El policía que ríe (22 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El policía que ríe
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La mujer le miró aterrada.

— ¿Yo? ¿Al depósito de cadáveres? ¡jamás de los jamases!

A las nueve de la mañana del miércoles, Nordin y la Rubia Malin bajaban de un taxi ante el Instituto de Medicina Forense de Tomtebodavägen. Martin Beck llevaba esperándolos un cuarto de hora. Entraron juntos en el depósito de cadáveres.

Bajo la capa de maquillaje, administrado con descuido, la Rubia Malin aparecía pálida. Tenía el rostro abotargado, y su cabello rubio no estaba tan bien peinado como la noche anterior.

Nordin había tenido que esperarla en el vestíbulo mientras ella se arreglaba. Cuando finalmente estuvo lista y salieron a la calle, Nordin pudo constatar que la iluminación apagada del restaurante la favorecía mucho más que la lívida luz matinal.

El personal del depósito de cadáveres estaba avisado, y fue el propio director quien se encargó de conducirlos hasta el enfriadero.

Habían echado un trapo sobre el rostro destrozado del cadáver, pero dejando el cabello visible.

La Rubia Malin se agarró al brazo de Nordin y murmuró:

— ¡Joder!

Nordin pasó un brazo por su amplia espalda y la fue acercando.

— Mire usted bien —dijo en voz baja—. A ver si es capaz de reconocerlo.

Ella se llevó la mano a la boca y contempló el cuerpo desnudo.

— ¿Y qué pasa con la cara? ¿Es que no puedo ver su cara?

— Puede usted dar las gracias por no tener que hacerlo —dijo Martin Beck—. De todos modos, tampoco podría reconocerlo.

La Rubia Malin asintió. Luego se quitó el pañuelo de la boca y volvió a asentir.

— Sí —dijo—, es Nisse. La cicatriz, y… sí, es él.

— Gracias, señorita Rosen —dijo Martin Beck—. Ahora nos vamos a tomar un café a la comisaría.

La Rubia Malin hizo el trayecto en silencio, pálida, sentada junto a Nordin en el asiento de atrás del taxi. De vez en cuando murmuraba:

— ¡Joder, qué espanto!

Martin Beck y Nordin le ofrecieron café y pasteles de hojaldre. Pasado un rato, aparecieron Kollberg, Melander y Rönn.

La mujer empezó a sobreponerse rápidamente. Resultaba obvio que el café no era lo único que contribuía a darle ánimos, sino también las atenciones que se le prodigaban. Respondió a todas las preguntas de buena gana, y antes de irse les dio a todos un apretón de manos y dijo:

— Muchas gracias. La verdad, no me figuraba yo que los made… que los policías eran tan majetes.

Cuando la puerta se cerró tras ella, siguieron todavía un rato reflexionando sobre estas últimas palabras. Finalmente, Kollberg dijo:

— Bueno, majetes, ¿resumimos?

Éste era el resumen:

Nils Erik «Nisse» Göransson.

Edad: treinta y ocho o treinta y nueve años.

Desde 1965, quizá incluso antes, sin ocupación fija.

Entre marzo y agosto de 1967 estuvo viviendo con Magdalena Rosén (alias la Rubia Malin), Arbetargatan, 3, Estocolmo K.

Después, hasta algún momento del mes de octubre, residió en casa de Sune Björk, en Söder.

Se desconoce su domicilio las semanas inmediatamente anteriores a su muerte.

Drogadicto. Fumaba, comía y se metía en vena todo lo que pillaba.

Posiblemente, también camello.

Padecía gonorrea.

La última vez que lo vio Magdalena Rosén fue el 3 o el 4 de noviembre, delante del restaurante Damberg. Llevaba entonces el mismo traje y el mismo abrigo que el día 13.

Solía tener mucho dinero.

1.
Alemán:
¡Venga, tío! ¿Es que estás loco?

CAPÍTULO XXIII

Así pues, de entre todos los que se ocupaban del caso, Nordin había sido el primero en aportar lo que, con algo de buena voluntad, podía calificarse de resultado positivo. Pero incluso en este punto había división de opiniones.

— Vale —dijo Gunvald Larsson—, ya sabemos el nombre de ese guarro. ¿Y ahora qué?

— Sí, sí —dijo Melander pensativo.

— ¿Qué murmuras?

— No le habíamos echado nunca el guante, al tal Göransson. Pero a mí ese nombre me suena.

— ¿Ah sí?

— Como si hubiera tenido alguna vez relación con alguna investigación…

— ¿Quieres decir que le has interrogado?

— No. En ese caso me acordaría. No he hablado nunca con él. Y también estoy seguro de no haberlo visto nunca. Pero, ese nombre… Nils Erik Göransson. Me suena de algo.

Melander fijó la mirada en algún punto remoto del despacho y dio una calada a su pipa.

Gunvald Larsson hacía aspavientos con sus manos enormes. Era enemigo declarado del tabaco y el humo le molestaba.

— A mí me interesa más ese cerdo, Assarsson —dijo.

— Bueno, ya me acordaré… —dijo Melander.

— Seguro, si no te mueres antes de un cáncer de pulmón.

