Si no comprendían a los delfines, ¿cómo iban a comprender a una raza a la que Johanson de un modo dadaísta había denominado yrr?
De pronto Anawak se dio cuenta de que no podrían acometer semejante tarea mientras no hubieran reunido al equipo adecuado.
Faltaba alguien, y él sabía quién.
Mientras Akesuk se ocupaba de preparar el viaje Anawak intentó comunicarse con el Château desde el Polar Lodge. Tras algunos minutos lo conectaron con una línea a prueba de escuchas y transfirieron su llamada varias veces. Li no estaba en el hotel, se encontraba en un buque de la marina frente a las costas de Seattle. Tuvo que esperar quince minutos hasta que finalmente pudo hablar con ella.
Le preguntó si podía ausentarse dos o tres días más. Li le concedió el plazo después de que él pretextara ciertas obligaciones familiares. Le remordió la conciencia, pero se dijo que la salvación del mundo no podía depender de que él estuviera a disposición o no en los próximos tres días. Además, estaba trabajando. Su mente seguía trabajando en aquel lugar perdido del extremo norte.
Li le explicó que estaban atacando con sonar a las ballenas.
—Sé que no le gusta —dijo.
—¿Y? ¿Funciona?
—Estamos a punto de suspender las pruebas. No muestran el efecto esperado. Pero tenemos que intentarlo todo. Mientras mantengamos a raya a los animales, tendremos más oportunidades de enviar buzos y robots para sondear el fondo del mar.
—¿Quiere tener más oportunidades? Entonces amplíe el equipo.
—¿Para incluir a quién?
—A tres personas. —Hizo una pausa, luego decidió jugar fuerte—. Quiero que los recluten. Necesitamos más expertos en investigación del comportamiento e inteligencia. Y yo necesito un ayudante en el que pueda confiar. Sugiero que incorporen a Alicia Delaware. Durante el verano vive en Tofino. Es una estudiante que se ocupa de investigación de la inteligencia.
—De acuerdo —dijo Li con sorprendente velocidad—. ¿Quién es el segundo?
—Un hombre de Ucluelet. Si revisa las actas de los programas MK lo encontrará bajo el nombre de Jack O'Bannon. Maneja bien a los mamíferos marinos. Y sabe algunas cosas que podrían sernos de utilidad.
—¿Es profesor?
—No. Era entrenador de la marina, trabajaba en el Marine Mammal System.
—Entiendo —dijo Li—. Tendremos que hablar de eso. Ya tenemos expertos en esa materia. ¿Por qué quiere justamente a ese hombre?
—Lo necesito.
—¿Y la tercera persona?
—Es la más importante de todas. En cierto modo nos enfrentamos a extraterrestres. Necesitamos a alguien que piense en cómo podemos comunicarnos con seres que no son humanos. Póngase en contacto con la doctora Samantha Crowe. Dirige el proyecto SETI en Arecibo.
Li se rió bajito.
—Es usted un muchacho inteligente, León. Ya teníamos previsto incluir a alguien de SETI. ¿Conoce a la doctora Crowe?
—Sí. Es una buena profesional.
—Bien.
—¿Tendrá en cuenta mis deseos?
—Veré qué puedo hacer. —Se oyó una voz que la llamaba—. Suerte, León. Regrese sano y salvo. Tengo que volver al frente.
El Turbo-Prop Hawker Siddeley no enfiló directamente hacia el norte, sino que voló primero en dirección al este. Akesuk había convencido al piloto para que diera un pequeño rodeo de modo que Anawak pudiera contemplar la gran llanura de Koukdjuak, una reserva salvaje surcada de pequeños lagos circulares en la que vivía la mayor colonia de gansos del mundo. En el avión viajaban otros pasajeros de Cabo Dorset e Iqaluit que iban a Pond Inlet, al campo. La mayoría conocía la vista y dormitaba.
Anawak, en cambio, no se cansaba de mirar.
Era como si despertara tras un largo sueño de varios años.
