El quinto día (105 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
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—Utilice sus encantos —dijo Li—. Al fin y al cabo tiene más de cien kilos.

El subdirector de la CÍA se secó el sudor de la frente. Siguieron mirando un rato. Si a Vanderbilt le gustaba lo que pasaba, que se divirtiera. A Li le daba lo mismo que en los monitores las personas roncaran, hicieran el amor o hicieran piruetas. Por ella, podían colgarse del techo cabeza abajo o embestirse mutuamente echando espuma.

Lo principal era saber dónde estaban, qué hacían y de qué hablaban entre ellos.

—Sigan —dijo, y se dio la vuelta. Al salir agregó—: Y miren todas las cabinas.

13 de agosto. Visita

La respuesta no llegaba.

Habían enviado constantemente el mensaje hacia el mar, hasta el momento sin resultados. A las siete los sacó de la cama el toque de diana. La mayoría no habían dormido. Normalmente, los movimientos del gigantesco buque actuaban como un arrullo, y dado que no había misiones aéreas, no llegaban ruidos del techo. Con su zumbido leve, el CPS se encargaba de que la temperatura se mantuviera siempre agradable; y las camas eran realmente cómodas. De vez en cuando se oían pasos por los corredores, cuando pasaba alguien de la tripulación. En el interior del barco los generadores sonaban como abejorros poco ruidosos. Podrían haber dormido maravillosamente de no ser por la sensación de espera perpetua. De modo que la mayoría se limitaba a cavilar en duermevela, como Johanson, que intentaba imaginar qué desencadenaría el mensaje en las profundidades del mar de Groenlandia, hasta que le acosaban las fantasías más salvajes.

Que estuvieran frente a las costas de Groenlandia y no más al sur se debía a su argumentación y al respaldo recibido por Weaver y Bohrmann. Anawak, Rubin y otros habían propuesto buscar el contacto en las inmediaciones de las cadenas volcánicas de la dorsal del Atlántico central. El argumento decisivo de Rubin había sido la similitud de los cangrejos de chimenea que habitaban allí con los cangrejos que habían atacado Nueva York y Washington. Además, prácticamente no había otros lugares de las profundidades marinas que ofrecieran las condiciones necesarias para una vida evolucionada. Junto a las fosas volcánicas, en cambio, las condiciones eran ideales. De las altas chimeneas de montaña salía agua caliente, con la que afloraban todo tipo de minerales y sustancias vitales. Gusanos, moluscos, peces y cangrejos vivían allí en condiciones que podían compararse perfectamente con las de un planeta extraño. De modo que ¿por qué no podían vivir allí también los yrr?

Johanson había coincidido con Rubin en la mayoría de los puntos. Pero había dos razones en contra de su propuesta. Una era que si bien las cadenas volcánicas constituían la zona marina profunda más propicia para la vida, era al mismo tiempo la más hostil: a intervalos breves se abría paso por allí la roca fundida al separarse las placas oceánicas. Se producían erupciones en el curso de las cuales quedaban completamente destruidos los biotopos. Poco después una nueva vida volvía a arraigar allí. De todos modos —concluyó Johanson— era muy poco probable que en una zona de esas características se estableciera una civilización compleja e inteligente.

La segunda razón era que las oportunidades de establecer contacto aumentaban cuanto más se acercaran a los yrr. Las opiniones discrepaban en cuanto adonde exactamente podía encontrárselos. Probablemente cada uno tuviera razón a su manera. Había argumentos en favor de que formaban parte del bentos de las regiones marinas más profundas. Muchos fenómenos de los últimos tiempos se habían producido en las inmediaciones de esas profundas fosas marinas. Pero también había argumentos a favor de las aguas abisales, las inmensas cuencas oceánicas, y por supuesto tampoco se podía rechazar de plano la referencia de Rubin a los oasis del centro de los océanos, en cuyo entorno florecía la vida. Por eso, Johanson había propuesto finalmente no poner la mira en el hábitat natural de los yrr, sino elegir un sitio en el que sin lugar a dudas tenían que estar.

La caída de las masas de agua fría se había detenido en el mar de Groenlandia. La consecuencia fue la paralización de la corriente del Golfo. Sólo dos causas podían explicar ese fenómeno: un recalentamiento súbito del mar o un excedente de agua dulce que fluía desde el Ártico hacia el sur y diluía el agua salada del norte del Atlántico, de modo que ésta se volvía demasiado liviana para descender. Ambos aspectos indicaban una manipulación amplia y activa de las condiciones in situ. En alguna parte del Ártico los yrr se dedicaban a impulsar esos insólitos trastornos.

En alguna parte, pero muy cerca.

Quedaba el aspecto de la seguridad. Incluso Bohrmann, que se había acostumbrado a temer lo peor, admitía que el peligro de un escape de metano en la cuenca oceánica de Groenlandia era escaso. Al barco de Bauer le había afectado en las aguas costeras de Svalbard, donde había enormes depósitos de hidratos en el talud continental. Pero bajo la quilla del
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había tres mil quinientos metros de profundidad. Tan abajo había relativamente poco metano, o por lo menos no la cantidad suficiente para hundir un buque del tamaño del
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. No obstante, y para mayor seguridad, el
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había realizado mediciones sísmicas regulares durante su viaje para comprobar la existencia de metano, y era así como había encontrado un sitio que parecía bastante libre. Incluso un tsunami, por alto que fuera en la costa, allí fuera apenas se percibiría... siempre que La Palma no se desprendiera.

