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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

El primer hombre de Roma (14 page)

BOOK: El primer hombre de Roma
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—No sé cómo agradecéroslo, Cayo Mario —dijo César, soltando finalmente la mano del militar, cada vez más inquieto—. No hago más que repetirme que no os vendo a mi hija, pero en este momento sí me lo parece. Y es cierto, Cayo Mario, que no vendería a mi hija. Estoy convencido de que su futuro con vos y el destino de los hijos que tengáis será ilustre. Estoy seguro de que la cuidaréis como es debido y la querréis como yo deseo. —Su voz era ronca. No habría sido capaz de conseguir una suma tan importante para la dote de Julia, como deseaba Marcia, se puso en pie un tanto tembloroso, cogió el pergamino con mayor naturalidad de la que le dictaban su mente y su corazón, y se lo guardó en la bolsa que los pliegues de la toga formaban bajo su brazo derecho libre—. No estaré tranquilo hasta haberlo depositado en mi banco. Julia... —añadió vacilante— no cumple dieciocho años hasta primeros de mayo, pero no quisiera retrasar la boda hasta medíados de julio, así que, si os parece, podemos concertar la ceremonia para el mes de abril.

—Aceptado por mi parte —respondió Mario.

—Yo ya lo había pensado así —prosiguió César, por ganas de seguir hablando y romper aquel hielo que había creado—. Es una incomodidad cuando una muchacha ha nacido justo al principio de la única época del año en que se considera mala suerte casarse. No sé yo por qué el final de la primavera y el principio del verano se consideran de mala suerte. Esperad aquí, Cayo Mario —añadió cambiando de tono—. Os enviaré a Julia.

Ahora le tocaba a Cayo Mario estar en ascuas mientras esperaba en el pequeño y ordenado despacho con profunda angustia. ¡Ojalá la muchacha no se mostrara demasiado reacia! No había advertido en la actitud de César nada que se lo indicara, pero sabía muy bien que había cosas que no se decían, y anhelaba que Julia deseara casarse por propia voluntad. Pero ¿cómo iba a desear una unión tan poco adecuada a su cuna, su belleza y su juventud? ¿Habría derramado muchas lágrimas al saber la noticia? ¿No suspiraría ya por algún joven hermoso de la aristocracia, que el sentido común y la necesidad le vedaban? ¡Vaya marido para Julia: un itálico ya mayor que no hablaba griego!

La puerta que daba a la columnata al final del jardín peristilo se abrió hacia dentro y el sol entró en el despacho como una fanfarria de trompetas, cegador, ardiente y dorado. Julia aparecía enmarcada en aquel halo, con la mano derecha alargada y sonriente.

—Cayo Mario —dijo con amable voz y risueña mirada.

—Julia —respondió él acercándose a estrechar su mano, sin saber qué hacer con ella ni cómo reaccionar—. ¿Os ha dicho vuestro padre ... ? —añadió con un carraspeo.

—Oh, sí —respondió ella sin que su sonrisa se borrase, antes bien aumentó, sin que en su actitud se advirtiese nada pueril ni inmaduro. Muy al contrario, parecía dominar perfectamente la situación con gran aplomo y una actitud de real poderío, aunque sumisa.

—¿No os importa? —inquirió él, tajante.

—Me complace mucho —respondió ella mirándole con sus hermosos ojos grises, cálidos y risueños; y, como para tranquilizarle, le apretó la mano con afecto—. Cayo Mario, Cayo Mario, ¡no estéis tan preocupado! ¡De verdad que me complace mucho!

Mario alzó la mano izquierda, estorbada por los pliegues de la toga, y sostuvo la de ella entre las suyas, mirando aquellas uñas perfectamente ovales y los rosados dedos.

—¡Ya soy un hombre mayor! —dijo.

—Pues me gustarán los hombres mayores, porque vos me gustáis.

—¿Que os gusto?

—¡Claro! —replicó ella parpadeando—. Si no, no me habría avenido a casarme con vos. Mi padre es un hombre amabilísimo, no un tirano. Por mucho que deseara que yo quisiera casarme con vos, jamás me habría obligado a hacerlo.

