El quinto día (106 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Paso a la esfera —dijo Johanson.

La imagen distorsionada fue sustituida por un primer plano de suma nitidez.

Del carro, que pendía inmóvil sobre los cangrejos, se deslizó una esfera pintada de rojo no mayor que un balón de fútbol. Era esta esfera la que daba nombre al vehículo. Al verla deslizándose hacia afuera del aparato, unida a él sólo por un cable, con el ojo brillante del objetivo de la cámara mirando fijamente hacia adelante, recordaba al robot volador de combate de
La guerra de las galaxias
, con el que se había entrenado Luke Skywalker para el duelo con las espadas láser. De hecho, el
Spherobot
, con sus seis pequeñas toberas para maniobrar, se inspiraba hasta en el último detalle en ese modelo cinematográfico. Tras un breve viaje descendió lentamente hasta detenerse encima de los cangrejos. Ninguno de los animales se inquietó por la presencia de la extraña pelota roja, ni siquiera cuando se abrieron unos segmentos de su parte inferior y desde el interior se desplegaron dos brazos delgados y con varias articulaciones.

En el extremo de los brazos empezaron a girar unos cabezales portaherramientas. A continuación se adelantaron por la izquierda una pinza y por la derecha una pequeña sierra. Las manos de Johanson se cerraron sobre las palancas de control y se movieron cuidadosamente hacia adelante; en el interior del tanque los brazos del robot reprodujeron sus movimientos.


Sayonara, baby
—dijo Oliviera imitando a Schwarzenegger.

La pinza descendió, tomó uno de los cangrejos por el vientre y el lomo y lo levantó hasta la lente de la cámara. Visto en el monitor, el animal tenía el tamaño de un monstruo. Movía el aparato bucal y pataleaba, pero sus pinzas colgaban flojas. Johanson hizo girar la pinza 360 grados y observó atentamente el comportamiento del animal mientras giraba.

—Motricidad perfecta —dijo—. Las extremidades funcionan.

—Pero no tiene las reacciones típicas de la especie —observó Rubin.

—No. No abre las pinzas. No hay actitud de amenaza. Es simplemente un autómata, una máquina de andar. —Movió la segunda palanca y presionó un botón en su parte superior. La sierra circular empezó a girar y se introdujo por un costado del caparazón. Las patas del cangrejo se sacudieron un instante, enloquecidas.

El caparazón se abrió.

Algo lechoso salió resbalando y quedó colgado un momento, temblando, sobre el animal destruido.

—Dios mío —dijo Oliviera.

Aquella cosa no se parecía a nada, ni a una medusa ni a un calamar. Era completamente amorfa. Unas ondas recorrieron sus bordes, el cuerpo se infló y se aplanó. A Johanson le pareció que un rayo refulgía en su interior, pero debido al brillo estridente de la luz del tanque también podía haber sido una ilusión óptica. Aún estaba pensando en eso cuando de pronto el ser se transformó en algo alargado, como una serpiente, y escapó.

Johanson maldijo, levantó otro cangrejo y lo abrió. Esta vez todo fue más rápido todavía, y el ocupante gelatinoso se esfumó antes de que pudieran observarlo bien.

—Genial. —Rubin estaba manifiestamente entusiasmado—. ¡Absolutamente increíble! ¿Qué es esa cosa?

—Algo que se nos escurre entre los dedos —gruñó Johanson—. Qué porquería. ¿Cómo vamos a capturar esa bolsa de mucosidad?

—¿Cómo? Ya la hemos capturado.

—Sí. Dos masas blanduzcas del tamaño de una pelota de tenis sin forma y sin color en una piscina. ¡Que se divierta buscando!

—Yo abriría el próximo directamente en el cesto del robot portador —propuso Oliviera.

—El cesto está abierto por delante. Se escapará.

—No, no lo hará. El cesto puede cerrarse. Pero tiene que hacerlo con mucha rapidez.

—No sé si podré.

—Bueno, pruebe.

Oliviera tenía razón. En la parte delantera de la jaula del robot portador había una tapa enrejada. Johanson tomó otro animal, giró 180 grados el
Spherobot
y lo desplazó hacia el robot portador hasta que pudo meter en el interior de la jaula sus brazos electrónicos. Una vez allí, hundió la sierra circular en el flanco del cangrejo.

El caparazón explotó.

No pasó nada.

—¿Está vacío? —se asombró Rubin.

Esperaron unos segundos, y luego Johanson retiró lentamente el robot esférico.

—¡Mierda!

La criatura gelatinosa salió rápidamente del cuerpo del cangrejo, pero no había elegido la dirección correcta; se estrelló violentamente contra la pared trasera de la jaula, se contrajo en una pelota temblorosa y se tambaleó de un lado a otro ante la malla. Su confusión, si es que conocía tal cosa, sólo duró un instante. Se estiró.

—¡Quiere escapar!

Johanson hizo retroceder al
Spherobot
, que golpeó la pared lateral de la jaula y salió. Uno de los brazos tomó la tapa de alambre y la levantó.

