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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (43 page)

BOOK: El quinto día
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—Cierto —dijo Johanson—. Ves, ahí quería llegar. Una cosa es que aparezcan cientos de avispas marinas en un determinado lugar y otra completamente distinta que el planeta entero se vea afectado simultáneamente por fenómenos inverosímiles.

Olsen juntó las yemas de sus dedos y se quedó pensativo.

—Bueno, ya que te empeñas en establecer conexiones, yo no hablaría de invasiones biológicas, sino más bien de anomalías de comportamiento. Estamos ante ataques. Y siguen unas pautas desconocidas hasta ahora.

—¿No has averiguado nada sobre alguna especie nueva?

—¡Cielo santo!, ¿no te parece suficiente?

—Sólo preguntaba...

—¿En qué estás pensando? —preguntó Olsen despacio.

«Si me intereso por los gusanos —pensó Johanson—, acabará enterándose. No sabe interpretar la información que ha encontrado, pero en cuanto le pregunte, le resultará evidente que en alguna parte del mundo hay invasiones de gusanos».

—En nada concreto —dijo.

Olsen lo miró de soslayo. Luego le alcanzó el resto de la documentación.

—¿Me contarás alguna vez lo que evidentemente no quieres contarme?

Johanson cogió los textos y se levantó.

—Te debo una copa.

—Claro. Cuando tenga tiempo... Ya sabes que con la familia...

—Gracias, Knut.

Olsen se encogió de hombros.

—De nada.

Johanson salió al pasillo. De un auditorio salían estudiantes; pasaban en masa junto a él, algunos riendo y charlando, otros con expresión tensa.

Se detuvo y se quedó mirándolos.

Súbitamente, la idea de que todo estaba dirigido dejó de parecerle tan absurda.

Frente a Spitzberg, islas Svalbard, mar de Groenlandia

La luz de la luna se reflejaba en el agua.

Aquella imagen era de tal belleza que arrastraba a la tripulación a cubierta. Rara vez se veía el mar de hielo como aquella noche. Sin embargo, Lukas Bauer no se enteró de nada. Estaba sentado en su camarote, rodeado de papeles, y parecía alguien que estaba buscando la proverbial aguja perdida en el pajar, sólo que su pajar tenía el tamaño de dos océanos.

Karen Weaver había hecho bien su trabajo. De hecho lo había ayudado mucho, pero había desembarcado dos días antes en Longyearbyen, Spitzberg, para realizar algunas investigaciones. A Bauer le parecía que llevaba una vida agitada, aunque la suya no se caracterizaba precisamente por la tranquilidad. Como periodista científica, Weaver se había dedicado fundamentalmente a temas marinos. Bauer sospechaba que había elegido esa especialidad simplemente porque le permitía viajar gratis a las regiones más inhóspitas del mundo. Weaver amaba lo extremo. Él, en cambio, lo odiaba con toda su alma, pero estaba poseído por tal afán de investigación que anteponía el conocimiento a la comodidad. Muchos investigadores eran así. Se los tildaba de aventureros, .pero en realidad sólo aceptaban la aventura porque les permitía acceder al conocimiento.

Bauer echaba de menos los árboles y los pájaros, un sillón cómodo y una cerveza alemana de barril recién servida. Pero sobre todo añoraba la compañía de Karen Weaver. Le había tomado mucho cariño a aquella terca muchacha. Además empezaba a comprender lo importante que era el trabajo periodístico: si quería que un público amplio se interesara por sus proyectos, debía utilizar términos que tal vez no eran sumamente precisos pero sí comprensibles. Weaver le había hecho entender que mucha gente no comprendía su trabajo simplemente porque no sabía cómo ni dónde surgía la corriente del Golfo, sobre la cual giraba cuanto estaba estudiando él por aquellos días. Bauer no podía creerlo. También le resultaba inaudito que no supieran qué eran las boyas de seguimiento autónomas, hasta que Weaver lo convenció de que prácticamente nadie podía saberlo porque se trataba de un aparato demasiado nuevo y de un campo demasiado específico. Eso finalmente lo había aceptado. ¡Pero la corriente del Golfo...! ¿Qué aprendían los chicos en la escuela?

Weaver tenía razón. Al fin y al cabo, él quería ganarse al público para hacerlo partícipe de sus temores y presionar a los responsables.

Y Bauer estaba muy preocupado.

Su preocupación giraba en torno al golfo de México. Hacia allí fluye agua cálida de la superficie desde las costas sudamericanas y desde el sur de África. Al llegar al Caribe se calienta y sigue derivando hacia el norte. Son aguas muy cálidas, con gran concentración de sal, pero permanecen en la superficie porque su temperatura es muy elevada.