Volaron un trecho bordeando la costa y luego cruzaron el Círculo Polar Ártico. Geográficamente, el Ártico empezaba en ese punto. Abajo se veía el paisaje helado de la cuenca de Foxe, con sus grietas pequeñas y grandes y sus áreas de agua libre. Al rato volvió a aparecer la tierra, un terreno accidentado con laderas abruptas y empalizadas de piedra que se alzaban en vertical. La nieve brillaba en el fondo de los profundos desfiladeros, envueltos en sombras. Arroyos que llevaban agua de deshielo desembocaban en lagos congelados. A la luz del ocaso, el paisaje resultaba cada vez más imponente. Montañas color marrón y depresiones se alternaban con valles nevados; se alzaban cadenas montañosas hacia ellos, casi completamente cubiertas por cúmulos de nieve. De pronto, sin apenas transición, el avión cruzó una línea costera de color blanco azulado y vieron una capa compacta de hielo: el Eclipse Sound.
Anawak se olvidó de lo que había a su alrededor.
Contempló la extraña belleza del Ártico. Enormes formaciones cristalinas de color blanco sobresalían en la nívea llanura del Sound: los icebergs. Por abajo pasaban dos osos polares diminutos, como si siguieran la sombra que proyectaba el Turbo-Prop sobre el hielo. Unos puntos brillantes salieron en desbandada: gaviotas. A cierta distancia se alzaban los enormes precipicios y glaciares de la isla Bylot. Luego comenzaron a descender hacia otra orilla; se acercaron a una zona color marrón, a las casas de un poblado y una pista de aterrizaje: Pond Inlet, o Mittimatalik en la lengua de los inuit, «donde se encuentra Mittimata».
El sol brillaba con fuerza por el noroeste. En aquella época del año no se ocultaba sino que hacia las dos de la madrugada rozaba unos minutos el horizonte. Cuando llegaron a su destino, eran las nueve de la noche, pero Anawak había perdido la noción del tiempo. Contempló los lugares de su infancia y sintió que desaparecía el peso que le oprimía el pecho.
Akesuk había tenido razón. Su tío había logrado lo que él consideraba imposible veinticuatro horas antes.
Lo había llevado a casa.
Pond Inlet era por su tamaño y población similar a Cabo Dorset, pero era muy distinto del sur. Aquella región había estado poblada ininterrumpidamente desde hacía más de cuatro mil años».
No se habían atrevido a construir enormes edificios como en Iqaluit. Akesuk le explicó que los inuit de esa parte de Nunavut concedían muchísima más importancia a las tradiciones que los de cualquier otra parte. Añadió con cautela que incluso seguía teniendo cierta importancia el chamanismo, aunque por supuesto todos eran cristianos creyentes. Como Anawak no hizo comentario alguno, abandonó el tema y comenzó a enumerar la serie de cosas que tendrían que comprar al día siguiente en los supermercados del lugar.
Pasaron la noche en un hotel. Akesuk lo despertó muy temprano y bajaron a la orilla. El tío miró el lugar, olfateó el aire y opinó que seguirían disfrutando del buen tiempo y que tendrían buena caza.
—La primavera no se ha hecho esperar —afirmó satisfecho—. En el hotel dicen que tardaremos media jornada hasta llegar a la banquisa. O quizá un día, depende.
—¿De qué depende?
Akesuk se encogió de hombros.
—Puede pasar cualquier cosa. Depende, eso es todo. Verás un montón de animales: ballenas, focas, osos polares... Este año el hielo ha empezado a romperse antes.
«No me extraña —pensó Anawak—, con todo lo que está pasando».
Formaban parte de un grupo de doce personas. Anawak conocía a algunos del avión; a otros los conoció en Pond Inlet. Akesuk deliberó con los dos guías. Reunieron el equipaje para la excursión y dejaron en el hotel aquello que no era imprescindible. Entretanto, ya tenían preparados los cuatro qamutiks que utilizarían para el viaje. Anawak recordaba que antes los trineos eran tirados por perros; ahora los habían enganchado a motos de nieve, SkiDoos, con cuerdas dobles. Los qamutiks tenían el mismo aspecto de antes: vehículos de cuatro metros de largo, provistos de dos patines de madera con las puntas curvadas hacia arriba y varios listones atravesados bien juntos; no llevaban ni un solo tornillo o clavo. El trineo se mantenía unido por medio de cuerdas y correas, lo que facilitaba enormemente las reparaciones. Para protegerse del frío habían colocado casetas de madera abiertas en el extremo superior sobre tres de los qamutiks; el cuarto era el trineo del equipaje.
