Ha sido un placer —dijo tambaleándose y cerró la puerta tras de sí.

Gunvald Larsson se guardó en el bolsillo el bolígrafo y la hoja con los camellos y se levantó con dificultad de la silla.

— ¿Con quién se acostaba? —dijo sin tan siquiera mirar a Assarsson.

Assarsson echó una mirada hacia la puerta cerrada.

— Eivor Olsson —dijo—. Una chica de la oficina.

CAPÍTULO XVII

Pocas cosas buenas podían decirse de aquel miércoles repulsivo.

Como era previsible, los periódicos vespertinos se enteraron del asunto Schwerin, y daban cuenta de él a toda página, con todo tipo de detalles y pullas sarcásticas contra la policía.

La investigación, decían, había entrado en punto muerto. La policía había ocultado a su único testigo importante. La policía había mentido descaradamente a la prensa y a la opinión pública.

Si la prensa y ese Gran Detective que es la opinión pública no recibían una información veraz, ¿cómo pretendía luego la policía recabar ayuda?

Lo único que la prensa todavía seguía sin comunicar era la muerte de Schwerin, pero esto sin duda se debía sólo al largo tiempo de imprenta.

De alguna manera, también se las habían ingeniado para descubrir el lamentable estado en que se hallaba el lugar del crimen cuando llegaron los técnicos forenses.

Se había perdido un tiempo precioso.

Y, por si esto fuera poco, se daba la circunstancia de que la matanza había coincidido en el tiempo con una redada, decidida un par de semanas antes, de intervención de material pornográfico lesivo contra las buenas costumbres en kioscos y estancos.

Uno de los periódicos tuvo el detalle de publicar en primera página que un loco asesino campaba a sus anchas en la ciudad y que la gente en su conjunto era presa del pánico.

Y, añadía, con las huellas del crimen todavía recientes, todo un ejército de descendientes espirituales de Fernández y González anda por ahí mirando fotos pornográficas, rascándose la cabeza y tratando de interpretar las difusas instrucciones del Ministerio de Justicia sobre lo que debe considerarse un atentado contra las buenas costumbres.

Cuando Kollberg llegó a Kungsholmsgatan, a eso de las cuatro de la tarde, tenía cristales de hielo en el cabello y en las cejas, gesto huraño y los periódicos vespertinos bajo el brazo.

— Si tuviéramos tantos confidentes como la prensa amarilla, no tendríamos que preocuparnos de dar un palo al agua.

— Es una cuestión de dinero —dijo Melander.

— Ya lo sé, ¿pero acaso eso mejora la situación?

— No —dijo Melander—. Pero es así de sencillo.

Vació su pipa dándole golpecitos y volvió a sus papeles.

— ¿Has hablado ya con los psicólogos? —le preguntó Kollberg malhumorado.

— Sí —respondió Melander sin levantar la cabeza—. Se están haciendo copias del informe.

En el cuartel general de operaciones había un nuevo rostro. Ya había llegado una tercera parte de los refuerzos prometidos: Månsson, de Malmö.

Månsson era casi tan alto como Gunvald Larsson pero de apariencia considerablemente más pacífica. Había llegado desde Escania, viajando de noche en su propio vehículo. Y no para agenciarse los míseros cuarenta y seis céntimos por kilómetro que daban de comisión, sino porque había pensado, muy atinadamente, que podía resultar útil tener a su disposición un coche con matrícula M de Malmö.

Ahora estaba junto a la ventana mirando al exterior mientras mascaba un mondadientes.

— ¿Puedo hacer algo? —preguntó.

— Sí. Hay varias personas a las que todavía no hemos tenido tiempo de tomar declaración. Ésta por ejemplo. La señora Ester Källström, viuda de una de las víctimas.

— ¿Del jefe de taller Johan Källström?

— Eso es. Karlbergsvägen 89.

— ¿Dónde está Karlbergsvägen?

— Allí hay un plano —dijo Kollberg fatigado.

Månsson dejó el mondadientes mascado en el cenicero de Melander, sacó uno nuevo del bolsillo de la chaqueta y lo contempló sin ningún tipo de entusiasmo. Examinó el plano unos instantes y se puso el abrigo. Cuando ya estaba en la puerta, se volvió para mirar a Kollberg.

— Oye.

— Sí, ¿qué pasa?

— ¿Conoces alguna tienda que venda mondadientes con sabores?

— No, la verdad es que no.

— Pues vaya —dijo Månsson abatido.

Antes de irse añadió, a modo de explicación:

— Tengo entendido que los hay. Estoy intentando dejar de fumar.

Cuando la puerta se cerró, Kollberg miró a Melander y dijo:

— Sólo he visto a ese tipo una vez en mi vida. El verano pasado, en Malmö. Entonces me preguntó exactamente lo mismo.

— ¿Lo de los mondadientes?

— Sí.

— Curioso.

— ¿Qué?

— Que lleve más de un año sin conseguirlos.

— Bah —dijo Kollberg—. Tú no tienes remedio.

Melander comenzó a cargar su pipa. Todavía sin levantar la mirada, inquirió:

— ¿Estás de mal humor?

— Pues, claro. No te jode.

— No tiene sentido cabrearse. Sólo trae inconvenientes.

— Mira quién habla —replicó Kollberg—, que no tienes sangre en las venas.

Melander no replicó y la conversación terminó ahí.

Pese a todas las afirmaciones de signo contrario, ese Gran Detective que es la opinión pública se empeñó a fondo durante las horas de la tarde. Centenares de personas llamaron por teléfono o se presentaron para declarar que, probablemente, habían viajado en el autobús de la matanza. La investigación se veía obligada a tramitar todas estas informaciones y lo cierto es que, por una vez, semejante medida se reveló no enteramente errática.

Un hombre que había subido a un autobús de dos pisos en el puente de Djurgården hacia las diez de la noche decía estar dispuesto a jurar que había visto a Stenström. Comunicó este punto por teléfono y la información fue derivada a Melander, que inmediatamente se puso en contacto con él. Era un hombre de unos cincuenta años. Parecía seguro de su testimonio:

— ¿Dice usted que vio al subinspector primero Stenström?

— Sí.

— ¿Dónde?

— Cuando subí en el puente de Djurgården. Iba sentado en el lado izquierdo del autobús, en el asiento situado detrás del conductor.

Melander asintió para sí. La información sobre la situación de las víctimas dentro del autobús no había sido todavía filtrada a la prensa.

— ¿Está seguro de que se trataba de él?

— Sí.

— ¿Cómo puede usted saberlo?

— Porque lo reconocí. He trabajado como vigilante nocturno.

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