Esas aguas son la calefacción a distancia de Europa. La corriente del Golfo sube hasta Terranova transportando mil millones de megavatios de calor, cantidad que equivale al rendimiento térmico de doscientas cincuenta mil centrales nucleares. Luego se une con la corriente fría del Labrador y la disuelve. Durante el proceso quedan atrapados los llamados
eddies
, masas de agua caliente que forman remolinos y siguen derivando hacia el norte, ahora bajo el nombre de corriente del Atlántico Norte. Los vientos del oeste provocan la evaporación de grandes cantidades de agua, lo que depara abundantes precipitaciones a Europa y a la vez hace aumentar la concentración salina. Luego la corriente «nube por las costas atlánticas de Escandinavia, donde recibe el nombre de corriente de Noruega, y sigue llevando la suficiente cantidad de calor hasta el extremo del Atlántico norte como para que los barcos puedan navegar incluso en pleno invierno por el suroeste de Spitzberg. Entre Groenlandia y el norte de Noruega termina la afluencia de calor. Allí, la corriente de Noruega, alias corriente del Atlántico Norte, alias corriente del Golfo, se encuentra con las aguas heladas del Ártico, que la enfrían rápidamente con ayuda de los vientos fríos. Esas aguas, que contienen grandes concentraciones de sal y que ahora son muy frías, se hunden porque son muy densas. Pesan tanto que se precipitan a plomo hasta el fondo. Pero no caen uniformemente a lo largo de todo el frente sino formando las llamadas chimeneas, canales que varían de posición según el oleaje, por lo que no resulta fácil localizarlos. Las chimeneas de bajada tienen entre veinte y cincuenta metros de diámetro y aproximadamente una decena de ellas llegan al kilómetro cuadrado, pero para determinar su localización exacta hay que estudiar las condiciones que presentan el mar y los vientos cada día. Lo más importante es la enorme succión que las masas de agua generan al hundirse. Ahí reside todo el secreto de la corriente del Golfo y de sus retoños. Ésta no fluye hacia el norte, sino que más bien es arrastrada hacia allí, aspirada por esa potente bomba que está debajo del Ártico. A una profundidad de entre dos y tres mil metros, el agua helada emprende el camino de regreso, en un viaje que la lleva a dar una vuelta completa alrededor de la Tierra.

Bauer había soltado varias boyas de seguimiento para que siguieran el curso de las chimeneas. Pero a esas alturas prácticamente había perdido la esperanza de encontrarlas. Tendrían que haber estado por todas partes. En lugar de eso, la gran bomba de calor parecía haber cerrado sus compuertas o haberse trasladado a regiones desconocidas.

Bauer estaba en aquella zona porque conocía bien esos problemas y sus efectos. No esperaba hallar todo en orden, pero desde luego no había previsto que no encontraría nada en absoluto.

Y eso le provocaba una gran inquietud.

Había comunicado su preocupación a Weaver antes de que desembarcara. Desde entonces le enviaba informes por correo electrónico a intervalos regulares y compartía con ella sus temores más secretos. Días antes su equipo había detectado concentraciones de gas extraordinariamente elevadas en el mar del Norte; Bauer meditaba sobre la posibilidad de que tal aumento estuviera relacionado con la desaparición de las chimeneas de bajada.

Ahora, solo en su camarote, estaba casi seguro.

Mientras los curtidos marinos disfrutaban de la noche polar y contemplaban el mar apoyados en la borda, Lukas Bauer trabajaba con ahínco. Encorvado sobre su escritorio, revisaba montañas de cálculos, textos con diagramas y mapas. De vez en cuando le enviaba un mensaje electrónico a Karen Weaver, para saludarla y ponerla al corriente de sus últimos conocimientos.

Estaba tan absorto en su trabajo que al principio no se percató del temblor... hasta que la taza de té que tenía sobre el escrito rio, y que se había ido deslizando hasta el borde, se volcó sobre sus pantalones.

—¡Mierda! —gritó, encolerizado. El líquido caliente le caía por la entrepierna y por los muslos. Bauer apartó la silla del escritorio y se levantó para inspeccionar los daños.

Luego se agarró al respaldo de la silla y escuchó atentamente.

Quizá se equivocaba...

No, se oían gritos y recios pasos de botas que avanzaban por la cubierta. Algo estaba pasando ahí fuera. El temblor aumentó. El barco comenzó a vibrar, y súbitamente algo le hizo perder el equilibrio. Tropezó con el escritorio y dio un alarido de dolor. Al instante el suelo desapareció bajo sus pies, como si el barco entero se precipitara por un agujero. Bauer cayó de espaldas. Un miedo profundo, terrible, se apoderó de él. Luego reaccionó y salió al pasillo dando tumbos. Oyó gritos más fuertes. Pusieron en marcha las máquinas. Alguien bramó algo en islandés, que Bauer no entendió porque sólo hablaba inglés, pero percibió el espanto en la voz y el terror aún mayor en la voz que le contestó.

¿Un maremoto?

Corrió a toda velocidad por el pasillo y se precipitó escaleras arriba hasta cubierta. El barco se sacudía enloquecido. Bauer apenas podía mantenerse en pie. Cuando por fin salió trastabillando al exterior, lo azotó un hedor espantoso; entonces comprendió lo que estaba pasando.

Se acercó a la borda y miró hacia el mar. Las aguas eran una masa hirviente de color blanco... como si se hallaran dentro de una olla.