La cosa se aplanó por completo y avanzó a toda velocidad. Pocos centímetros antes de llegar a la tapa rebotó y volvió a cambiar de forma. Sus bordes se prolongaron en todas las direcciones hasta quedar flotando en el agua como una campana transparente, ocupando casi la mitad de la jaula. Su cuerpo se dobló. Durante unos segundos pareció una medusa, y luego se enrolló. Al instante volvía a flotar en la jaula como una pelota.

—Absolutamente increíble —susurró Rubin.

—Miren eso —gritó Oliviera—. Está encogiéndose.

Efectivamente, la pelota se contrajo, al tiempo que iba perdiendo cada vez más transparencia. Se hizo lechosa.

—El tejido se contrae —dijo Rubin—. La densidad molecular de la cosa puede cambiar.

—¿Les recuerda a algo?

—Formas arcaicas de pólipos muy simples. —Rubin pensó unos momentos—. Del período cámbrico. Aún hay organismos que pueden hacerlo. La mayor parte de los calamares pueden contraer su tejido, pero no modifican su forma. Tenemos que capturar más. Tenemos que ver cómo reacciona.

Johanson se reclinó.

—No lo conseguiré otra vez —dijo—. En el segundo intento, ésta se escapará. Son muy rápidas.

—No importa. Con una basta de momento para observarla.

—No sé. —Oliviera sacudió la cabeza—. Observar está muy bien, pero yo quiero estudiar esa sustancia, y no restos en estado de desintegración. Quizá deberíamos congelar la cosa y cortarla en rodajas.

—Claro. —Rubin miraba fascinado el monitor—. Pero no ahora mismo. Primero observémosla un rato.

—Todavía tenemos las otras dos. ¿Por casualidad alguien ve alguna?

Johanson encendió uno a uno todos los monitores. El interior del tanque se vio desde distintas perspectivas.

—No queda ni una.

—Qué tontería. En algún sitio tienen que estar.

—Bueno, abramos un par más —dijo Johanson—. De todos modos íbamos a hacerlo. Cuanta más gelatina suelta haya en el tanque, mayor será la oportunidad de ver algo. A este prisionero de guerra por lo pronto lo dejamos en la jaula por razones de seguridad. Ya veremos más adelante. —Sonrió y tomó las palancas—. Crac, crac. En cierto modo es divertido, ¿no?

Abrieron otra docena de cangrejos sin intentar atrapar las sustancias que se escurrían. Los seres gelatinosos huían como rayos en cuanto se abrían los caparazones y se perdían en alguna parte del inmenso tanque.

—En cualquier caso, la
Pfiesteria
no les hace nada —afirmó Oliviera.

—Claro que no —dijo Johanson—. Los yrr se habrán encargado de que sean compatibles. La gelatina maneja al cangrejo, la
Pfiesteria
es el cargamento. En realidad, es bastante lógico: no van a enviar un taxi donde el pasajero se cargue al conductor.

—¿Cree que esta gelatina es también un cultivo?

—Ni idea. Es posible que ya existiera. Es posible que la hayan cultivado.

—¿Y si son... los yrr?

Johanson giró el
Spherobot
de modo que la cámara enfocara la jaula. Se quedó mirando el ejemplar enjaulado. Había conservado su figura esférica y yacía en el suelo de la jaula como una pelota de tenis blanca y vidriosa.

—¿Estas cosas? —preguntó Rubin, incrédulo.

—¿Por qué no? —Dijo Oliviera—. Encontramos algunas en las cabezas de las ballenas, estaban en la costra del
Barrier Queen
, y también en el interior de la nube azul, están en todas partes.

—Sí, exacto, la nube azul. ¿Qué pasa con ella?

—Tiene alguna función. Las cosas se esconden en su interior.

—A mí me parece más bien que la gelatina es un arma biológica, igual que los gusanos y las otras mutaciones. —Rubin señaló la pelota inmóvil en la jaula—. ¿Creen que está muerta? Ya no se mueve. Tal vez cuando muere su tejido se contrae en forma de bola.

En ese momento salió de los altavoces del techo el silbido de una señal y oyeron la voz de Peak:

—Buenos días. Dado que con la llegada de la doctora Crowe estamos al completo, hemos fijado a las diez y media un encuentro en la cubierta del pozo. Queremos que se familiaricen con los batiscafos y con el equipamiento, así que sería muy amable por su parte presentarse. Quiero recordarles además que a las diez tendremos nuestro encuentro habitual en la sala de reuniones. Gracias.

—Menos mal que nos lo recuerda —se apresuró a decir Rubin—. Me hubiera olvidado. Cuando estoy investigando me olvido del tiempo y del espacio. Dios mío, uno es investigador o no lo es, ¿no?

—Cierto —dijo Oliviera, aburrida—. Me gustaría saber si hay alguna novedad de Nanaimo.

—¿Por qué no llama a Roche? —Propuso Rubin—. Háblele de nuestros resultados. Quizá también él tenga algo que decir. —Sonrió y dio una palmadita a Johanson—. A lo mejor nos enteramos antes que Li y podemos lucirnos en la reunión.

