Lo que estaba a punto de hacerle a Grania no acababa de comPlacer a Mario, pese al poco afecto que le tenía. Su relación siemPre había estado teñida de culpabilidad por su parte, porque él era consciente de que ella había ido al matrimonio en busca de una vida de felicidad y bienestar conyugal, con niños y comidas familiares, una vida centrada en Arpinum, pero con muchos viajes a Puteoli y quizá unas vacaciones de dos semanas en Roma en el mes de septiembre, durante los Iudi romani.
Pero desde la primera vez que la había visto hasta la primera noche que había dormido con ella le había dejado tan sin cuidado que había sido incapaz de fingir que le gustase y la deseara. No es que fuese fea, no; tenía un rostro redondo bastante agradable, incluso le habían comentado que era hermoso, de grandes ojos y una boca pequeña y carnosa. Tampoco es que fuese una arpía; en realidad ella hacía todo lo posible por complacerle lo mejor que podía, pero el inconveniente estribaba en que no podía complacerle, ni aunque llenase su copa con cantárida y tomase clases de danza lasciva.
La mayor parte de su mala conciencia derivaba del hecho de saber que ella no tenía la menor idea de por qué no podía gustarle, a pesar de las numerosas preguntas al respecto; él nunca le daba una respuesta satisfactoria, porque, sinceramente, tampoco sabía el motivo. Y eso era lo malo.
En los primeros quince años había realizado un encomiable intento por mantener su silueta, que no estaba nada mal —buen busto, cintura estrecha, caderas armoniosas—, y se cepillaba y secaba su pelo negro al sol después de lavárselo para que se mantuviera muy brillante; se perfilaba los ojos castaño claro con una línea negra de stibíum y tenía buen cuidado de no oler jamás a sudor o al menstruo.
Si algo había cambiado en él aquella tarde de primeros de enero cuando el criado le abrió la puerta de su casa, sólo era que por fin había encontrado una mujer que le gustaba, con la que deseaba casarse y compartir su vida. ¿Quién sabe si comparando a las dos, Grania y Julia, encontraría por fin la respuesta? Pero inmediatamente lo vio claro. Grania era pedestre, inculta, poco refinada, casera: la mujer ideal para un caballero latino de campiña. Julia era aristocrática, culta, majestuosa y diplomática: la esposa ideal para un cónsul romano. Prometiéndole con Grania, su familia había asumido con toda lógica que llevaría una vida de caballero rural, por ser ése su linaje, y le habían elegido una esposa en consonancia. Pero Cayo Mario era un águila que volaba sobre sus congéneres de Arpinum; aventurero y ambicioso, de descollante inteligencia, un soldado integral con gran imaginación, que había llegado lejos y pensaba llegar aún más, sobre todo ahora que estaba prometido a Julia de los Julios César. ¡Era la esposa que quería! La clase de esposa que necesitaba.
—¡Grania! —exclamó, dejando caer la pesada toga en el magnífico suelo de mosaico del atrium y entrando en la mansión antes de que al criado le diera tiempo a acercarse y recogerla para que los zapatos llenos de barro del amo no enturbiaran su blancor.
—Sí, querido —contestó ella, acudiendo apresuradamente desde la sala de estar, dejando una estela de horquillas, prendedores y migajas. Había engordado, porque había aprendido a consolar su amarga soledad a base de dulces y de higos en almíbar.
—Ven al tablinum, por favor —dijo él por encima del hombro mientras se dirigía a grandes zancadas hacia el cuarto.
Ella llegó detrás, taconeando, solícita.
—Cierra la puerta —añadió Mario dirigiéndose a su silla preferida, detrás del gran escritorio; tomó asiento y la obligó a sentarse, como un cliente, enfrente de él, en una amplia repisa de malaquita pulimentada con borde estampado en oro.
—Dime, querido —dijo ella sin temor alguno, pues él nunca se mostraba rudo con ella ni la trataba mal en ningún aspecto, salvo en que la tenía abandonada.