—Pero, ¿seguro que no os habéis forzado vos misma? —inquirió Mario.

—No era necesario —respondió ella con voz pausada.

—¡Seguro que hay un joven que os gusta más!

—Ninguno. Los jóvenes se parecen demasiado a mis hermanos.

—Pero... pero... —balbució él, buscando desesperadamente algún inconveniente— ... ¡mis cejas!

—A mí me parecen maravillosas —respondió ella.

Mario notó que se ruborizaba sin poderlo remedíar, y esto le hizo perder aún mayor aplomo; luego comprendió que por muy contenida y entera que ella se mostrara, no dejaba de ser una muchacha inocente, que no se daba cuenta de lo que él estaba pasando.

—Vuestro padre ha fijado la boda para abril, antes de vuestro cumpleaños, ¿os parece bien? —inquirió.

—Bueno, no digo que no, sí él lo ha decidido —replicó ella frunciendo el entrecejo—, pero yo preferiría que fuese en marzo, si a él y a vos os parece. Me gustaría casarme el día de la fiesta de Anna Perenna.

Un día apropiado, pero también aciago. La fiesta de Anna Perenna, celebrada en la primera luna llena de marzo, estaba muy vinculada a la luna y al viejo Año Nuevo. En sí, el día de fiesta era venturoso, pero no el día siguiente.

— ¿No teméis iniciar vuestra vida de desposada con mal presagio? —inquirió él.

Ella puso su mano izquierda en la derecha de él y le miró muy seria.

—Mi madre me ha concedido muy poco tiempo para estar con vos —dijo—, y hay una cosa que quiero aclarar entre los dos antes de que venga. Mi dote —añadió, sustituyendo la sonrisa por un gesto de seria reserva—. No es que piense que no vayamos a entendernos bien, Cayo Mario, porque no veo nada en vos que me haga dudar de vuestro carácter o vuestra integridad, y ya veréis que yo sabré comportarme. Si nos respetamos mutuamente, seremos felices. Sin embargo, mi madre se ha empeñado en lo de la dote y mi padre está muy angustiado por su actitud. Ella insiste en que debo tener dote por si un día decidís divorciaros; pero mí padre se ve ya muy abrumado por vuestra generosidad y detesta pediros más. Por eso dije que yo os lo pedíría, y lo hago antes de que venga mi madre, porque es muy probable que diga algo sobre ello. —No había codícia en su mirada, únicamente preocupación—. ¿No podríamos establecer una suma aparte, conviniendo en que si, como yo espero, no hay necesidad de divorcio, sea de ambos, y sí nos divorciásemos fuese mía?

¡Vaya abogada! Una verdadera romana. Todo muy bien expuesto, nada ofensivo, y claro como el agua.

—Lo creo posible —respondió él muy serio.

—Tened la seguridad de que no la gastaré mientras esté casada con vos —añadió ella—. En eso, soy honrada.

—Si eso es lo que deseáis, dadlo por hecho —replicó él—. Pero no hacen falta condiciones. Me complace entregar una suma a vuestro nombre para que hagáis lo que queráis.

—¿Del mismo modo que me elegisteis a mí en vez de a Julílla? —replicó ella riendo—. No, gracias, Cayo Mario. Prefiero hacerlo formalmente —añadió muy tranquila, alzando la vista—. ¿Queréis besarme antes de que venga mi madre?

Su demanda de la dote no le había desconcertado, pero aquello sí. De pronto comprendió lo importantísimo que era no hacer nada que la decepcionara o, peor aún, que causara desagrado físico en ella. Y él, ¿qué sabía de besos, de relaciones amorosas? Su orgullo no había jamás requerido afirmaciones por parte de sus aisladas queridas a propósito de su capacidad amatoria, porque realmente nunca le había preocupado lo que pensaban de él en ese aspecto ni del modo de besar; y tampoco tenía la menor idea de lo que una muchacha esperaba de su primer amante. ¿Tenía que abrazarla apasionadamente, o aquel primer contacto había de ser casto y leve? ¿Lujuria o respeto, ya que el amor era en el mejor de los casos una esperanza futura? Julia era una posibilidad desconocida, y él no tenía indicio alguno de lo que esperaba o de lo que quería. Lo único que sabía era que agradarla era lo que más le importaba.

