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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (37 page)

BOOK: El quinto día
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—Y no lo tenemos. Esto es lo que una trae cuando sabe que a alguien le gusta.

Johanson arqueó las cejas.

—Qué solidaria... ¿Qué favor quieres sonsacarme esta vez?

—¿Y si me dieras las gracias?

—Gracias.

Lund miró el ordenador.

—¿Estás avanzando?

—Negativo. ¿Cómo ha ido el análisis de la última muestra?

—Ni idea. Estuve ocupada con cosas más importantes.

—Vaya... ¿Qué era eso tan importante?

—Sostener de la mano al asistente de Hvistendahl.

—¿Qué le sucedía?

—Estuvo dando de comer a los peces. —Se encogió de hombros—. Ya sabes, es carne fresca.

Johanson se echó a reír. Lund se empeñaba en utilizar un vocabulario que en realidad estaba reservado a la gente de mar. En los barcos de investigación confluían dos mundos: el de la tripulación y el de los científicos. Ambos se observaban mutuamente con las mejores intenciones, trataban de adaptarse a las formas de expresión, el modo de vida y las manías del otro, se olfateaban un rato y en algún momento llegaban a aguas conocidas. Hasta ese momento, mantenían una distancia respetuosa, que compensaban con alusiones jocosas. «Carne fresca» era como llamaban los marineros a los novatos, que estaban tan poco familiarizados con la vida en el mar como con el comportamiento de su estómago tras abandonar tierra firme.

—Tú también vomitaste la primera vez —observó Johanson.

—¿Tú no?

—No.

—Vamos, sé sincero.

—¡En serio! —Johanson alzó la mano en señal de juramento—. Puedes comprobarlo. No me mareo.

—Muy bien, no te mareas. —Lund sacó un pedazo de papel y lo puso sobre la mesa. Tenía escrita una dirección de Internet—. Entonces puedes poner rumbo al mar de Groenlandia. Un conocido de Bohrmann está de viaje por ahí. Se llama Bauer.

—¿Lukas Bauer?

—¿Lo conoces?

Johanson asintió levemente con la cabeza.

—Coincidimos hace unos años en un congreso, en Oslo. Era uno de los ponentes. Creo que estudia las corrientes marinas.

—En realidad se dedica a diseñar todo tipo de aparatos, desde equipos oceánicos hasta tanques de alta presión. Bohrmann me dijo que fue el coinventor del simulador.

—¿Y Bauer está en las costas de Groenlandia?

—Desde hace semanas —dijo Lund—. En cuanto a lo de las corrientes marinas, tienes razón: hace mediciones. Un candidato más para tus pesquisas sobre los gusanos.

Johanson cogió el papel. De esa expedición todavía no se había enterado.

¿No había también yacimientos de metano en las costas de Groenlandia?

—¿Y Skaugen está avanzando? —preguntó.

 —A duras penas. —Lund sacudió la cabeza—. No puede tomar la ofensiva como él quisiera. Digamos que le han puesto una mordaza...

—¿Quiénes? ¿Sus superiores?

—Statoil es una empresa estatal. ¿Tengo que ser más explícita?

—Es decir, que no se enterará de nada —constató Johanson.

Lund suspiró.

—Los otros tampoco son tontos. Saben que están tratando de sonsacarles información sin ofrecerles nada a cambio, pero ellos tienen sus propios códigos de silencio.

—Te lo profeticé.

—Sí, volviste a estar muy sagaz.

En ese momento oyeron pasos. Uno de los ayudantes de Hvistendahl asomó la cabeza por la puerta.

—A la sala de reuniones —dijo.

—¿Cuándo?

—En seguida. Tenemos los resultados.

Johanson y Lund intercambiaron una mirada. Sus ojos revelaban inquietud, aunque en el fondo ambos sabían lo que sucedería. Johanson apagó el ordenador y bajaron los tres a la cubierta principal. Fuera, las gotas de lluvia se deslizaban por los cristales.

Bohrmann se apoyó con los nudillos en la mesa.

—Hasta ahora nos hemos encontrado con la misma situación A lo largo de todo el borde continental —dijo—: el mar está saturado de metano. Nuestros resultados y los del
Thorvaldson
coinciden en gran medida; hay algunas discrepancias, pero en líneas generales presentan el mismo cuadro... —Hizo una pausa—. Para decirlo claramente: hay grandes extensiones en las que algo ha comenzado a desestabilizar los hidratos.

Nadie reaccionó ni dijo nada. Todos lo miraban fijamente y esperaban.

Luego los representantes de Statoil empezaron a hablar atropelladamente.

—¿Qué significa eso?

—¿Cómo? ¿Que los hidratos de metano se están disolviendo? usted dijo que los gusanos no podían desestabilizar el hielo!

—¿Han detectado aumentos de temperatura? Si no es así...

—¿Qué consecuencias puede...?

—¡Por favor! —Bohrmann alzó una mano—. Les he expuesto la situación tal como es. Sigo creyendo que esos gusanos no pueden ocasionar grandes daños. Pero debemos tener presente que el proceso de desintegración comenzó cuando aparecieron esos animales.