Mario puso ceño, mientras daba vueltas entre las manos a un ábaco de marfil. Movía siempre las manos, porque eran tan atractivas como fuertes, de palma cuadrada y dedos largos, y las utilizaba como un experto, con firmeza y decisión. Ella, con la cabeza ladeada, miraba a aquel extraño con quien llevaba casada veinticinco años. Un hombre guapo, seguía pareciéndole, igual que había pensado miles de veces. ¿Le amaba aún? ¿Cómo iba a saberlo? Después de veinticinco años, lo que sentía era como un complicado entramado desdibujado, tan sutil en algunos puntos, que dejaba pasar la luz de su mente, y tan tupido en otros, que se interponía como una cortina entre sus pensamientos y el vago concepto de quién era ella misma. ¡Rabia, dolor, perplejidad, resentimiento, pesar, autocompasión, un sinnúmero de emociones! Algunas tan antiguas que ya casi las había olvidado, y otras recientes y nuevas, porque tenía cuarenta y cinco años, ya empezaba a faltarle la regla y su pobre vientre estéril comenzaba a encogerse. Si algún sentimiento dominante había habido era el de la decepción corriente, deprimente y mediocre; aquellos días, incluso hacía ofrendas a Vediobis, el dios de las decepciones.
Los labios de Mario se abrieron para hablar; los tenía carnosos y sensuales, pero se había forzado a adoptar un rictus de fuerza antes de enfrentarse a ella. Grania se inclinó ligeramente hacia adelante para prestar atención a lo que iba a decir, esforzándose al máximo por concentrar el interés en cada fibra de su ser.
—Voy a divorciarme de ti —dijo él, entregándole el trozo de pergamino en que a primera hora de la mañana había redactado la declaración de divorcio.
Apenas entendía lo que él acababa de decirle. Desenrolló el grueso y hediondo rectángulo de piel sobre el escritorio y lo leyó con sus ojos de présbita, hasta que las palabras motivaron una resPuesta. A continuación miró sucesivamente al pergamino y al marido.
—No he hecho nada para merecerlo —dijo con voz apagada.
—No estoy de acuerdo —replicó él.
—¿Qué es lo que he hecho?
—No has sido una esposa conveniente.
—¿Y has tardado veinticinco años en llegar a esta conclusión?
—No. Lo sabía desde el principio.
—¿Y por qué no te divorciaste entonces?
—En aquel momento no me parecía importante.
¡Una herida tras otra, un insulto tras otro! El pergamino temblaba en su mano; lo arrojó y apretó los puños.
—¡Sí, claro, es lo último! —exclamó, reaccionando finalmente, enfurecida—. Nunca me has dado la menor importancia, ni siquiera para divorciarte de mí. ¿Y por qué lo haces ahora?
—Quiero volver a casarme —respondió él.
—¿Tú? —inquirió ella con los ojos muy abiertos, pasando de la cólera a la incredulidad.
—Sí. Me han propuesto una alianza matrimonial con una muchacha de una antigua familia patricia.
—Warnos, Mario! Tú, el gran desdeñoso, ¿ahora te vuelves pretencioso?
—No; no creo —replicó él sin alterarse, ocultando su malestar con la misma maestría que su mala conciencia—. Sencillamente, con este matrimonio por fin podré ser cónsul.
El fuego de la indignación se extinguió en ella, apagado por el viento frío de la lógica. Lo que decía era irrebatible. No cabía reprochárselo, ¿Cómo oponerse a algo tan inevitable? Aunque nunca había hablado con ella de su ostracismo político, ni se había quejado de lo despectivamente que le trataban, ella lo sabía. Y había llorado por ello, enardecida, deseando encontrar un medio para poder rectificar aquel pecado de omisión de los nobles romanos que entretejían la política. Pero ¿qué podía hacer ella, una Grania de Puteoli? Era rica, respetable e irreprochable como correspondía a una esposa, pero sin influencia alguna y sin parientes que pudieran rectificar la injusticia que se cometía con su esposo. Si él era un caballero rural latino, ella era la hija de un mercader de Campania, lo más bajo de la escala social a los ojos de la nobleza romana. Su familia no había gozado de la ciudadanía hasta hacía poco.