Aquella espuma blanquecina no eran olas. Tampoco eran gruesas gotas de lluvia. Eran burbujas. Burbujas gigantescas que ascendían a la superficie.

El suelo del barco comenzó a oscilar otra vez. Bauer cayó hacia adelante y se golpeó el rostro contra los tablones. Le estallaba la cabeza de dolor. Cuando volvió a alzar la vista, tenía las gafas rotas. Sin ellas prácticamente estaba ciego, pero, así y todo, vio que el mar se cernía sobre el barco.

«¡Oh, Dios! —pensó—. ¡Ayúdanos, Señor!».

30 de abril. Isla de Vancouver, Canadá

Las sombras resplandecían con tonos verdes.

No hacía ni frío ni calor, sino que más bien reinaba una especie de ausencia agradable de temperatura. La respiración parecía haber sido archivada junto con otras evoluciones fallidas y sustituida por una función superior que permitía moverse libremente entre los elementos. Después de haber caído durante un buen rato por el océano verde oscuro, Anawak se sintió invadido por la euforia: estiró los brazos como un Ícaro que ha elegido las aguas abisales como cielo, se dejó llevar por la sensación de ingravidez y siguió hundiéndose cada vez más. Algo brillaba en el fondo: un paisaje extenso, helado. Luego el océano verde se convirtió en un cielo nocturno.

Se encontraba en el borde de un campo de hielo y miraba las aguas negras y calmas; un manto de estrellas se extendía sobre él.

Sintió una profunda sensación de paz.

Era maravilloso estar allí... Aquel bloque de hielo se desprendería del continente y derivaría por los mares del norte, cada vez más arriba, llevándolo a él como pasajero, hacia un lugar donde no lo abrumarían con preguntas inquietantes: lo llevaría a su hogar. Estaría en casa... La nostalgia le oprimió el pecho. Sintió que los ojos se le llenaban de unas lágrimas refulgentes, claras, que lo cegaban, de modo que trató de enjugárselas..., y entonces cayeron en las oscuras aguas y comenzaron a iluminarlas. Algo ascendió hacia él desde las profundidades. El agua tomó la forma de una figura que parecía esperarlo a una cierta distancia, fuera de su alcance. Permanecía lejos, inmóvil y cristalina, la luz de las estrellas atrapada en su superficie.

«Los he encontrado», dijo la figura.

No tenía rostro ni boca, pero Anawak creyó reconocer la voz. Se acercó un poco más, pero ante él tenía el borde del hielo y, además, en las oscuras aguas nadaba algo grande, que infundía temor.

«¿Qué has encontrado?», preguntó.

Su propia voz le causó espanto. Las palabras se arrastraban hasta sus labios, se abrían paso como seres torpes y recios. A diferencia de las que había pronunciado la figura (¿o acaso lo había imaginado?), sus palabras hirieron el silencio perfecto del paisaje de hielo. De repente, un frío cortante se apoderó de Anawak. Su mirada buscó en la superficie del agua aquella enorme criatura, pero había desaparecido.

«¿Qué va a ser?», dijo alguien a su lado.

Volvió la cabeza y vio a una mujer pequeña y delicada. Era Samantha Crowe, la investigadora del SETI.

«No se te da bien hablar —dijo Samantha—. Todo lo demás lo haces mucho mejor. Francamente, ¡sonaba horrible!».

«Lo siento», balbuceó Anawak.

«Bueno, tal vez deberías empezar a practicar... He encontrado a mis extraterrestres. Por fin hemos podido establecer contacto. ¿No crees que es fantástico?».

Anawak tembló. Esos seres le hacían sentir un miedo húmedo y frío, aunque no sabía por qué.

«Y... ¿quiénes son? ¿
Qué
son?».

Crowe señaló el agua negra, más allá del borde del hielo.

«Están ahí fuera —dijo—. Creo que les caerías bien. Les gusta establecer contacto, pero si quieres llegar a ellos, tendrás que esforzarte».

«No puedo», dijo Anawak.

«¿Cómo que no puedes? —Crowe sacudió la cabeza sin comprender—. ¿Por qué?».

Anawak se quedó mirando los lomos oscuros, poderosos, que surcaban el agua. Eran docenas, centenas. Tenía claro que estaban allí sólo por él. De repente comprendió que se nutrían con su pánico: comían miedo.

«Yo... no puedo».

«¡Sólo tienes que intentarlo, cobarde! —se burló Crowe—. Ahora es muy fácil contactar con ellos. No te resultará difícil, ya verás. Nosotros, en cambio, tuvimos que escuchar el universo entero».

Anawak tembló aún más. Avanzó hasta el borde y miró hacia fuera. En el horizonte, donde las negras aguas absorbían el cielo cuajado de estrellas, resplandecía una luz.

«Ve», dijo Crowe.

«He volado por un océano verde oscuro plagado de vida y no he sentido miedo —pensó Anawak—. ¿Qué puede pasar? Me moveré en el agua como en tierra firme, y llegaré hasta esa luz, guiado por mi voluntad. Sam tiene razón, es muy sencillo, no tengo nada que temer».

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