El quinto día (41 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
12.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

King pestañeó al sol y vio que el avión descendía hacia donde habían desaparecido las colas.

—Bien —dijo casi para sí mismo—. Buena caza.

A cien metros de altura, incluso el imponente remolcador se veía como una maqueta hecha primorosamente. Los mamíferos marinos, en cambio, parecían aún más grandes. Anawak vio varias ballenas grises nadando pegadas a la superficie, tranquilas e indolentes. Los rayos del sol bailoteaban sobre sus enormes cuerpos. Cada uno de los animales se veía en su totalidad. Aunque no llegaban a un cuarto de la longitud del
Whistler
, parecían de un tamaño completamente absurdo.

—Descendamos —dijo.

El DHC-2 siguió bajando. Pasaron por encima del grupo y se acercaron al lugar donde
Lucy
se había sumergido. Anawak tenía la esperanza de que la ballena no se hubiera marchado a buscar alimento, pues, en ese caso, tendrían que aguardar largo rato. Pero probablemente aquellas aguas eran demasiado profundas. Al igual que las jorobadas, las ballenas grises se alimentaban de un modo muy peculiar: se sumergían hasta el fondo y al llegar al sedimento se giraban hacia un lado y absorbían los organismos que habitaban allí: cangrejos pequeños, zooplancton y nematodos, su plato favorito. Los surcos inmensos que quedaban tras esos festines recubrían el lecho marino frente a la isla de Vancouver; pero los gigantes grises rara vez se adentraban en aguas más profundas.

—Pronto tendremos corriente —dijo el piloto—. ¿Danny?

El tirador les sonrió. Luego abrió la puerta lateral y la replegó. Penetró un torrente de aire frío que les arremolinó el cabello. De golpe, un ruido atronador les taladró los oídos. Delaware se estiró hacia atrás y le alcanzó la ballesta a Danny.

—No dispondrá de mucho tiempo —dijo Anawak. Tenía que hablar muy alto para hacerse oír entre el tableteo del viento y el ruido de los motores—. Cuando
Lucy
emerja, no tendrá más que unos segundos para ubicar la sonda.

—Ningún problema —respondió Danny. Agarrando la ballesta con la mano derecha, se desplazó de su asiento hasta que quedó sentado en el varillaje de debajo del ala—. Conque me acerques bien, vale.

Delaware sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos.

—No puedo mirar.

—¿Qué? —preguntó Anawak.

—No funcionará. Ya lo veo tirado en el agua.

—No temas —rió el piloto—. Estos muchachos son capaces de hacer cosas mucho más difíciles.

El avión planeó sobre las olas y se mantuvo a la altura del puente del
Whistler
. Luego sobrevolaron la zona donde
Lucy
se había sumergido. No se veía nada.

—Vuela en círculo —le gritó Anawak al piloto—.
Lucy
va a reaparecer junto al sitio donde se sumergió.

El DHC-2 inició una curva abrupta. De pronto, el mar pareció volcarse sobre ellos. Danny quedó colgado de las varillas, con una mano se agarraba a la puerta y con la otra sostenía la ballesta tensada. Debajo de ellos se perfiló la silueta de una ballena que emergía. Luego un lomo gris, resplandeciente, cruzó la superficie.

—¡Iujuu! —bramó Danny.

—¡León! —era King por la radio—. No es ésa.
Lucy
está delante de nosotros, a estribor.

—¡Maldita sea! —renegó Anawak.

Se había equivocado. Al parecer,
Lucy
estaba firmemente decidida a saltarse las reglas.

—¡Danny! No.

El avión dejó de volar en círculo y descendió aún más. Debajo de ellos se alzaban las olas. Se acercaron a la popa del remolcador y por un instante pareció que iban a chocar contra la estructura superior del
Whistler
; luego, el piloto corrigió el rumbo y pasaron pegados al enorme barco. Un poco más adelante,
Lucy
volvió a sumergirse y dejó ver su aleta caudal. Anawak reconoció en seguida al animal por las características muescas de su cola.

—Más despacio —dijo.

El piloto disminuyó la velocidad, pero seguían volando demasiado rápido.

«Tendríamos que haber usado un helicóptero», pensó Anawak. Ahora pasarían por encima de su blanco y girarían, con la esperanza de que la ballena siguiera a la vista.

Lucy
no había desaparecido en las profundidades. Su poderoso cuerpo brillaba a la luz del sol.

—¡Adelante! ¡Gira y desciende sobre ella!

El piloto asintió.

—Y, por favor, no vomitéis —agregó.

Inclinó el avión tan repentinamente que pareció que lo hubiera puesto sobre la punta del ala. Por la puerta abierta refulgió una pared vertical de agua, alarmantemente cerca. Delaware gritó, mientras Danny con su ballesta daba gritos de alegría.

Comparado con aquello, la montaña rusa era un juego de niños.

Anawak vivió el momento como si pasara a cámara lenta. Jamás hubiera imaginado que un avión pudiera girar sobre sí mismo cual un compás, a partir del extremo del ala. El aparato describió un semicírculo perfecto y, acto seguido, volvió a situarse en horizontal.