—No vas bien abrigado —dijo Akesuk mirando el anorak de Anawak.
—¿Cómo que no? He mirado el termómetro. Estamos a seis grados.
—Te has olvidado del viento del viaje. ¿Llevas dos pares de medias? Esto no es Vancouver.
La verdad era que había olvidado muchas cosas. Poco a poco sentía nuevamente lo que era viajar bajo el frío polar. Se sentía avergonzado. Por supuesto, los pies fríos eran el principal problema, siempre lo habían sido. Se puso otro par de medias y otro suéter, bajo cuyo peso se sentía como un tonel con piernas. Con sus trajes protectores y sus gafas para la nieve, los miembros de la expedición parecían en cierto modo astronautas.
Akesuk revisó por última vez el equipamiento con los guías.
—Sacos de dormir, son pieles de caribú.
Le brillaban los ojos. Su bigote fino y gris parecía erizarse de satisfacción. Anawak observó a su tío, que iba de un trineo a otro. Ijitsiaq Akesuk era completamente distinto de su padre. En su compañía, los inuit y su forma de vida volvían a cobrar importancia.
Anawak pensó un instante en los poderosos seres que yacían en las profundidades marinas.
Cuando comenzara el viaje por el hielo seguirían únicamente las leyes de la naturaleza. Para subsistir allí se necesitaba una cierta actitud panteísta. Uno no debía considerarse importante. De hecho no era importante, sino parte integrante de un mundo animado formado por animales, plantas, hielo y ocasionalmente por seres humanos.
«Y por los yrr —pensó—. No importa quiénes sean, ni qué aspecto tengan; no importa cómo ni dónde vivan, están ahí».
La moto de nieve que arrastraba el trineo de Anawak, Akesuk y su mujer arrancó con una leve sacudida y avanzaron por el mar congelado y lleno de nieve. Se veían aquí y allá amplios charcos de agua, pues ya había comenzado el deshielo, aunque sólo en las capas superiores. Rodearon la colina costera de Pond Inlet y siguieron rumbo al nordeste hasta poner algunos kilómetros de distancia entre ellos y la costa de la isla de Baffin, que sobresalía en el sur sobre la superficie congelada. Del otro lado, las rocas de la isla Bylot se alzaban hacia el cielo rodeadas de icebergs. La inmensa lengua de un glaciar bajaba desde las cimas hasta la orilla. Anawak se recordó a sí mismo que no avanzaban sobre tierra, sino sobre la superficie congelada del mar. Por debajo de ellos nadaban los peces. En ocasiones, cuando topaban con algún saliente, los patines del qamutik se levantaban y volvían a estrellarse con fuerza, pero el trineo amortiguaba el impacto.
Al cabo de un rato, los dos inuit que conducían el primer qamutik cambiaron de dirección y el resto los siguió. Por un momento Anawak se quedó confundido, hasta que vio que estaban bordeando una grieta abierta en el hielo que era demasiado grande como para cruzarla con los trineos. Más allá del borde azulado se veían las aguas negras e insondables del mar.
—Quizá tardemos un poco —dijo Akesuk.
—Sí, exige tiempo —asintió Anawak mientras recordaba cuántas veces había bordeado esas grietas.
Akesuk arrugó la nariz.
—No. ¿Por qué va a requerir tiempo? El tiempo ni se gana ni se pierde. Lo conservamos, tanto si vamos directamente hacia el este como si nos desviamos hacia el norte. ¿Lo has olvidado? Aquí arriba no importa lo rápido que llegues. Si das un rodeo, tu vida sigue, no pierdes el tiempo.
Anawak calló.
