El primer oficial saltó hacia él y trató de arrojarlo al suelo, pero no fue lo suficientemente rápido. La pesada excavadora chocó contra el hombre, que salió proyectado por el aire describiendo un gran arco. Voló varios metros, resbaló por los tablones y quedó tumbado de espaldas.
—¡No! —jadeó Lund—. ¡Maldita sea!
Ella y Johanson corrieron al mismo tiempo hacia el cuerpo inmóvil. El primer oficial y otros miembros de la tripulación estaban arrodillados a su lado. El Guardián alzó brevemente la vista.
—Que nadie lo toque.
—Quiero... —comenzó Lund.
—Vayan a buscar al médico, rápido.
Lund se mordía las uñas, inquieta. Johanson sabía cuánto odiaba que la condenaran a la inactividad. Lund se acercó a la excavadora chorreante de lodo, que poco a poco iba dejando de oscilar.
—¡Ábranla! —gritó—. ¡Lleven todo lo que contenga a los tanques!
Johanson miró el agua. Todavía seguían subiendo del mar burbujas hirvientes y hediondas. Luego fueron disminuyendo. El
Sonne
ganó distancia rápidamente. Los últimos pedazos del hielo de metano que habían aflorado a la superficie flotaban sobre las olas y se deshacían.
Con un chirrido, la excavadora abrió la pala y arrojó cientos de kilos de hielo y lodo. Rodeados de vapor y burbujas, los ayudantes de laboratorio de Bohrmann y los marineros sumergían apresuradamente todo el hidrato que podían en nitrógeno líquido. Johanson se sentía terriblemente inútil. Dio media vuelta, fue hacia Bohrmann y lo ayudó a juntar los pedazos. La cubierta estaba alfombrada de pequeños gusanos con cerdas. Algunos se movían y retorcían, y sacaban la trompa entre las mandíbulas. La mayoría no había sobrevivido al rápido ascenso. El cambio repentino de temperatura y de presión ambiental los había matado.
Johanson cogió uno de los trozos y lo observó con detenimiento. El hielo estaba repleto de pequeños túneles, que contenían gusanos sin vida. Lo giró en todas direcciones, hasta que oyó los crujidos y chasquidos del fragmento, que se estaba desintegrando, y recordó que debía almacenarlo cuanto antes. Otros pedazos estaban mucho más agujereados, pero al parecer la auténtica desintegración empezaba bajo los túneles de los gusanos. En la superficie del hielo se abrían unos huecos como cráteres, cubiertos en parte por unos filamentos viscosos.
¿Qué había sucedido?
Johanson se olvidó de los contenedores refrigerados. Trituró aquella sustancia viscosa con los dedos: parecían restos de colonias bacterianas. En la superficie de los hidratos había tapices bacterianos, pero ¿cómo habían llegado al interior del hielo?
Unos segundos después, el pedazo se había disuelto. Johanson miró a su alrededor. La popa se había convertido en un lodazal. El cuerpo del hombre al que había alcanzado la excavadora había desaparecido. Lund, Hvistendahl y Stone tampoco estaban en cubierta. Johanson vio a Bohrmann un poco más allá, reclinado contra la borda, y fue hacia él.
—¿Qué es lo que ha ocurrido?
Bohrmann se pasó la mano por los ojos.
—Tuvimos un escape, eso es lo que ha pasado. La excavadora penetró a más de veinte metros de profundidad y subió gas libre. ¿No ha visto la inmensa burbuja que apareció en el monitor?
—Sí. ¿Qué espesor tiene el hielo en esta zona?
—Más bien, tenía... Entre setenta y ochenta metros. Por lo menos.
—Entonces tiene que haber ocurrido un desastre ahí abajo.
—Evidentemente. Debemos averiguar cuanto antes si se han producido más explosiones.
—¿Quiere seguir recogiendo muestras?
—Por supuesto —gruñó Bohrmann—. La desgracia de hace un momento no debió haber sucedido. El hombre que maneja la grúa siguió recogiendo la excavadora cuando íbamos a toda marcha. Tendría que haberse detenido. —Miró a Johanson—. ¿Hubo algo que le llamara la atención cuando subió el gas?
—Tuve la impresión de que el mar nos engullía.
—Yo también. El gas hizo disminuir la tensión superficial del agua.
—¿Quiere decir que podríamos habernos hundido?
—Es difícil decirlo con certeza. ¿Ha oído hablar alguna vez del «Agujero de las Brujas»?
—No.
—Hace diez años un pescador salió al mar y no volvió. Lo último que transmitió por radio fue que iba a prepararse un café. Hace poco un barco de investigación encontró el barco hundido, a cincuenta millas de la costa, en una depresión inusualmente profunda del mar del Norte. Los marinos llaman a esa zona el «Agujero de las Brujas». La embarcación no tenía ningún tipo de avería. Había caído en vertical al fondo. Como si se hubiera hundido como una piedra... como algo que no puede flotar.
—Suena a Triángulo de las Bermudas.
