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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (114 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—¡Oh, ya lo creo que sí! —masculló Mario con una sonrisa, cogiendo papel y aplicándose laboriosamente a redactar una breve carta. Luego mandó llamar a Quinto Lutacio Catulo César.

Catulo César llegó bullente de entusiasmo, porque el correo privado que había traído la carta de Rutilio Rufo, había igualmente traído para él dos misivas: una de Metelo el Numídico y otra de Escauro.

Pero su gozo se desvaneció al ver que Mario ya sabía lo de la aprobación de los dos triunfos, porque Catulo César se estaba relamiendo de gusto ante la perspectiva de ver la cara que ponía Mario al enterarse. No obstante, era algo secundario. El triunfo era lo que contaba.

—Así que me gustaría regresar a Roma en octubre, si no tenéis inconveniente —añadió Catulo César—. Celebraré yo primero mi triunfo, ya que vos, siendo cónsul, no podréis marchar tan pronto.

—Se os niega el permiso —dijo Mario con medida cortesía—. Regresaremos juntos a Roma a finales de noviembre, como estaba previsto. De hecho, acabo de enviar una carta al Senado en nombre de los dos. ¿Queréis que os la lea? No voy a atormentaros con mi escritura, así que os la leeré en voz alta.

Dicho lo cual, cogió una hoja de su desordenada mesa y se puso a leerla.

 

Cayo Mario, cónsul por quinta vez, da las gracias al Senado y al pueblo de Roma por su preocupación y consideración en relación con el asunto de los triunfos para él y su lugarteniente, el procónsul Quinto Lutacio Catulo. Alabo a los padres conscriptos por su admirable frugalidad en decretar un solo triunfo para cada uno de los generales romanos. No obstante, a mí me preocupa más que a los padres conscriptos el gravoso coste de esta larga guerra. Y lo mismo sucede con Quinto Lutacio. Por lo cual Cayo Mario y Quinto Lutacio compartirán un solo triunfo. Que toda Roma sea testigo del acuerdo y avenencia de los generales al desfilar juntos por sus calles. Por lo cual me complazco en notificar que Cayo Mario y Quinto Lutacio Catulo celebrarán el triunfo en las calendas de diciembre. Juntos. Viva Roma.

 

—¡Bromeáis! —musitó Catulo César, blanco como el papel.

—¿Bromear? ¿Yo? —replicó Mario parpadeando bajo sus pobladas cejas—. ¡Nunca, Quinto Lutacio!

—¡No... no lo consentiré!

—No os queda más remedio —replicó Mario con voz dulce—. Pensaban que me habían vencido, ¿verdad? El simpático Metelo el Numídico, el Meneitos, y sus amigos... ¡vuestros amigos! Pues a mi no me vence nadie de los vuestros.

—¡El Senado ha decretado dos triunfos y dos triunfos se celebrarán! —replicó Catulo César, tembloroso.

—Sí, podéis insistir, Quinto Lutacio, pero no estará bien, ¿no creéis? Elegid: o vos y yo hacemos un único desfile triunfal o vais a quedar en ridículo. Punto.

Y así fue. La carta de Mario llegó al Senado y éste decretó un solo triunfo para el primer día del mes de diciembre.

Catulo César no tardó en vengarse, escribiendo una carta al Senado en la que se quejaba de que el cónsul Cayo Mario había usurpado las prerrogativas de la cámara y el pueblo de Roma, otorgando plena ciudadanía a mil soldados de tropas auxiliares del Picenum en el mismo campo de Vercellae. Además, se había excedido en su autoridad consular, decía Catulo César, anunciando la formación de una colonia de legionarios veteranos romanos en la ciudad de Eporedia, de la Galia itálica.

 

Cayo Mario ha establecido esta colonia anticonstitucional para apoderarse del oro de aluvión que se extrae del lecho fluvial del Duria Maior en Eporedia. El procónsul Quinto Lutacio —añadía— desea señalar también que fue él quien ganó la batalla de Vercellae y no Cayo Mario. Como prueba terminante, aduce los treinta y cinco estandartes germanos en su posesión, contra sólo dos en poder de Cayo Mario. En mi condición de vencedor de Vercellae, reclamo mi derecho a vender como esclavos a todos los prisioneros. Cayo Mario pretende quedarse con un tercio.