Pero en cualquier caso entonces sería demasiado tarde.

Por esas razones estaban allí, entre los hielos eternos.

Se hallaban en el inmenso comedor de oficiales, absolutamente vacío, comiendo huevos revueltos con bacon. Faltaban Anawak y Greywolf. Tras el toque de diana, Johanson había hablado unos minutos por teléfono con Bohrmann, que había llegado a La Palma y lo estaba preparando todo para utilizar la trompa aspiradora. Había algunas horas de diferencia con Las Canarias, pero hacía varias horas que Bohrmann estaba levantado.

—Una aspiradora de quinientos metros de longitud da un poco de trabajo —había dicho riéndose.

—Aspiren también los rincones —recomendó Johanson.

Echaba en falta al alemán. Bohrmann era un buen tipo. Por otra parte, a bordo del
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no faltaban personalidades notables. Estaba charlando con Crowe cuando entró Floyd Anderson, el primer oficial. Llegó con un termo del tamaño de una olla que llevaba la inscripción «USS Wasp LHD-8», cruzó hasta la barra de las bebidas y lo llenó hasta arriba de café.

—Tenemos visitas —les ladró.

Todos lo miraron.

—¿Contacto? —preguntó Oliviera.

—Eso lo sabría. —Crowe se metió con toda serenidad un enorme trozo de bacon en la boca. En el cenicero humeaba su tercer o cuarto cigarrillo—. Shankar está en el CIC. Nos habría informado.

—¿Y bien? ¿Ha aterrizado alguien?

—Vayan al techo —dijo Anderson, enigmático—. Y lo verán.

Cubierta de aterrizaje

En el exterior, una máscara de frío cubrió el rostro de Johanson. El cielo estaba de un blanco difuso. Las olas grises se superponían formando crestas espumosas. El viento, que había aumentado durante la noche, soplaba por la superficie de la cubierta, asfaltada de cristales de hielo finos como agujas. Johanson vio en el costado de estribor a un grupo de personas envueltas en abrigos. Al acercarse reconoció a Li, Anawak y Greywolf. En seguida se dio cuenta de qué era lo que atraía su atención.

A cierta distancia del
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se desplazaban por el mar las siluetas de unas aletas que terminaban en una punta aguda.

—Orcas —dijo Anawak cuando Johanson estuvo a su lado.

—¿Qué hacen?

Anawak entrecerró los ojos para protegerse de la lluvia de partículas de hielo.

—Hace unas tres horas que rodean el barco. Las anunciaron los delfines. Yo diría que están observándonos.

Shankar vino corriendo de la isla y se unió a ellos.

—¿Qué pasa?

—Alguien se ha percatado de nuestra presencia —dijo Crowe—. Quizá sea una respuesta.

—¿A nuestro mensaje?

—¿A qué si no?

—Es una respuesta rara a un ejercicio de matemáticas —opinó el indio—. Preferiría un par de ecuaciones concretas.

Las orcas se mantenían a una distancia respetuosa del barco. Eran muchas. Cientos, calculó Johanson. Nadaban con ritmo regular y de vez en cuando alzaban entre las olas sus lomos de un negro brillante. El conjunto daba realmente la impresión de una patrulla.

—¿Podrían estar afectadas? —preguntó.

Anawak se secó los ojos.

—Es posible.

—Veamos... —Greywolf se frotó la barbilla—. Si esa sustancia les controla el cerebro... ¿Ya habéis pensado que entonces también pueden vernos? ¿Y oírnos?

—Tienes razón —dijo Anawak—. Utiliza sus órganos sensoriales.

—Exacto. Es el modo en que la gelatina dispone de ojos y oídos.

Siguieron mirando absortos.

—Como sea. —Crowe dio una calada a su cigarrillo y exhaló el humo al aire helado. El humo se alejó en jirones—. El caso es que tiene todo el aspecto de haber empezado.

—¿Empezado qué? —preguntó Li.

—A medir las fuerzas.

—Está bien. —En los labios de Li se dibujó un esbozo de sonrisa—. Estamos preparados para todo.

—Para todo lo que conocemos —agregó Crowe.

Laboratorio

Mientras bajaba —con Rubin y Oliviera tras de sí—, Johanson se preguntó cuándo empieza una psicosis a generar su propia realidad.

Era él quien había puesto el asunto sobre el tapete. Bueno, de no haber sido él, otro hubiera formulado la teoría. El caso era que estaban obteniendo datos sobre la base de una hipótesis. Una manada de orcas rodeaban el
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, y en ellas veían los ojos y los oídos de extraterrestres. Veían extraterrestres por todas partes. Como consecuencia, enviaban mensajes al mar y ponían sus esperanzas en un contacto que tal vez nunca se produjera porque habían caído en la trampa de un hongo marino.