—Muy revelador —murmuró Stone.

—¿Cuánto tiempo hace que se inició el proceso? —preguntó Lund.

—Hemos analizado los resultados que obtuvo el
Thorvaldson
hace algunas semanas —replicó Bohrmann tratando de adoptar un tono tranquilizador—. Cuando detectaron el gusano por primera vez, las mediciones eran normales. Solamente después se registraron incrementos.

—¿Cuál es la situación en estos momentos? —preguntó Stone—. ¿Ha habido calentamiento del agua ahí abajo o no?

—No. —Bohrmann sacudió la cabeza—. Los límites de estabilidad no se han modificado. Si hay escapes de metano, sólo pueden ser atribuibles a procesos que tienen lugar en el interior del sedimento. En todo caso, a una profundidad a la que no pueden llegar esos gusanos.

—¿Y cómo está tan seguro?

—Hemos comprobado... —Se detuvo—. Con la ayuda del doctor Johanson hemos comprobado que los gusanos se mueren si no reciben oxígeno. Sólo penetran unos pocos metros.

—Tiene los resultados de un tanque —dijo Stone, despreciativo. Parecía haber elegido a Bohrmann como su nuevo enemigo.

—Quizá ha aumentado la temperatura del lecho marino en lugar de la del agua —sugirió Johanson.

—¿Vulcanismo?

—Es sólo una idea.

—Una idea plausible, pero no en esta zona.

—¿Puede llegar al agua lo que comen esos gusanos?

—No en esas cantidades. Para eso tendrían que haber alcanzado el gas libre o estar en condiciones de fundir los hidratos.

—Pero no pueden alcanzar el gas libre —insistió Stone tercamente.

—No, ya he dicho...

—Ya sé lo que ha dicho. Déjeme decirle cómo lo veo yo. Esos gusanos tienen una cierta temperatura corporal y, como todos los seres vivos, liberan calor. De ese modo funden la capa superior, apenas unos centímetros, pero eso basta para...

—La temperatura corporal de un animal del fondo del mar es la misma que la de su ambiente —dijo Bohrmann con frialdad.

—No importa, si...

—Clifford... —Hvistendahl cogió del brazo al director del proyecto. Lo hizo con amabilidad, pero Johanson sintió que Stone acababa de recibir una advertencia clara—. ¿Por qué no esperamos hasta que tengamos los otros estudios?

—Mierda.

—Eso no conduce a nada, Cliff. Deja de aventurar teorías.

Stone miró al suelo. Otra vez se hizo el silencio.

—¿Y cuáles serían las consecuencias si no cesa de salir metano? —preguntó Lund al rato.

—Hay varias posibilidades —dijo Bohrmann—. La ciencia describe fenómenos que provocan la desaparición de campos enteros de hidratos; éstos se disuelven en el término de un año. Puede que aquí pase exactamente eso, quizá los gusanos pongan en marcha el proceso. En ese caso, durante los próximos meses llegará bastante metano a la atmósfera frente a las costas de Noruega.

—¿Emisiones de metano como las de hace cincuenta y cinco millones de años?

—No, es demasiado poco para eso. Ya he dicho que no quiero especular. Pero, por otra parte, no puedo concebir que el proceso continúe indefinidamente sin que descienda la presión o aumente la temperatura, y no hemos registrado ni lo uno ni lo otro. En las próximas horas bajaremos la videoexcavadora. Tal vez entonces tengamos más información. Muchas gracias.

Y tras esas palabras Bohrmann abandonó la sala de reuniones.

Johanson decidió enviar un mensaje electrónico a Lukas Bauer. Poco a poco comenzaba a sentirse como un detective biológico: ¿Ha visto alguna vez a este gusano? ¿Puede describirlo? ¿Podría identificarlo si organizamos una ronda de reconocimiento con otros cinco gusanos? ¿Está seguro de que fue él quien le robó el bolso a la anciana?... El departamento de investigación pertinente se encargará de recopilar los datos sobre el caso.

Tras cierta vacilación, escribió primero unas frases de cortesía sobre su encuentro en Oslo y seguidamente le preguntó si en los últimos meses había registrado concentraciones de metano Extraordinariamente altas frente a las costas de Groenlandia. Hasta entonces no había mencionado este punto en sus consultas.

Poco después subió a cubierta y vio la cámara submarina bamboleándose en la grúa. El equipo de geólogos de Bohrmann la estaba examinando mientras la recogían. Un poco más allá, ante al taller de cubierta, varios marineros se habían acomodado sobre el gran cajón de las escobillas y charlaban animadamente. Con el paso del tiempo, el cajón se había convertido en una especie de refugio, un lugar desde donde se podía observar y descansar a la vez. Estaba cubierto con un paño de tela raído. Algunos lo llamaban directamente «el sofá». Era un lugar inmejorable para bromear sobre los doctores y los futuros licenciados de paso inseguro, quienes, por precaución, evitaban pasar por el refugio de los burlones. Pero aquel día nadie se mofaba. Los miembros de la tripulación también estaban nerviosos. La mayoría sabía muy bien lo que estaban haciendo los científicos. En el talud continental había algunas cosas que no estaban en orden, y todos estaban preocupados.