 

En respuesta, Mario distribuyó copias de la carta de Catulo César entre sus propias tropas y las del procónsul, con un lacónico epígrafe en el que Mario explicaba que el producto de la venta de los cautivos cimbros hechos en Vercellae, hasta el límite de un tercio que había querido reservarse, se entregarían al ejército de Quinto Lutacio Catulo. Y señalaba que su propio ejército ya había recibido el producto de la venta de esclavos teutones después de la batalla de Aquae Sextiae y no quería que el ejército de Catulo César se sintiera marginado, porque tenía entendido que Quinto Lutacio —como era su derecho— se quedaría con el producto de la venta de los otros dos tercios de esclavos cimbros.

Glaucia leyó las dos cartas en el Foro y la muchedumbre se desternilló de risa. A nadie podía caberle duda de quién era el auténtico vencedor, y de que Mario se preocupaba más de sus tropas que de sí mismo.

—Tenéis que poner fin a esa campaña para desprestigiar a Cayo Mario —dijo Escauro, príncipe del Senado, a Metelo el Numídico—, u os van a abofetear la próxima vez que aparezcáis por el Foro. Y más vale que escribáis a Quinto Lutacio y se lo digáis. Queramos o no, Cayo Mario es el primer hombre de Roma. Ha ganado la guerra contra los germanos y lo sabe toda la ciudad. Es el héroe popular, el semidiós del pueblo. Tratad de derribarlo y se os echará Roma encima, Quinto Cecilio.

—¡Me meo en la gente! —respondió Metelo el Numídico, que estaba amargado por tener que dar alojamiento a su hermana Metela Calva y al amante de baja estofa de turno.

—Mirad, podemos hacer otras cosas —añadió Escauro—. Para empezar, podéis presentaros otra vez a cónsul. Hace diez años que lo fuisteis, ¿os dais cuenta? Desde luego, Cayo Mario volverá a presentarse. ¿No sería una maravilla tararle el sexto consulado con la animadversión de un colega como vos?

—¿Pero cuándo nos vamos a librar de esta enfermedad incurable llamada Cayo Mario? —dijo el Numídico, desesperado.

—Esperemos que pronto —dijo Escauro, nada dado a desesperarse—. Un año. No creo que más.

—A mí me parece que nunca.

—¡No, no, Quinto Cecilio, os rendís fácilmente! Igual que Quinto Lutacio, permitís que vuestro odio hacia Cayo Mario os obnubile. ¡Pensad! ¿Cuánto tiempo durante estos cinco consulados eternos ha estado Cayo Mario en Roma?

—Apenas unos días. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Tiene que ver totalmente, Quinto Cecilio. Cayo Mario no es un gran político, aunque hay que admitir que posee un excelente cerebro en esa cabezota. En lo que brilla Cayo Mario es como soldado y estratega. Yo os aseguro que no va a medrar en los comicios y en la curia cuando su mundo quede reducido a eso. ¡No le dejaremos medrar! Le burlaremos como a un toro, le trincaremos y no le dejaremos moverse. Y le derribaremos. Ya veréis —dijo Escauro con absoluta confianza.

Imaginando aquellas magníficas perspectivas que Escauro enunciaba, Metelo el Numídico sonrió.

—Sí, lo entiendo, Marco Emilio. Muy bien, me presentaré a cónsul.

—¡Estupendo! Lo seréis; no puede ser de otra manera una vez que nos hagamos con toda la influencia posible en la primera y segunda clase, por mucho que admiren a Cayo Mario.

—¡Ah, estoy deseando ser su colega! —dijo Metelo el Numídico desperezándose mentalmente—. ¡Le entorpeceré todo lo que pueda y le haré la vida imposible!

