—Lo sé. —Akesuk sacudió la cabeza—. Ya no era dueño de sí mismo.
—Me dio en adopción —dijo Anawak. Estaba a punto de soltar la amargura que sentía desde hacía años—. Yo quería quedarme a su lado, y él me entregó en adopción.
—No quería desentenderse de ti. Quería protegerte.
—¿Ah, sí? ¿Acaso se preocupó por cómo me afectaría eso? ¡No! Mi madre sucumbió a sus depresiones y mi padre se mataba con el alcohol, ambos me excluyeron de su vida. ¿Alguien me ayudó? ¡No! Todos estaban demasiado ocupados mirando agujeros en la nieve y quejándose de la penuria de los inuit. Tú también, me acuerdo perfectamente. Eras el divertido tío Iji, eras muy bueno contando historias, pero no podías resolver nada. Lo único que se te ocurría era evocar leyendas. La hora del cuento del pueblo libre de los inuit. ¡Un pueblo noble! ¡Un pueblo orgulloso!
—Lo fue —asintió Akesuk—. Éramos gente orgullosa.
—¿Cuándo?
Esperaba que su tío se enfureciera, pero Akesuk simplemente se atusó un par de veces el bigote.
—Antes de tu nacimiento —dijo—. La gente de mi generación nació en iglúes y naturalmente todos sabían construirlos. Para hacer fuego usábamos piedra de lumbre en vez de fósforos. No disparábamos a los caribúes, los cazábamos con arco y flechas. El qamutik no se enganchaba a un SkiDoo sino a perros. ¿No te parece romántico? ¿No suena a tiempos pasados? —Akesuk sacudió la cabeza—. Sin embargo, sólo ha pasado medio siglo. Mira a tu alrededor, muchacho. ¿Cómo vivimos ahora? Quiero decir que esta época también tiene cosas buenas. Casi ningún pueblo sabe tanto del mundo como nosotros. En la mitad de las casas, incluida la mía, hay ordenadores con conexión a Internet. Y tenemos nuestro propio Estado. —Se rió por lo bajo—. Hace poco leí en la página web nunavut.com un acertijo aparentemente muy divertido. ¿Te acuerdas de los viejos billetes de dos dólares canadienses? En el frente se veía la imagen de la reina Isabel II y en el dorso un grupo de inuit. Uno de los hombres está ante su kayak con el arpón en la mano. Una imagen idílica. La pregunta era: ¿qué muestra esta escena en realidad? ¿Lo sabes?
—Me temo que no.
—Pues yo sí, es la imagen del destierro, muchacho. El gobierno de Otawa lo denominaba con una expresión menos ofensiva, lo llamaron «traslado de población». Durante la guerra fría, Otawa temía que Estados Unidos o la Unión Soviética acabaran reclamando el Ártico canadiense, que estaba deshabitado, de modo que trasladaron a los inuit nómadas desde sus asentamientos tradicionales en la zona sur hasta Resolute y Grise Fiord, cerca del Polo Norte. Les hicieron creer que tendrían más caza cuando en realidad era al revés. Los inuit tenían que llevar chapas con sus números de registro, como las medallas de los perros. ¿Lo sabías?
—Ya no me acuerdo.
—Muchos hombres de tu generación, muchos de los chicos de hoy no saben cómo vivían sus padres. La verdad es que nuestra degradación empezó mucho antes, a mediados de los años veinte, cuando llegaron los cazadores de pieles y trajeron las armas. Mataron cientos de caribúes y de focas. Pero no sólo los quallunaat, también los inuit. Ellos utilizaban proyectiles en lugar de arco y flechas, ya me entiendes. Los inuit se empobrecieron. Nunca habían tenido muchos problemas con las enfermedades, pero por aquel entonces se extendieron la polio, la tuberculosis, el sarampión y la difteria, así que abandonaron sus campamentos y se trasladaron a los poblados. A finales de los años cincuenta nuestra gente moría en masa debido al hambre y a las enfermedades infecciosas, sin que las autoridades se dieran por enteradas. Los militares comenzaron a mostrar interés por los territorios del noroeste e instalaron estaciones de telecomunicaciones secretas en las zonas de caza tradicionales. Por supuesto, los inuit que vivían allí eran un obstáculo. De modo que por orden de las autoridades canadienses fueron introducidos en aviones y deportados a cientos de kilómetros más al norte, dejando atrás sus tiendas, kayaks, canoas y trineos. Yo también fui trasladado de joven, así como tus padres. Fundamentaron esas medidas diciendo que en el norte los hambrientos inuit tenían más posibilidades de sobrevivir que junto a las estaciones militares. En realidad, esas nuevas zonas estaban muy alejadas de las rutas de migración del caribú y de los lugares en que los animales tienen crías durante el verano.
Akesuk hizo una pausa. Se quedó callado largo rato. De vez en cuando volvían a aparecer narvales. Anawak contempló sus movimientos de esgrima hasta que su tío retomó la conversación.