—Ha dado en el clavo. Ésa es la hipótesis, la única que resiste un examen serio. Entre las Bermudas, Florida y Puerto Rico siempre hay escapes de gran intensidad. Cuando el gas asciende a la atmósfera, puede incluso incendiar las turbinas de un avión. En escapes de metano mucho más violentos que el que acabamos de sufrir, el agua pierde tanta densidad que uno simplemente se hunde. —Bohrmann señaló los recipientes refrigerados—. Tenemos que enviarlos cuanto antes a Kiel. Haremos que analicen las muestras y así sabremos qué pasa exactamente allí abajo. Lo averiguaremos, se lo aseguro. Hemos perdido a un hombre por toda esta mierda.
—¿Está...? —Johanson alzó la vista hacia las estructuras de la cubierta principal.
—Murió en el acto.
Johanson guardó silencio.
—Recogeremos las próximas muestras con el autoclave en lugar de con la excavadora. Siempre es más seguro... Necesitamos pruebas. No quiero ver cómo levantan fábricas aquí sin el menor escrúpulo. —Bohrmann resopló y se apartó de un golpe de la borda—. Aunque ya estamos acostumbrados, ¿verdad? Tratamos de explicar el mundo, pero nadie nos escucha. ¿Y qué sucede? Que los consorcios son los nuevos patrones de la investigación. Ambos estamos navegando porque Statoil encontró unos gusanos. Es fantástico, ¿no cree? Desde que el Estado no puede subvencionar a los investigadores, es la industria la que financia los estudios; por eso no hay investigación de base. Esos gusanos no son vistos como un objeto de estudio sino como un problema que hay que eliminar. Las compañías petroleras quieren investigación aplicada, y por supuesto con resultados que les sirvan de salvoconducto para sus propios intereses... Pero quizá esos gusanos no son el problema. ¿Ha pensado alguien en eso? Tal vez se trata de algo completamente distinto, y al eliminar los gusanos creamos un problema mucho mayor. ¿Sabe qué? A veces me dan ganas de vomitar.
Finalmente, a pocas millas de allí en dirección noreste, extrajeron del sedimento una docena de muestras del interior del sedimento sin sufrir más accidentes. El autoclave, un tubo de cinco metros de longitud protegido con una capa aislante y rodeado de varillas, sacaba las muestras del lecho marino como si fuera una jeringuilla. Luego, cuando aún se hallaba bajo el agua, se cerraba herméticamente gracias a unas válvulas. De ese modo almacenaba en su interior un universo en miniatura: extraía sedimentos, hielo y lodo con la superficie intacta, pero también el agua de mar y los seres vivos que allí había, los cuales seguían bien porque el autoclave conservaba la temperatura y la presión. Bohrmann ordenó que depositaran los tubos cerrados en posición vertical dentro de la cámara refrigerada del barco, para que no se mezclara la vida interior tan cuidadosamente conservada. A bordo no podían estudiar las muestras Sólo en el simulador imperaban las condiciones necesarias. Hasta entonces debían contentarse con analizar muestras de agua y contemplar imágenes.
Pero incluso las imágenes de los hidratos sembrados de gusanos que pasaban una y otra vez por los monitores empezaron a resultarles monótonas. Nadie tenía ganas de charlar. A la luz pálida de las pantallas, los rostros del equipo de Bohrmann, los petroleros y los marineros parecían difuminarse. El hombre de Statoil muerto hacía compañía a las muestras extraídas del fondo marino en la cámara frigorífica. El reencuentro con el
Thorvaldson
en el emplazamiento de la fábrica planeada había sido cancelado para llegar cuanto antes a Kristiansund, donde querían entregar el cadáver y trasladar las muestras al aeropuerto más cercano. Mientras tanto, Johanson permanecía en la cabina de radio o en su camarote estudiando las respuestas a sus consultas. Los gusanos no aparecían descritos en ningún lado, nadie los había visto. Algunos sostenían que se trataba del gusano de hielo mexicano, así que no añadían mucho a sus conocimientos.
Tres millas antes de llegar a Kristiansund, Johanson recibió un correo de Lukas Bauer. Era la primera respuesta positiva que obtenía, si es que podía calificarse de tal.
Leyó el texto mordiéndose el labio inferior.
Ponerse en contacto con las compañías le correspondía a Skaugen. De Johanson se esperaba que preguntara a los institutos y científicos que no estaban vinculados abiertamente con las exploraciones petrolíferas. Pero después del accidente con la excavadora, Bohrmann había dicho algo que arrojaba una luz nueva sobre el asunto:
«Desde que el Estado no puede subvencionar a los investigadores, es la industria la que financia los estudios».
¿Qué institutos podían seguir haciendo investigación independiente?
Si era cierto que la investigación dependía cada vez más de los fondos de la industria, entonces casi todos los institutos estaban trabajando de algún modo para las compañías petroleras. Se financiaban con aportaciones privadas, no tenían elección, si no querían arriesgarse a suspender sus proyectos. Incluso Geomar tenía un compromiso financiero con la empresa Deutsche Ruhrgas, que planeaba fundar una cátedra de investigación de hidratos de gas en el instituto de Kiel. Aunque la posibilidad de investigar con fondos de las compañías petroleras era muy tentadora, al final los patrocinadores sólo estaban interesados en transformar los resultados en ingresos económicos.