Con la hélice rugiendo puso rumbo a la ballena y al
Whistler
, que se acercaba.

Conteniendo la respiración, King observó la máquina que regresaba tras la espeluznante maniobra de giro. Los patines rozaban el agua. Recordó débilmente que uno de los pilotos de Tofino Air había servido en las Fuerzas Aéreas Canadienses. Ahora sabía cuál era.

Más allá de la borda, el cuerpo cilíndrico del URA colgaba de la grúa de popa del remolcador. Estaban preparados para desenganchar el robot en cuanto el tirador hubiera colocado el transmisor. El lomo gris de la ballena se veía con claridad, no se había sumergido. La ballena y el avión se aproximaban a gran velocidad. King vio a Danny agachado bajo el ala y deseó fervorosamente que pudiera liquidar el asunto de un tiro.

El lomo de
Lucy
se desplazaba sobre las olas.

Danny alzó la ballesta, entrecerró un ojo y apoyó la mano en el frío metal. Su dedo comenzó a curvarse.

Absolutamente concentrado y con el rostro inmóvil, Danny apretó el gatillo hasta el fondo. En ese momento, probablemente fue el único que oyó un leve silbido cuando la flecha salió propulsada a más de doscientos cincuenta kilómetros por hora. Fracciones de segundo después unos garfios de metal perforaron la capa de grasa de la ballena y penetraron bien adentro sin que
Lucy
se percatara de nada. Luego el animal arqueó el lomo: se sumergía. El transmisor quedó en posición oblicua.

—¡La tenemos! —gritó Anawak por la radio.

King dio la señal.

Soltaron el robot del anclaje. El URA chasqueó contra el agua y se hundió entre las olas.

El contacto con el agua provocó un impulso que activó al instante sus motores eléctricos. A medida que bajaba, el URA se iba desplazando hacia la ballena sumergida. Pocos segundos después del amaraje, desapareció bajo las olas.

King cerró los puños triunfante.

—¡Bien!

El DHC-2 planeó sobre el
Whistler
. En el extremo del ala, Danny levantó la ballesta dando un alarido.

—¡Lo hemos conseguido!

—¡Bravo!

—Disparó y... Dios, ¿lo has visto? ¡Increíble!

—¡Uauu!

En el avión todos hablaban a la vez, entusiasmados. Danny giró la cabeza hacia ellos y sonrió. Se dispuso a entrar. Anawak extendió las manos para ayudarlo, cuando vio que algo se erguía en el agua.

Se detuvo espantado.

Era una ballena gris en pleno salto. El macizo cuerpo se acercaba a toda velocidad.

Directamente hacia ellos.

—¡Asciende! —gritó Anawak.

Los motores dieron un alarido doloroso. Danny cayó hacia atrás cuando el avión se elevó en vertical. Anawak alcanzó a ver brevemente una cabeza enorme cubierta de cicatrices, un ojo y unas fauces cerradas. Luego el aparato recibió un golpe brutal. Donde habían estado el ala derecha y Danny, se curvaban los restos del varillaje. Anawak intentó aferrarse a algún lugar, pero todo daba vueltas. Delaware gritaba, el piloto gritaba, él mismo gritaba. El mar se les vino encima.

Algo le golpeó en el rostro. Sintió frío.

Zumbidos en los oídos. El chirrido cavernoso del acero quebrándose. Espuma.

Color verde oscuro.

Nada más.

Cincuenta metros más abajo, el ordenador de a bordo estabilizaba el cuerpo cilíndrico del URA. El robot se equilibró y siguió a la ballena que tenía más cerca. A cierta distancia, sólo vagamente reconocibles en la penumbra, se veían otros animales. El ojo electrónico del URA registró esas impresiones ópticas, pero, por el momento, el ordenador no les concedió importancia.

Comenzaron a funcionar otros dispositivos.

Pese a sus excelentes sensores ópticos, el auténtico punto fuerte del URA estaba en sus registros acústicos. Aquí su creador había exhibido verdadero genio. Gracias a su sistema acústico el robot podía seguir a los mamíferos marinos durante un lapso de entre diez y doce horas sin perderlos, fueran a donde fueran.

Seguía sus cantos.

Los cuatro hidrófonos del URA —micrófonos subacuáticos de alta sensibilidad— registraban no sólo los sonidos que producían los animales sino también sus coordenadas fuente. Estaban dispuestos en torno al cuerpo del robot. Cuando una de las ballenas emitía un leve sonido agudo, cada uno de los hidrófonos captaba el ruido alternativamente. Ningún oído humano hubiera podido registrar las ínfimas dilaciones temporales y los matices ligados a ellas, sólo un ordenador estaba en condiciones de hacerlo. De modo que el sonido llegaba primero y con más intensidad al hidrófono que estaba más cerca del animal, y luego a los otros tres sucesivamente.

Con esos datos, el ordenador creaba un espacio virtual y marcaba las coordenadas de las autoras de los sonidos. Poco a poco ese espacio se iba llenando de indicadores de posición, que se iban desplazando a medida que los animales cambiaban de lugar. En cierto modo, el grupo era reconstruido en el interior del ordenador.