—Quizá fue ése nuestro gran problema en el siglo pasado, que los quallunaat trajeron el tiempo —añadió su tío sonriendo—. Tuvimos que aprender que también se puede malgastar. Los quallunaat piensan que esperar es tiempo perdido y, por tanto, tiempo de vida que perdemos. Creo que cuando eras pequeño todos nosotros lo creíamos. También tu padre, y como no veía ninguna posibilidad de hacer algo con sentido y valioso, se convenció de que su vida no tenía valor, pues estaba hecha de tiempo no usado, desperdiciado. Tiempo de vida sin valor. Una vida sin valor.
Anawak lo miró.
—No deberías compadecerte de él, sino de mi madre —dijo.
—Ella también se compadeció de él —respondió Akesuk; luego comenzó a hablar con Mary-Ann.
Tuvieron que recorrer varios kilómetros hasta que la grieta M estrechó lo suficiente como para poder pasar al otro lado. Uno de los guías inuit desacopló su moto y cruzó a gran velocidad. Desde allí fue tirando sogas a los qamutiks, los hizo cruzar la grieta y siguieron viaje. El tío de Anawak se metió impasible una tira delgada y grasosa en la boca, y luego le pasó la lata a Anawak, Anawak se sirvió vacilando. Era piel de narval. Antes, cuando viajaban por el hielo, siempre llevaban provisiones de piel de narval. Él sabía que contenía más vitamina C que los limones olas naranjas. Dio un mordisco y sintió el aroma de nueces frescas.
El sabor desató una reacción en cadena de imágenes y sensaciones. Oyó voces, pero no eran las voces de los miembros de la expedición, sino las de personas con las que había viajado veinte unos atrás. Sintió la mano de su madre acariciándole el pelo.
—Grietas de hielo marino, barreras de hielo comprimido... —El tío se rió—. Esto no es una autopista, muchacho. En serio, ¿no echabas en falta todo esto?
Si Akesuk había notado el estado emotivo en que había caído súbitamente e intentaba animarlo con su pregunta, consiguió el efecto contrario. Anawak sacudió la cabeza. Quizá fuera pura terquedad, pero sólo dijo lacónico:
—No.
En ese mismo instante se avergonzó de su respuesta.
Akesuk se encogió de hombros.
Alguien que había pasado la mayor parte de su vida en la isla de Vancouver y que además investigaba la vida marina se hallaba más cerca de la naturaleza que de cualquier conquista de la humanidad. No obstante, no era lo mismo observar ballenas en el Clayoquot Sound que deslizarse por la superficie blanca de aquel brazo de mar, con la tundra marrón a su derecha y las cimas cubiertas de glaciares de la isla Bylot a su izquierda. Mientras que en el oeste canadiense el clima parecía hecho a la medida del hombre, en el Ártico se presentaba como un infierno espectacular. Era magnífico, pero tan autosuficiente y letal que quien sucumbiera a la ilusión de dominarlo perecería. Los poblados parecían intentos porfiados de tomar posesión de algo que no se podía poseer. El viaje en trineo hasta el borde del hielo marino se convirtió en una expedición hacia el inconsciente. Tras una segunda noche iluminada por el sol, Anawak vio desaparecer los últimos restos de su sentido del tiempo. Marchaban hacia el origen del mundo. Incluso un racionalista como él, que no rezaba a ningún dios y únicamente confiaba en las explicaciones científicas, estaba dispuesto a creer en aquella historia del oso polar que vagaba melancólico por el hielo. Los inuit contaban que se había vuelto ciego a la realidad tras enamorarse de una humana. Pese a que el oso le había advertido insistentemente que no hablara de sus encuentros secretos, la mujer había revelado a su marido, que llevaba varias semanas sin cazar ni una pieza, el escondrijo de su amante. Pero el oso la escuchó mientras lo traicionaba, de modo que cuando el cazador salió a buscarlo, él entró subrepticiamente en el iglú de su amante para matarla. Sin embargo, cuando alzó la garra, lo invadió una profunda tristeza. ¿Qué sentido tenía acabar con su vida? La traición estaba consumada. De modo que se alejó apesadumbrado y con paso lento.