Por fin se aproximó más a ella sin soltarle las manos y bajó la cabeza, no mucho porque ella era muy alta. La muchacha tenía los labios juntos y fríos, blandos y sedosos. Cerró los ojos y el instinto natural resolvió aquel dilema al acercar su boca dispuesto a recibir lo que ella quisiera darle. Para Julia era una experiencia totalmente nueva, algo que deseaba, ignorando lo que podría traerle, pues César y Marcia habían mantenido a sus hijas vigiladas, refinadas e ignorantes, aunque no excesivamente inhibidas. Aquella muchacha, tan cultivada, no se había criado como su hermana menor, pero también tenía una gran sensibilidad. La diferencia entre Julia y Julilla era más de calidad que de capacidad.

Cuando sus manos pugnaron por soltarse, él las dejó caer en seguida, y se habría apartado de ella si Julia no hubiese levantado inmediatamente los brazos, echándoselos al cuello. El beso cobró calor, ella entreabrió los labios y Mario volvió a alzar los brazos para abrazarla. La amplitud y los pliegues de la toga impedían un contacto más íntimo, lo cual jugó a favor de ambos, pues así llegó con naturalidad el final espontáneo de aquel exquisito momento de mutua exploración.

Marcia, que había entrado sigilosamente, no pudo reprocharles nada, pues, aunque los halló abrazados, la boca de Mario reposaba castamente sobre la mejilla de ella, y Julia, con la mirada baja, permanecía tan contenta e incólume como un gato bien acariciado.

Ninguno de los dos se turbó; se separaron y se volvieron hacia Marcia, quien los miró —creyó observar Mario— con una sonrisa. De abolengo aristocrático no tan antiguo como los Julios César, Mario notó en ella cierta actitud de agravio, y comprendió que la mujer habría preferido ver a su hija casada con alguien de su propia clase, aunque ello no hubiese supuesto ningún ingreso pecuniario para la familia. Sin embargo, en aquel momento, la felicidad de Mario era completa y podía hacer caso omiso del resentimiento de su futura suegra, unos dos años más joven que él. Porque lo cierto es que ella tenía razón: Julia debía haber sido para alguien más joven y mejor que un palurdo itálico maduro que no sabía griego. ¡Lo cual no quería decir que ni por un instante fuese a cambiar la idea de hacerla suya! Al contrario; demostraría a Marcia que Julia se llevaba al mejor de los hombres.

—He pedido una dote, madre —dijo Julia inmediatamente—, y todo está arreglado.

Marcia fingió con gran donaire que se molestaba.

—Eso era obligación mía —replicó—, No de mi hija ni de mi esposo.

—Es natural —añadió él, sonriente,

—Habéis sido muy generoso. Os damos las gracias, Cayo Mario.

—No estoy de acuerdo. Sois vosotros los generosos, porque Julia es una perla que no tiene precio —replicó él.

Era una afirmación que se le quedó grabada, y cuando salió de la casa poco después y vio que a la hora décima la luz aún alumbraba el regazo del futuro, giró a los pies de la escalinata de las Vestales hacia la derecha en vez de a la izquierda y rodeó el precioso templo redondo de Vesta para tomar por el estrecho pasadizo entre la Regia y el Domus Publicus, saliendo a la Via Sacra al pie de la breve cuesta llamada Clivus Sacer, que ascendió a vivo paso, ansioso por alcanzar el Porticus Margaritaria antes de que se hubieran ido los vendedores. En aquella gran galería cubierta, construida en torno a un cuadrángulo central, estaban las mejores joyerías de Roma. Debía su nombre a los vendedores de perlas que se habían establecido en ella poco después de su construcción, época en la que, con la derrota de Aníbal, se habían derogado las severas leyes prohibiendo la ostentación, y las mujeres romanas se habían dedicado a gastar desenfrenadamente en toda clase de bisutería.