—Sospecho que recibiremos una inesperada ayuda de un cuarto —añadió Escauro con gesto felino.

—¿Qué cuarto?

—Lucio Apuleyo Saturnino va a presentarse otra vez a las elecciones de tribuno de la plebe.

—¡Nefasta noticia! Ese, ¡qué va a ayudarnos!

—No, es una excelente noticia, Quinto Cecilio, creedme. Cuando vos hinquéis los dientes en la grupa de Cayo Mario, igual que yo, Quinto Lutacio y cincuenta más, Cayo Mario no tendrá más remedio que alistar a Saturnino. Yo conozco a Cayo Mario. Se le acosa sin piedad, y en esas circunstancias da palos de ciego. Igual que un toro ante el señuelo. Caerá en la tentación de recurrir a Saturnino. Y yo creo que Saturnino es el peor instrumento al que puede recurrir Cayo Mario. ¡Ya veréis! Son sus aliados los que nos ayudarán a derribar al toro Cayo Mario —sentenció Escauro.

 

El instrumento iba camino de la Galia itálica para ver a Cayo Mario, con más ganas de establecer una alianza con él de lo que éste lo estaba en aquel momento respecto a su persona, pues Saturnino actuaba en el ruedo político de Roma y Mario permanecía en el elíseo de su mando militar.

Se entrevistaron en la pequeña ciudad de Comun, a orillas del lago Larius, en donde Mario había alquilado una villa del finado Lucio Calpurnio Piso, el mismo que había perecido con Lucio Casio en Burdigala. Lo cierto es que Mario estaba más cansado de lo que habría consentido en admitir ante Catulo César, que tenía diez años menos que él. A éste le había enviado a un remoto lugar de la provincia a presidir juicios y él se había retirado a disfrutar de unas vacaciones, dejando a Sila el mando del ejército.

Naturalmente, al presentarse Saturnino, Mario le invitó a quedarse y ambos se dispusieron a hablar despreocupadamente en aquel placentero decorado de un lago más hermoso que ninguno de la península.

No es que Mario se hubiese vuelto más enrevesado, pues cuando llegaba el momento de abordar un tema, lo hacía sin rodeos.

—No quiero que Metelo el Numídico sea mi colega consular el año que viene —dijo de pronto—. He pensado en Lucio Valerio Flaco, que es persona maleable.

—Se adaptaría bien —dijo Saturnino—, pero no conseguiréis que le nombren, porque los padres de la patria están apoyando la candidatura de Metelo —añadió mirando inquisitivo a Mario—. En cualquier caso, ¿vais a presentaros al sexto consulado? Desde luego, con la derrota de los germanos podéis dormiros en los laureles.

—Ojalá pudiera, Lucio Apuleyo, pero no ha concluido la tarea por el simple hecho de haber derrotado a los germanos. Tengo dos ejércitos de proletarios por licenciar, o mejor dicho, tengo uno de seis legiones reforzadas y Quinto Lutacio otro de seis legiones muy reforzadas. Pero me considero el responsable de los dos, porque Quinto Lutacio piensa que basta con entregarles los papeles de licencia y nada más.

—¿Seguís decidido a darles tierras, verdad? —inquirió Saturnino.

—Así es. Si no lo hiciera, Lucio Apuleyo, Roma quedaría empobrecida en varios aspectos. Primero, porque se encontraría con más de quince mil veteranos que invadirían la urbe y toda Italia con un poco de dinero que gastarían en unos días, para convertirse a continuación en perenne foco de disturbios en donde se instalaran. Si hay guerra, volverían a alistarse; pero si no la hay, van a constituir un grave inconveniente —respondió Mario.

—Lo entiendo —añadió Saturnino inclinando la cabeza.

—Se me ocurrió estando en Africa y por eso reservé las islas de la costa para asentamiento de los veteranos. Tiberio Graco quiso asentar a los pobres de Roma en las tierras de Campania para que la ciudad resultara más cómoda y segura y así inyectar nueva sangre en el agro. Pero hacerlo en Italia fue un error, Lucio Apuleyo —dijo Mario, pensativo—. Necesitamos romanos de extracción humilde en nuestras provincias. Y sobre todo soldados veteranos.