Gunvald Larsson se levantó y entró en el despacho de Martin Beck.

— ¿De dónde sacó el dinero Assarsson?

— Ni idea.

— ¿A qué se dedica su empresa?

— Importan un montón de trastos. Al parecer, cualquier cosa que resulte provechosa, desde grúas hasta árboles de Navidad de plástico.

— ¿Árboles de Navidad de plástico?

— Sí, hoy en día hay una gran demanda. Por desgracia.

— Me he tomado la molestia de investigar los impuestos que estos tipos y su empresa han pagado en los últimos años.

— ¿Y?

— Aproximadamente una tercera parte de lo que soltamos tú o yo. ¡Y cuando pienso en la casa que tenía montada la viuda!

— ¿Sí?

— Me encantaría poder registrar sus oficinas.

— ¿Con qué pretexto?

— No sé.

Martin Beck se encogió de hombros. Gunvald Larsson se dirigió hacia la puerta. Luego, parándose en el umbral, añadió:

— Un cabronazo, el tal Assarsson. Y no creo que el hermano sea mucho mejor.

Inmediatamente después, fue Kollberg quien apareció por la puerta del despacho. Parecía cansado y tristón. Sus ojos estaban inyectados de sangre.

— ¿Qué te traes entre manos? —le preguntó Martin Beck.

— He estado escuchando la cinta del interrogatorio que Stenström le hizo a Birgersson, el tío que se cargó a su mujer. Me ha llevado toda la noche.

— ¿Y?

— Nada. Absolutamente nada. A no ser que a mí se me haya escapado algo.

— Siempre cabe esa posibilidad.

— Muy amable de tu parte —respondió Kollberg y cerró la puerta tras de sí, dando un portazo.

Martin Beck clavó los codos sobre la mesa y se cogió la cabeza con las manos.

Era ya viernes, 8 de diciembre. Habían pasado veinticinco días, pero en buena medida podía decirse que la investigación seguía todavía en punto muerto. Por si esto fuera poco, comenzaba a haber signos de desbandada. Cada cual tiraba de su propio hilo.

Melander intentaba recordar dónde y cuándo había visto u oído el nombre de Nils Erik Göransson.

Gunvald Larsson andaba caviloso, intentando averiguar de dónde había salido el dinero de los hermanos Assarsson.

Kollberg intentaba aclarar en qué sentido un parricida perturbado de nombre Birgersson había podido poner a Stenström de buen humor.

Nordin procuraba establecer algún vínculo entre Göransson, la matanza y el garaje de Hägersten.

Ek había avanzado en su conocimiento técnico del autobús rojo de dos pisos hasta tal punto que, ahora mismo, resultaba prácticamente imposible hablar con él de otra cosa que no fueran circuitos eléctricos o limpiaparabrisas.

Månsson había hecho suyas las vagas ideas de Gunvald Larsson de que Mohammed Boussie debía de desempeñar un papel clave, teniendo en cuenta su condición de argelino, y estaba realizando interrogatorios sistemáticos a toda la población árabe de Estocolmo.

El propio Martin Beck no se quitaba a Stenström de la cabeza: de qué se ocupaba, a quiénes había estado siguiendo, y si cabía la posibilidad de que alguno de ellos le hubiera disparado. El razonamiento resultaba cualquier cosa menos convincente. ¿Era concebible que un policía tan experimentado como Stenström se dejase matar a tiros por la persona a la que seguía? ¿En un autobús?

Y Rönn no podía dejar de pensar en lo que Schwerin había dicho en el hospital segundos antes de morir.

Precisamente esta tarde habló por teléfono con el técnico de sonido de Radio Suecia que había intentado analizar lo que se decía en la cinta.

El hombre se había tomado su tiempo, pero finalmente consiguió acabar su informe.

— No puede decirse que el material disponible sea especialmente fecundo —dijo—. En cualquier caso, he llegado a algunas conclusiones. ¿Quiere oírlas?

— Sí —contestó Rönn.

Se cambió el auricular a la mano izquierda y echó mano de su libreta de notas.

— Usted es de Norrland, ¿no es así?

— Pues, sí.

— Bueno, en cualquier caso lo que nos interesa no son las preguntas, sino las respuestas. Lo primero que he procurado ha sido eliminar todos los sonidos marginales que aparecen en la cinta, como zumbidos, goteos y demás.

Rönn atendía con el bolígrafo preparado.

— Por lo que hace a la primera respuesta, la que contesta a la pregunta sobre quién disparó, se pueden distinguir claramente cuatro consonantes: d, n, r y k.

— Pues sí —dijo Rönn.

— Un análisis más detallado permite oír también ciertos sonidos vocálicos y diptongos, entre y detrás de esas consonantes. Por ejemplo, entre la d y la n se escucha una «e» o una «i».

— Dinrk —dijo Rönn.

— Sí, aproximadamente así es como suena para un oído no Entrenado —dijo el perito—. También me parece oír que el hombre pronuncia un «ai» muy suave después de la «k».

— Dinrk ai —dijo Rönn.

— Algo por el estilo, sí. Aunque el «ai» no es tan fuerte.