Mario quería comprar una perla para Julia, y sabía dónde hacerlo, como todos los romanos: la firma de Fabricio Margarita. El primer Marco Fabricio había sido también el primer comerciante de perlas que había establecido tienda en el recinto cuando las perlas que se vendían procedían de los moluscos de agua dulce, de las ostras de roca y de arena y de cultivo marítimo, y eran pequeñas y más bien oscuras. Pero Marco Fabricio era un gran especialista y seguía casi olfateándolo el rastro de cualquier leyenda, viajando de Egipto a la Arabia nabatea en busca de perlas oceánicas, Y las encontraba. Al principio habían sido decepcionantes por su escaso tamaño y forma irregular, aunque poseían el auténtico color blanco crema y procedían del Sinus Arabícus, en los confines de Etiopía. Luego, conforme fue aumentando su fama, descubrió mercados en los mares de la India y en la isla en forma de pera de Taprobana, al sur de la India. Por entonces se dio el nombre de Margarita y fundó el monopolio del comercio de perlas oceánicas. Ahora, en tiempos del consulado de Marco Micinio Rufo y de Espurio Postumio Albino, su nieto —otro Marco Fabricio Margarita— estaba tan bien surtido, que cualquier hombre rico podía tener la seguridad de encontrar en su tienda la perla que deseara.

 

Fabricio Margarita tenía, efectivamente, una perla adecuada, pero Mario no se la llevó a casa, porque decidió que la perfecta esfera color de luna y de¡ tamaño de una canica fuese engarzada en un grueso collar de oro, adornado a su vez con pequeñas perlas, proceso que iba a requerir unos días. La novedad del deseo de regalar a una mujer un objeto precioso embargaba sus pensamientos, mezclándose al recuerdo del beso y los deseos de ella de convertirse en su esposa, Él no era muy mujeriego, pero sabía suficiente de mujeres para darse cuenta de que Julia no era la clase de muchacha que se daba sin entregar su corazón; y la idea de poseer un corazón tan puro, tan joven y de sangre tan azul como el de Julia le movía a una gratitud que le instaba a cubrirla de joyas. Él interpretaba aquella decisión de la muchacha como un desagravio, un buen augurio. Era su perla que no tenía precio, y debía obsequíarla con perlas, esas lágrimas de una remota luna tropical que caían en el profundo océano y se solidificaban en el fondo. Y encontraría para ella un adamas hindú, una piedra más dura que ninguna otra sustancia conocida y del tamaño de una avellana, y una smaragdus verde de brillo interno azulado del norte de la lejana Escitia... y un carbunculus, tan brillante y luminoso como una ampolla llena de sangre reciente...

Grania estaba en casa, naturalmente. ¿Es que salía alguna vez? A partir de la hora nona le esperaba cada día para cenar y retrasaba de vez en cuando la colación, volviendo loco al carísimo cocinero, y muchas veces acababa por cenar ella sola unos alimentos pensados para reactivar el perdido apetito de una glotona que acababa de hacer un período de régimen.

La obra maestra culinaria del cocinero siempre se echaba a perder, cenara o no Mario en casa; Grania había gastado una fortuna en un cocinero especial capaz de convertir las recetas más raras y epicúreas en platos exquisitos. Cuando Mario estaba en casa para cenar, le presentaban platos como lirones rellenos de pasta de hígado de oca, los más diminutos pajarillos aderezados con una exquisitez inimaginable, verduras exóticas y picantes variedades de salsas demasiado ricas para su paladar y su estómago, por no hablar de su bolsa. A semejanza de casi todos los militares, a él lo que más le complacía era una rebanada de pan y un cuenco de puré de guisantes con tocino, y no le importaba perderse una o dos comidas. Para él, la comida era combustible para el cuerpo, no para el placer. Que Grania, al cabo de tantos años de matrimonio, aún no se hubiese adaptado a ello, era exponente de la distancia que lOs separaba.

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