Johanson le devolvió la sonrisa. No le gustaba mucho Rubin. Aunque bueno en su trabajo, era un hipócrita. Johanson pensaba que Rubin hubiera vendido a su abuela de haberle resultado útil para su carrera. Oliviera se acercó al radioteléfono que había junto a la consola de control, dio una orden y el aparato marcó un número automáticamente. La antena parabólica instalada en la isla posibilitaba todo tipo de comunicaciones electrónicas de datos. En todos los lugares del barco se podían recibir emisiones de televisión, enchufar televisores o aparatos de radio portátiles y conectar ordenadores portátiles, y, por supuesto, se podían hacer llamadas telefónicas a todo el mundo por canales a prueba de escuchas. A Nanaimo, en la lejana Canadá, se llegaba sin dificultades.

Oliviera habló un momento con Fenwick y después con Roche, que a su vez estaban en contacto con científicos de todo el mundo. Al parecer habían limitado el abanico de mutaciones de
Pfiesteria
, pero no podía hablarse de éxitos. Además habían invadido Boston ejércitos de cangrejos. Oliviera les transmitió sus propios descubrimientos y colgó.

—¡Vaya una mierda! —maldijo Rubin.

—Quizá nos ayuden nuestros amigos del tanque —dijo Johanson—. En definitiva, hay algo que los protege de las algas. Démonos una vuelta por el laboratorio de máxima seguridad. En cuanto sepamos lo que nuestro prisionero...

Se quedó mirando la pantalla de vídeo.

La criatura había desaparecido de la jaula.

Oliviera y Rubin, que habían seguido su mirada, abrieron mucho los ojos.

—¡No puede ser!

—¿Pero cómo ha salido?

En las pantallas no se veía más que cangrejos y agua.

—Se ha ido.

—¡Imposible! ¿Adónde va a ir?

—¡Un momento! Ahora tenemos más de una docena zumbando por ahí. No pueden hacerse invisibles.

—Deben estar ahí. Pero la de la jaula, ¿dónde está?

—Se ha escabullido.

Johanson observó la pantalla y sus rasgos se iluminaron.

—¿Escabullirse? No es una mala indicación —dijo lentamente—. Por supuesto. Puede cambiar de forma. La malla es fina, pero probablemente no lo suficiente para algo muy largo y delgado.

—Vaya una sustancia más rara —susurró Rubin.

Comenzaron a revisar el simulador. Se repartieron el trabajo, cada uno se hizo cargo de un monitor para controlar de forma simultánea el tanque entero. Hicieron zoom con las cámaras, pero no se veían los trozos de gelatina por ninguna parte. Por último, Johanson hizo subir uno a uno a los robots y los sacó del garaje, pero tampoco se habían escondido allí.

Las criaturas habían desaparecido.

—¿Tendremos un problema con el sistema de tuberías? —Preguntó Oliviera—. ¿Se habrán escondido en uno de los conductos de agua?

—No puede ser —dijo Rubin sacudiendo la cabeza.

—Sea como sea —gruñó Johanson—, tenemos que subir a la reunión. Quizá arriba se nos ocurra dónde pueden estar.

Confundidos y frustrados, desconectaron las luces del simulador y salieron. Rubin apagó las luces del laboratorio e hizo ademán de seguirlos.

Pero no los siguió.

Johanson lo vio en pie ante la esclusa abierta, mirando fijamente la oscuridad del laboratorio. Pudo ver su boca bien abierta. Entonces regresó lentamente, seguido por Oliviera, y vio lo que estaba mirando Rubin.

Tras la ventana oval del simulador algo emitía luz. Una luz débil, difusa.

Azul.

—La nube azul —susurró Rubin.

Atravesaron todos corriendo a la vez la oscuridad sin reparar en los obstáculos, subieron apresurados la escalerilla y se agolparon contra el vidrio blindado.

La luz azul estaba suspendida ahí en medio. Una nube cósmica en la ausencia de luz del universo, sólo que el universo era un tanque y estaba lleno de agua. Su extensión era de algunos metros cuadrados. Y latía. Sus bordes fluctuaban.

Johanson entrecerró los ojos y miró mejor. ¿Qué pasaba más allá de los bordes? Le pareció que allí surgían puntos de luz diminutos que corrían hacia el interior de la nube con rapidez cada vez mayor. Parecían partículas de materia en el campo de gravitación de un agujero negro.

El azul se hizo más intenso.

Luego se colapso.

La nube se desmoronó como si fuera un big bang al revés. Todo fluyó hacia el interior, que se hizo más claro y más denso. En el interior se producían destellos que formaban complejos dibujos. A una velocidad pasmosa la nube fue absorbida hacia su propio centro, un remolino turbulento, y después...

—No puedo creerlo —dijo Oliviera.

Ante sus ojos pendía una cosa redonda del tamaño de un balón de fútbol. Un algo de materia compacta que emitía una luz azul. Gelatina que latía.

Habían vuelto a encontrar a aquellos seres.

Los seres se habían vuelto un solo ser.

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