La perspectiva era hermosa, pero Saturnino no la veía.

—Bueno, todos oímos el discurso respecto a llevar la vida de Roma a las provincias —dijo— y la respuesta de Dalmático. Pero no es ése el verdadero propósito, ¿verdad, Cayo Mario?

—¡Veo que sois muy agudo! —replicó Mario con fulgor en la mirada—. ¡Claro que no! A Roma —añadió inclinándose hacia él— le costaría mucho dinero enviar ejércitos a las provincias para abortar las sublevaciones y hacer cumplir las leyes. Mirad el caso de Macedonia. Allí tenemos dos legiones permanentemente acantonadas que al Estado le cuestan un dinero que podría emplearse mejor en otras cosas. ¿Qué pasaría si asentásemos a veinte o treinta mil veteranos en tres o cuatro colonias en Macedonia? Grecia y Macedonia son países muy despoblados en este momento, ya hace más de un siglo que lo son. ¡No hay más que ciudades fantasma! Y los terratenientes romanos absentistas con grandes propiedades, que producen poco, que no rinden nada para el país, son reticentes a emplear a hombres y mujeres indígenas. Y cuando los escordiscos cruzan la frontera, siempre hay guerra, los terratenientes se quejan al Senado y el gobernador se vuelve loco enfrentándose, por un lado, a esos nómadas celtas y a las airadas cartas de Roma, por otro. Pues yo daría mejor uso a esas tierras de propietarios romanos absentistas, llenándolas de colonias de soldados veteranos; estarían mucho más pobladas y constituirían una importante guarnición en caso de guerra.

—Eso se os ocurrió en Africa —sentenció Saturnino.

—Cuando repartí grandes parcelas a romanos que ni siquiera visitarán sus posesiones, pues se limitaron a enviar administradores y a emplear a grupos de esclavos, sin preocuparse de la situación local ni de los indígenas, impidiendo el progreso de Africa y dejándola a merced de un nuevo Yugurta. No es que quiera derogar la propiedad romana de tierras en las provincias, sino que algunas parcelas de estas tierras alojen a buen número de romanos veteranos de la milicia que podamos alistar en caso necesario. —Se recostó de nuevo en la silla para no mostrar lo acuciante de su deseo—. Hay un modesto ejemplo de la utilidad de estas colonias de veteranos en países extranjeros en momentos de gravedad. Al pequeño contingente que asenté personalmente en la isla de Meninx le llegó la noticia de la rebelión de esclavos en Sicilia y se organizaron por unidades, alquilaron naves y desembarcaron en Lilybaeum a tiempo de impedir que la ciudad cayese en manos de Atenión.

—Ya entiendo lo que queréis conseguir, Cayo Mario —dijo Saturnino—. Es un esquema excelente.

—Pero lo rechazarán, aunque sólo sea porque es obra mía —dijo Mario con un suspiro.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Saturnino; quien rápidamente volvió la cabeza, fingiendo admirar el reflejo de árboles, montañas y nubes en el espejo perfecto del lago. ¡Mario cedía! ¡A Mario no le interesaba lo más mínimo el sexto consulado!

—Supongo que habréis sido testigo en Roma del griterío y las protestas por haber concedido la ciudadanía a esos excelentes soldados de Camerinum... —añadió Mario.

—Sí. Ha trascendido a toda Italia —respondió Saturnino—, y toda Italia está de acuerdo con la medida, pese a que en Roma los padres de la patria no la aprobaron.

—¿Y por qué no van a ser ciudadanos romanos? —inquirió Mario, irritado—. Han combatido mejor que ninguno, Lucio Apuleyo, eso nadie puede negarlo. Si por mí fuera, concedería la ciudadanía a todos los habitantes de Italia —dijo con un suspiro—. Cuando digo que quiero tierras para los veteranos proletarios, me refiero a eso. Tierras para todos ellos: romanos, latinos e itálicos.

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