El experto hizo una pausa. Luego dijo, en tono meditativo:

— ¿Este hombre se hallaba en unas condiciones pésimas, verdad?

— Pues sí.

— Y es de suponer que sentía dolor.

— Probablemente —respondió Rönn.

— Entonces —prosiguió el experto en un tono más animado—, se podría explicar por qué dice «ay».

Rönn asintió, al tiempo que tomaba notas. Se daba golpecitos con el bolígrafo en la punta de la nariz. Escuchaba.

— En cualquier caso, yo tengo la convicción de que esos sonidos articulan una frase, formada por varias palabras.

— ¿Y qué dice esa frase? —preguntó Rönn acercando el bolígrafo al papel.

— Resulta muy difícil de decir. Realmente, muy difícil. Por ejemplo, algo así como «de un rico, ay» o «Don Henryk, ay».

— ¿¡Don Henryk, ay!? —exclamó Rönn estupefacto.

— Sí. Es sólo por ponerle un ejemplo, desde luego. Bueno, y por lo que se refiere a la otra respuesta…

— ¿Kamalson?

— ¿Ah, así es cómo lo interpretó usted? ¡Qué curioso! Yo no. Yo, por mi parte, he sacado en limpio que dice dos palabras. Primero «kam» o «sam» y luego «alson».

— ¿Y eso qué podría significar?

— Bueno, cabe pensar que se trata de un nombre: Alson, o a lo mejor incluso Ålson, con Å.

— ¿Sam Alson? ¿Sam Ålson?

— Sí, justo. Exactamente. En la palabra Alson usted pronuncia la misma «l» con resonancia velar. Quizá se trate de un dialecto parecido.

El técnico de sonido guardó silencio durante unos segundos. Luego dijo:

— Pero resulta poco probable que haya alguien llamado Sam Alson o Sam Álson, ¿no es así?

— Sí.

— Pues eso es todo. Naturalmente, les enviaré un informe escrito, junto con la factura. En cualquier caso, pensé que lo mejor era llamarle por teléfono, por si corría prisa.

— Gracias —dijo Rönn.

Colgó el teléfono y contempló pensativo sus anotaciones.

Tras una ponderada reflexión, tomo la decisión de no comunicar nada a la dirección de la investigación. En cualquier caso, no en la fase actual.

Cuando Kollberg llegó a Långholmen había oscurecido ya, y eso que el reloj marcaba sólo las tres menos cuarto de la tarde. Tenía frío, estaba de mal humor y el ambiente carcelario no venía precisamente a mejorar las cosas. El frío y destartalado cuarto destinado a las visitas resultaba poco acogedor, y Kollberg paseaba de un lado para otro con gesto sombrío, aguardando la aparición de la persona a la que había venido a ver. El individuo que se llamaba Birgersson había matado a golpes a su mujer y permanecía bajo observación médica en el Instituto de Psiquiatría Forense. Era de suponer que, llegado el momento, sería declarado no responsable de sus actos y trasladado a alguna institución.

Transcurrido aproximadamente un cuarto de hora, se abrió una puerta y un vigilante enfundado en un uniforme azul oscuro introdujo en la sala a un hombrecillo de cabello ralo que rondaría los sesenta años. El hombre se detuvo apenas franqueado el umbral, sonrió e hizo una educada reverencia. Kollberg se acercó a él y se dieron la mano.

— Kollberg.

— Birgersson.

El hombre resultaba simpático y locuaz.

— ¿El subinspector Stenström? ¡Pues claro que me acuerdo de él! Era muy simpático. Salúdele usted de mi parte.

— Ha muerto.

— ¿Muerto? ¡No me lo puedo creer! Un chico tan joven… ¿Qué le ha pasado?

— Precisamente de eso quería hablar con usted.

Kollberg le puso al corriente del tema que quería discutir con él.

— He escuchado toda la grabación —dijo a modo de conclusión—. Pero me imagino que cuando comían algo, o tomaban café, no tenían el magnetófono en marcha…

— Así es.

— Y también entonces seguían hablando, ¿no?

— Desde luego. La mayor parte de las veces.

— ¿Sobre qué?

— Sobre cualquier cosa.

— ¿Puede usted recordar algo que a Stenström le resultara especialmente interesante?

El hombre reflexionó y luego negó con la cabeza.

— Hablábamos de todo un poco. De esto y de aquello. Pero… ¿algo especial? ¿Qué podría haber sido?

— Eso es precisamente lo que ignoro.

Kollberg sacó el libro de notas que había encontrado en casa de Åsa y se lo mostró.

— ¿Le dice algo esto? ¿Por qué escribió «Morris»?

El rostro del hombre se iluminó súbitamente.

— Supongo que hablábamos de coches. Yo tenía un Morris ocho, el modelo grande, sabe usted. Quizá me referí a él por casualidad.

— Vale. Eso lo explica todo. Si se acuerda de algo más, por favor, llámeme inmediatamente. A la hora que sea.

— Era viejo y la verdad es que no valía mucho, mi Morris, pero funcionaba bien. A mi… mujer le daba vergüenza. Decía que tener un trasto así, cuando todos los demás tenían coches nuevos…

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