Johanson volvió a leer la respuesta de Bauer.
Se había enfrentado mal al asunto. En lugar de ponerse en contacto con tanta gente, tendría que haber indagado desde el principio los vínculos ocultos entre la investigación y la industria. Mientras Skaugen se acercaba al tema por la vía de los consorcios, él podía intentar sonsacarles algo a los científicos que cooperaban. Tarde o temprano, alguno hablaría.
El problema era cómo rastrear ese tipo de vínculos.
No, no era un problema. Era cuestión de trabajar con ahínco.
Se levantó y salió de la cabina de radio para buscar a Lund.
24 de abril. Isla de Vancouver y Clayoquot Sound, Canadá
Punta, talón.
Anawak se balanceaba impaciente sobre sus pies. Se alzaba sobre las puntas y se dejaba caer otra vez. Alternativamente, sin cesar: punta, talón; punta, talón. Era temprano por la mañana. Hacía un día espléndido, con un radiante cielo azul de folleto turístico.
Estaba nervioso.
Punta, talón; punta, talón.
Al final del muelle de madera esperaba un hidroavión. Su figura blanca se reflejaba en las azules aguas de la laguna, sobre la que despuntaban las olas. Era uno de los legendarios Beaver DHC-2 que la empresa canadiense De Havilland había construido hacía más de cincuenta años pero que seguían en activo porque ningún otro modelo superaba sus prestaciones. El Beaver había llegado hasta los polos. Era un aparato sencillo, robusto y seguro.
Exactamente lo que Anawak necesitaba para lo que se proponía hacer.
Miró hacia la terminal pintada de blanco y rojo que tenía enfrente. El aeropuerto de Tofino, situado a unos cuantos kilómetros de la ciudad, no tenía mucho en común con los aeropuertos modernos. Más bien parecía una colonia de pescadores o de tramperos: varias casas bajas de madera erigidas pintorescamente junto a una larga bahía y con colinas boscosas y montañas como telón de fondo. La mirada de Anawak registró la carretera que, bajo unos árboles enormes, comunicaba la laguna con el aeropuerto. Los demás llegarían en cualquier momento...
Fruncía el ceño mientras escuchaba la voz que salía de su teléfono móvil.
—Pero eso fue hace dos semanas —respondió—. En todo este (lempo el señor Roberts no ha podido atenderme ni una sola vez, a pesar de que insistió en que lo mantuviera al corriente.
La secretaria objetó que Roberts era un hombre muy ocupado.
—Yo también —ladró Anawak. Dejó de balancearse y procuró adoptar un tono más amable—. Escuche, aquí hemos llegado a una situación para la que el término «escalada» es poco. Hay claras conexiones entre nuestros problemas y los de Inglewood. Estoy seguro de que el señor Roberts también lo verá así.
Se hizo una breve pausa.
—¿Y cuáles serían esos paralelismos?
—Las ballenas, evidentemente.
—El
Barrier Queen
sufrió una avería en la pala del timón.
—Cierto, pero los remolcadores fueron atacados.
—Uno de ellos se hundió, es verdad —dijo la mujer con un tono cortés e indiferente—. No me han informado de que fueran atacados por ballenas, pero le transmitiré su mensaje al señor Roberts.
—Dígale que es por su propio bien.
—Se pondrá en contacto con usted en las próximas semanas.
Anawak titubeó.
—¿Semanas?
—El señor Roberts está de viaje.
«¿Qué demonios está pasando?», pensó Anawak. Tratando de dominarse dijo:
—Su jefe prometió enviar más muestras de lo que hallaron en el
Barrier Queen
al instituto de Nanaimo. Por favor, no me diga que no sabe de qué le hablo. Yo mismo bajé a recoger esa sustancia del casco. Contiene moluscos y posiblemente algo más.
—El señor Roberts me habría informado si...
—¡El instituto necesita las muestras!
—Se ocupará de eso a su regreso.
—¡Será tarde! ¿Me oye?... No importa. Volveré a llamar.
Apartó el teléfono, enojado. Por el acceso se acercaba traqueteando el Land Cruiser de Shoemaker. Los guijarros crujieron bajo los neumáticos cuando el todoterreno giró y entró en el pequeño aparcamiento de la terminal. Anawak fue hacia él.
—No sois precisamente un modelo de puntualidad —gritó, malhumorado.
—¡Vamos, León! Sólo nos hemos retrasado diez minutos... —Shoemaker se aproximó, seguido por Delaware y un joven negro, de complexión atlética, que llevaba gafas de sol y el cráneo rapado—. No seas tan puntilloso. Tuvimos que esperar a Danny.
Anawak le dio la mano al atleta. El hombre sonrió con amabilidad. Era tirador de ballesta del Ejército canadiense y había sido puesto oficialmente a las órdenes de Anawak. Había traído su arma, una ballesta de alta precisión, lo último en tecnología punta.