Ahora tenían que proceder con rapidez. Bohrmann ordenó que redujeran al máximo la velocidad del
Sonne
para probar un lugar que le había parecido adecuado tras analizar las imágenes de vídeo y los datos de medición de la ecosonda multihaz. Directamente debajo del barco se extendía un amplio campo de hidratos. En ese contexto, probar significaba bajar un enorme aparato que parecía provenir del período jurásico de la investigación marina. La videoexcavadora, una pala de acero de gran tonelaje, no era precisamente la última novedad en tecnología. Era la forma más brutal de arrancar un pedazo de historia al lecho marino, pero también la que aportaba resultados más fiables. La pala excavaba en el subsuelo, penetraba en las profundidades abriendo una herida en la tierra y arrancaba cientos de kilos de lodo, hielo, fauna y piedras, para elevarlos luego al mundo de los seres humanos. Algunos de los marineros la llamaban con el certero apodo de «
Tyrannosaurus Rex
». De hecho, el símil se imponía cuando se la veía colgando del soporte de popa con las fauces abiertas, dispuesta a arrojarse al mar: un dinosaurio al servicio de la ciencia.

Pero, al igual que los dinosaurios, aunque estaba dotada de facultades asombrosas, al mismo tiempo era torpe y tonta. En su interior tenía una cámara y reflectores potentes; de ese modo se podía ver lo que la excavadora veía y soltarla en el momento adecuado. Eso era lo más asombroso. Sin embargo, el torpe
Tyrannosaurus Rex
era incapaz de moverse con sigilo. Por más cauteloso que se fuera al depositarla (y esta cautela tenía sus límites, porque se requería una cierta fuerza para hacer que penetrara en el sedimento), el oleaje que levantaba ahuyentaba a la mayoría de los habitantes del suelo. En cuanto descendía, los aguzados sentidos de los peces, gusanos, cangrejos y cuanto pudiera moverse rápidamente detectaban la proximidad del peligro mucho antes de que la excavadora se abriera. Incluso aparatos más sofisticados anunciaban su presencia de ese modo. Un oceanógrafo norteamericano había expresado su frustración con el siguiente comentario sarcástico:

«Hay un montón de vida en las profundidades del mar. Pero cada vez que nos aproximamos se esconde».

Ahora estaban bajando la excavadora del soporte de popa. Johanson se secó la lluvia de los ojos y se dirigió a la sala de monitores. El marinero que estaba en el control manejaba la palanca que permitía subir o bajar la excavadora. En las últimas horas había estado dirigiendo la cámara submarina, pero parecía concentrado y jovial. Y era necesario que así fuera. Observar durante horas la imagen turbia y descolorida del fondo marino tenía un efecto hipnótico. Pero bastaba una ligera distracción para que aparatos del valor de un Ferrari acabaran en las profundidades para toda la eternidad.

La sala estaba en penumbra. A la luz de las pantallas, los rostros de los presentes tenían un aire macilento. El mundo quedaba a miles de kilómetros de distancia. Sólo tenían ante sí el lecho marino, cuya superficie estudiaban como un paisaje cifrado en el que cada detalle aportaba información sobre todo lo que existía, como si fueran hipercodificados mensajes escritos en el intrincado lenguaje de Dios.

Fuera, colgada del soporte, la excavadora descendía rápidamente hacia el mar.

De pronto el agua pareció saltar de los monitores, luego la pala se hundió en medio de una lluvia de plancton. Todo era de color verde azulado, gris y negro. Puntos claros cruzaban por los costados como cometas: cangrejos minúsculos, krill, seres indefinibles. El viaje de la excavadora era como los primeros episodios de
La guerra de las galaxias
, sólo faltaba la música. En el laboratorio había un silencio mortal. El batímetro se movía a toda velocidad. De repente apareció en pantalla el lecho marino, un paisaje desolado que igualmente hubiera podido ser el de la superficie lunar, y pararon la grúa.

—Menos 714 —dijo el marinero del control.

Bohrmann se inclinó hacia adelante.

—Todavía no. —Cruzaron por la pantalla algunos moluscos de los que vivían sobre los hidratos de gas. La mayoría de ellos había desaparecido bajo los cuerpos de color rosa que se erguían y sacudían. Johanson se sobrecogió al pensar que los gusanos no sólo penetraban en el hielo, sino que devoraban a los moluscos en sus conchas. Vio cómo las trompas provistas de pinzas se extendían, arrancaban pedazos de carne de los moluscos y los mandaban al interior de sus cuerpos tubulares. El hielo de metano blanco quedaba oculto por aquella masa de predadores, pero todos los de la sala sabían que estaba allí, directamente debajo de ellos. Por todas partes ascendían burbujas y subían pedacitos que emitían destellos: eran fragmentos de hidrato.

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