—Entiendo —comentó con voz desmayada.
Y él tuvo la suficiente compasión para no decir más y no comunicarle lo ilusionado que estaba y el crisol de amor que comenzaba a arder en su dormido corazón. Que creyese que no era más que una maniobra de conveniencia política,
—Lo siento, Grania —añadió en tono amable.
—Y yo, y yo —replicó ella temblando de nuevo, pero esta vez ante la triste perspectiva de una vida sin marido, una soledad mayor y aún más intolerable que la que conocía. ¿Vivir sin Cayo Mario? Inconcebible.
—Por si te sirve de consuelo, te diré que la alianza me fue ofrecida. Yo no hice nada por buscarla.
—¿Quién es ella?
—La hija mayor de Cayo julio César.
—¡Una Julia! ¡Una mira muy alta! Sí que llegarás a cónsul, Cayo Mario.
—Sí, eso creo yo también —asintió él, jugueteando con su pluma de junco favorita, el frasquito de porfirio de arena secatintas con su tapón perforado de oro y el tintero hecho con un bloque pulimentado de amatista—. Tienes tu dote, naturalmente, y tienes más que de sobra para tus necesidades. Yo la invertí en empresas más rentables de las que había elegido tu padre y ahora ha aumentado mucho. —Hizo un carraspeo—. Me imagino que querrás vivir más cerca de tu familia, pero no sé si con tu edad no sería más conveniente que tuvieses tu propia casa, y más ahora que ha muerto tu padre, y tu hermano es el pater familias...
—Nunca has dormido lo bastante conmigo para darme un hijo —dijo ella, doliéndole el alma entre las brumas de aquella fría soledad—. ¡Cuánto me gustaría tener un hijo!
—¡Pues yo me alegro de que no lo tengas! Nuestro hijo sería mi heredero y el matrimonio con Julia no le afectaría en nada. ¡ Sé razonable, Grania! —añadió al advertir que no se había expresado bien—. Nuestros hijos ya serían mayores y estarían viviendo su propia vida. No te servirían de consuelo.
—Pero por lo menos están los nietos —replicó ella con lágrimas en los ojos—. ¡No estaría tan terriblemente sola!
—Hace años que te estoy diciendo que te hagas con un perrito faldero. —Se lo había dicho sin maldad, con simple intención práctica—. Lo que deberías hacer, en realidad, es volver a casarte —añadió, pensándolo mejor.
—¡Jamás! —chilló ella.
—Como quieras —replicó él encogiéndose de hombros—. Volviendo al sitio en el que quieras vivir, estoy dispuesto a comprar una villa junto al mar en Cumas para que te instales allí. Cumas está a una distancia razonable de Puteoli en litera y así podrías ir a pasar con tu familia un par de días y estar lo bastante apartada si no deseas que te molesten.
—Gracias, Cayo Mario —dijo ella, perdida toda esperanza.
—¡Oh, no me des las gracias! —replicó él levantándose y llegándose hasta ella para ayudarla a ponerse en pie, poniéndole sin ningún afecto la mano bajo el codo—. Sería conveniente que dijeras a mi mayordomo lo que sucede y que pienses en los esclavos que quieres llevarte. Mañana ordenaré a uno de mis agentes que encuentre una buena villa en Cumas. La mantendré a mi nombre, claro, pero podrás tenerla en usufructo mientras vivas, o hasta que te cases. ¡ Sí, sí, ya sé que has dicho que no piensas hacerlo!, pero los pretendientes te acosarán como moscas a la miel por tu fortuna. —Habían llegado a la puerta de la sala de estar y Mario se detuvo, apartando la mano—. Te agradecería que te hubieras marchado de aquí pasado mañana. Por la mañana, si es posible. Me imagino que Julia querrá hacer cambios en la casa antes de trasladarse; vamos a casarnos dentro de dos meses y no habrá mucho tiempo para llevar a cabo los cambios que quiera. Así que, pasado mañana antes de mediodía. No puedo traerla aquí a que vea la casa hasta que te hayas ido; no estaría bien.