«El quinto día.» ¿Se trataba sólo de una fantasía que se había vuelto autónoma? ¿Estaban comportándose como idiotas?

«No estamos avanzando —pensó frustrado—. Algo tiene que pasar, algo que nos dé certeza para que, obnubilados por las teorías, no vayamos en una dirección completamente equivocada».

Sus pasos resonaron mientras bajaban por la rampa; pasaron por la cubierta del hangar y siguieron bajando. La puerta de acero del laboratorio estaba cerrada. Johanson introdujo un código numérico y la puerta se deslizó con un leve silbido. Johanson fue encendiendo una a una las lámparas del techo y de las mesas. Una luz blanca y fría inundó las mesas de trabajo. Del simulador llegaba el zumbido de los sistemas eléctricos.

Subieron al circuito del tanque de alta presión y se pararon ante la gran ventana oval. Desde allí se tenía un panorama de todo el interior del tanque. Por el lecho marino artificial se distribuían, a la luz de los reflectores, pequeños cuerpos blancos de largas patas. Algunos se movían vacilantes y al parecer sin poderse orientar. Avanzaban en círculos o se quedaban parados tras unos pocos pasos, como si no supieran muy bien adonde querían ir. Cuanto más adentro del tanque miraba, más turbia hacía el agua la visión de los detalles. Las cámaras del interior hacían las tomas de cerca y las transmitían a los monitores de una mesa de control que tenían delante. Observaron desorientados a los cangrejos.

—Apenas ha sucedido nada desde ayer —dijo Oliviera.

—No, están ahí y nos proponen acertijos. —Johanson se frotó la barba—. Tendríamos que abrir un par y ver qué pasa.

—¿Partir los cangrejos?

—¿Y por qué no? Sabemos que siguen viviendo sometidos a altas presiones. Ya apenas obtenemos conocimientos interesantes.

—Sabemos que siguen vegetando —corrigió Oliviera—. Ni siquiera hemos llegado a aclarar si puede llamarse vida a eso.

—La sustancia de su interior está viva —dijo Rubin, pensativo—. El resto no tiene más vida que un coche.

—De acuerdo —dijo Oliviera—. ¿Y qué pasa con esa vida interior? ¿Por qué no hace nada?

—¿Qué debería hacer, en su opinión?

—Moverse —dijo Oliviera encogiéndose de hombros—. Sacudir las pinzas. Qué sé yo. Abandonar su caparazón. Mírelos. Si están programados para dirigirse a tierra y provocar daños allí para palmar a continuación, esta situación los pone frente a auténticas dificultades. Nadie acude a impartirles nuevas órdenes. Están como en punto muerto.

—Exacto —dijo Johanson, impaciente—. Son letárgicos y aburridos y se comportan como un juguete a pilas. Comparto la opinión de Mick. Estos cuerpos de cangrejos han sido criados una vez muertos, no son más que un poco de masa nerviosa, un tablero de instrumentos para los ocupantes. Y ahora quiero hacer que salga de una vez de su reserva, ¿entendéis? Quiero saber cómo se comporta a grandes profundidades si es obligado a abandonar el caparazón.

—Bien —asintió Oliviera—. Procedamos al baño de sangre.

Dejaron el circuito, bajaron y se dirigieron a la consola de mando. Podían controlar por ordenador varios robots de trabajo en el interior del tanque. Johanson eligió una unidad ROV pequeña, de dos componentes, llamada
Spherobot
. En un tablero de mando con dos palancas de control se encendieron varios monitores de alta resolución. Uno mostró el interior del simulador. Allí estaba, largo y difuso. El objetivo gran angular del
Spherobot
podía captar un panorama del tanque completo, si bien con la consecuencia de que transmitía la imagen con una distorsión de ojo de pez.

—¿Cuántos abrimos? —quiso saber Oliviera.

Las manos de Johanson se deslizaron por el teclado del panel de mando; el ángulo de la cámara corrió ligeramente hacia arriba.

—Como para una buena mariscada —dijo—. Por lo menos una docena.

Uno de los laterales del interior del tanque era como un garaje de dos plantas abierto y allí se guardaba todo tipo de equipamiento oceánico. Había varios robots submarinos de distintos tamaños y funciones que podían manejarse desde la superficie. En este mundo artificial no se podía operar de otra forma, y aquel garaje ofrecía a los constructores de AUV y ROV la posibilidad de probar sus aparatos en las condiciones extremas de las profundidades marinas.

En el momento en que Johanson activó el aparato se encendieron unas luces intensas en la parte inferior de un robot y dos hélices empezaron a girar. Un carro con forma de caja y del tamaño de un carrito de supermercado salió flotando lentamente. La zona superior estaba cerrada, repleta de elementos técnicos, y la inferior era un cesto vacío con paredes de malla muy fina. Se deslizó por el suelo marino artificial en dirección a los cangrejos y se detuvo ante un pequeño grupo de animales inmóviles. Se veían con toda claridad los caparazones sin ojos y combados, provistos de robustas pinzas.

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