También
Lucy
emitió una serie de sonidos cuando desapareció en las profundidades. En el ordenador se guardaban inmensas cantidades de datos, desde sonidos específicos de ballenas y de determinados peces hasta la voz de diversos animales. El URA examinó su catálogo electrónico, pero
Lucy
no estaba registrada como individuo. Automáticamente creó un archivo para los sonidos del grupo de coordenadas que correspondía a la ballena, lo comparó con otras series de coordenadas, clasificó los animales que tenía delante como ballenas grises y aumentó la velocidad a dos nudos, para acercarse un poco.

Con la misma minuciosidad con que había localizado acústicamente a las ballenas y determinado su posición, el robot pasó ahora al registro óptico. En su base de datos tenía siluetas y características de sus colas, además de todo tipo de aletas y de otras partes significativas de diversos animales. Esta vez, la máquina tuvo más suerte. El ojo electrónico escaneó las colas que subían y bajaban de las ballenas que tenía delante e identificó rápidamente a una de ellas como
Lucy
. Poco antes habían grabado todos los datos de las ballenas que habían participado en los ataques, y por eso el robot sabía ahora a qué animal debía dedicar toda su atención.

El URA corrigió su curso unos pocos grados.

Los cantos de las ballenas eran registrados a distancias superiores a las cien millas marinas. Las ondas sonoras se desplazaban en el agua cinco veces más rápido que en el aire.
Lucy
podía nadar a la velocidad que quisiera y hacia donde quisiera.

Ya no la perdería.

26 de abril. Kiel, Alemania

Cuando la puerta de hierro se deslizó hacia el costado, la mirada de Bohrmann captó la gigantesca construcción del simulador.

El simulador oceánico parecía reducir la naturaleza a medidas asumibles para el ser humano, pero reproducía con fidelidad las condiciones reales. Aunque a pequeña escala, podían dominar el mar. Habían creado un mundo de segunda mano, una de esas copias idealizadas que a los seres humanos les resultan más familiares que la propia realidad. ¿Quién desea saber cómo era la vida en la Edad Media si Hollywood la recrea a su manera? ¿A quién le interesa conocer cómo muere un pez, cómo se desangra, lo abren y le extraen las vísceras si lo que compramos son trozos exhibidos sobre hielo? En Estados Unidos, los niños dibujan pollos con seis patas porque los muslos de pollo se venden en envases de seis unidades. Tomamos leche de un envase de cartón, pero nos da asco el contenido de una ubre. Nuestra percepción del mundo se deforma, y como consecuencia observamos nuestro entorno con suma arrogancia. Bohrmann estaba entusiasmado con el simulador y sus posibilidades. Al mismo tiempo, el tanque le mostraba que la ciencia corría el riesgo de volverse ciega cuando, en lugar de observar el objeto de su investigación, se limitaba a recrearlo. Ya no se trataba de entender el planeta, sino de doblegarlo. Y en aquella realidad falseada, la intervención humana recibía una nueva y terrible justificación.

Cada vez que Bohrmann entraba en el pabellón, le pasaba por la cabeza el mismo pensamiento: nunca estaremos en condiciones de obtener certezas sobre lo que es factible, sino sólo sobre aquello en lo que no deberíamos intervenir. Pero después nos olvidamos de nuestros buenos propósitos.

Dos días después del accidente del
Sonne
, se encontraba de nuevo en Kiel. Las muestras del sedimento y los recipientes refrigerados habían llegado por separado en un transporte expreso y habían quedado bajo la tutela de Erwin Suess, quien, sin más dilación, comenzó a estudiar el fruto de la expedición con un equipo de geoquímicos y biólogos. Cuando Bohrmann llegó al instituto, ya tenían los resultados de los primeros análisis. Hacía veinticuatro horas que no paraban de rastrear las causas de la descomposición. Al parecer, habían encontrado algo. Tal vez fuera cierto que el simulador idealizaba la realidad, pero probablemente había sacado a la luz la verdad sobre los gusanos.

Suess lo estaba esperando junto a la mesa de los monitores. Estaba acompañado por Heiko Sahling e Yvonne Mirbach, una bióloga molecular especializada en bacterias oceánicas.

—Hemos preparado una simulación en el ordenador —dijo Suess—. No tanto para nosotros como para que todos lo entiendan.

—Es decir, que ya no es sólo un problema de Statoil —dijo Bohrmann.

—No.

Suess movió el cursor en el monitor y cliqueó sobre un símbolo. Apareció una representación gráfica. Mostraba un corte transversal de una cubierta de hidratos de cien metros de espesor y de una burbuja de gas situada debajo de ella. Sahling señaló una capa oscura y delgada en la superficie.

Other books

Damage Control by Michael Bowen
Pagan's Daughter by Catherine Jinks
Simply Being Belle by Rosemarie Naramore
Deep Six by Clive Cussler
Thief of Words by John Jaffe
Rescue of the Bounty: Disaster and Survival in Superstorm Sandy by Michael J. Tougias, Douglas A. Campbell
Everyday Ghosts by James Morrison
Flags of Sin by Kennedy, J. Robert
Devil's Ride by Kathryn Thomas