Ella iba a preguntarle algo —cualquier cosa—, pero él ya se alejaba.
—No me esperes a cenar —voceó mientras cruzaba el vasto atrium—. Voy a ver a Publio Rutilio y creo que cuando vuelva ya estarás acostada.
Bien; ya estaba. No se le partiría el corazón por tener que desalojar aquella casona; siempre la había detestado. Y odiaba el caos urbano de Roma. ¿Por qué habría elegido vivir en la fría ladera norte del Arx del Capitolio? Era algo que ella nunca había entendido, aunque no ignoraba que la lujosa categoría de la zona era un factor que había influido poderosamente en Mario. Pero en las cercanías había tan pocas casas, que ir a visitar a las amistades suponía una caminata subiendo y bajando escaleras, y aquello era una zona residencial al margen de la política; los vecinos que había eran todos príncipes mercaderes con poco interés por la política.
Hizo un gesto con la cabeza al criado que estaba a la espera fuera de la sala de estar.
—Que venga inmediatamente el mayordomo —le ordenó.
Llegó el mayordomo, un majestuoso griego de Corinto, un hombre que se había labrado una formación para luego venderse como esclavo para hacer fortuna y poder aspirar a la ciudadanía romana.
—Estrofanto, el amo se divorcia de mí —dijo ella sin vergüenza alguna, pues de nada tenía que avergonzarse—. Pasado mañana tengo que salir de la casa. Ocúpate de mí equipaje.
El hombre hizo una reverencia para ocultar su perplejidad, pues aquél era un matrimonio que él no esperaba ver roto sino por la muerte, dado que se desarrollaba según las pautas de un profundo torpor más que en función de la amarga pugna que suele conducir al divorcio.
—¿Vais a llevaros parte de la servidumbre, domina? —inquirió el griego, seguro de que él seguiría en la casa porque pertenecía a Cayo Mario y no a Grania.
—Al cocinero, desde luego. Y con el personal de cocina, porque si no, él no se encontraría a gusto, ¿no crees? A mis criadas, mi costurera, mi peluquera, mis esclavas de baño y los dos pajes —respondió ella, sin ocurrírsele nadie más que necesitara y le apeteciera.
—Perfectamente, domina —respondió el mayordomo, alejándose acto seguido, impaciente por chismorrear la noticia al resto de la servidumbre, y sobre todo por darle al cocinero la noticia de su marcha. ¡A aquel engreído de los pucheros no iba a gustarle mucho cambiar Roma por Puteoli!
Granía se puso a pasear por la espaciosa sala de estar, mirando aquel confortable ambiente de desorden, sus pinturas, el costurero, el cofre claveteado en que guardaba la ropita del niño que nunca había venido.
Como ninguna esposa romana elegía ni compraba los muebles, Cayo Mario no la dejaría llevarse ninguno; sus ojos se iluminaron un instante y las lágrimas acudieron a sus ojos, pero se contuvo. Lo cierto es que no disponía más que de un día para dejar Roma, y Cumas no era precisamente un emporio. Bien, mañana iría a comprar los muebles para la nueva villa. ¡Qué estupendo poder escoger lo que a ella le gustaba! Iba a ser un día muy atareado y no le daría tiempo a pensar ni a ceder al dolor. Ya comenzaba a disiparse un poco la pena y la sorpresa; podía enfrentarse con la noche, ahora que tenía una expedición de compras en perspectiva.