—Después de habernos trasladado, mandaron excavadoras a las viejas zonas de caza. Acabaron con cuanto recordaba a nuestra vida para que no se nos ocurriera volver. Y, por supuesto, los caribúes no aparecieron por el norte. No teníamos comida ni ropa. ¿De qué sirve ser valiente si sólo puedes cazar siksiks, liebres y peces? ¿Si ves morir a tu pueblo y pese a tu energía y determinación no puedes hacer nada? Te ahorraré los detalles. El caso es que al cabo de unas décadas nos convertimos en solicitantes de ayuda social. No podíamos retomar nuestra vida y tampoco habíamos aprendido a vivir de otro modo. Más o menos por la época en la que tú naciste, el gobierno volvió a sentirse responsable de nosotros, así que nos construyeron cajas, es decir, casas. Para los quallunaat es algo natural. Ellos viven en cajas. Cuando se trasladan, lo hacen en una caja que luego aparcan en otra caja. Comen en cajas públicas, sus perros viven en cajas, y las cajas donde viven están rodeadas de más cajas y de muros y cercas. Ésa era su vida, no la nuestra. Pero por aquel entonces también nosotros vivíamos en cajas. ¿Y a qué conduce la autoconciencia perdida? Al alcohol, a las drogas y al suicidio.
—¿Mi padre luchó en ese momento por los derechos de los inuit? —preguntó Anawak en voz baja.
—Todos lo hicimos. Yo era un hombre joven cuando nos desterraron. Y luché por la reparación. Durante treinta años litigamos y luchamos. Tu padre también. Pero al final la lucha lo quebró. Los inuit tenemos Estado propio desde 1999: Nunavut, «nuestra tierra». Nadie intenta convencernos de nada, nadie nos traslada. Pero nuestra vida, la única vida que estaba hecha para nosotros, está irreversiblemente perdida.
—Entonces debéis buscar una nueva vida.
—Seguramente tienes razón. ¿De qué sirve lamentarse? Siempre fuimos nómadas y libres, pero nos hemos acostumbrado a la idea de vivir en un territorio limitado. Hasta hace algunas décadas no conocíamos ninguna forma de organización aparte de las uniones de familias y no teníamos caciques ni jefes; ahora unos inuit gobiernan a otros inuit, como corresponde a un Estado moderno. Antes no conocíamos la propiedad, y ahora seguimos el camino de una nación industrial moderna. Revivimos las tradiciones, algunos adquieren perros de trineo, se vuelve a enseñar a construir iglúes y a hacer fuego con piedras de lumbre. Me gusta que se renueven esos valores, pero no podemos detener el tiempo. Y déjame decirte, muchacho, que no estoy en absoluto insatisfecho. El mundo se mueve. Hoy vivimos como nómadas en Internet, recorremos la red de autopistas informáticas, cazamos y recolectamos informaciones. Vagamos por todo el mundo. Los jóvenes chatean con gente de todos los continentes y les hablan de Nunavut. Todavía se siguen suicidando muchas personas en esta tierra, demasiadas. Ahora bien, tenemos que superar ese trauma. Deberían darnos tiempo y no sacrificar a los muertos la esperanza de los vivos. ¿Qué opinas?
Anawak vio que el sol despuntaba débilmente por el horizonte.
—Tienes razón —dijo.
Y luego, siguiendo un impulso, le contó a Akesuk lo que habían descubierto en el Château, en qué trabajaba el comité y lo que sospechaban respecto de la inteligencia desconocida del mar. Simplemente le salía. Sabía que estaba transgrediendo el férreo mandato de Li, pero le daba igual. Había callado una vida entera. Akesuk era el último familiar que le quedaba.
Su tío escuchaba.
—¿Quieres el consejo de un chamán? —preguntó finalmente.
—No. No creo en los chamanes.
—Ya. ¿Quién cree aún en los chamanes? Pero no podréis resolver ese problema con la ciencia, muchacho. Un chamán te diría que os enfrentáis a espíritus, los espíritus del mundo animado que anidan en los seres. Los quallunaat han comenzado a destruir la vida. Han levantado contra ellos a los espíritus, a Sedna, la diosa del mar. Sean quienes fueren esos seres del mar, no conseguiréis nada si intentáis atacarlos.
—¿Y qué podemos hacer?
—Entenderlos como parte de vosotros. En este planeta, donde la comunicación es tan importante, todos somos extraterrestres para los demás. Debéis contactar con ellos. Del mismo modo que tú has establecido contacto con el extraño pueblo de los inuit. ¿No sería bueno que todo volviera a crecer en perfecta unión?
—Esos seres no son humanos, Iji.
—No importa. Forman parte de nuestro mundo, del mismo modo que tus manos y tus pies forman parte de un solo cuerpo. Esa guerra de poder está condenada al fracaso. Las batallas sólo conocen víctimas. ¿A quién le interesa cuántas razas se reparten el planeta y cuan inteligentes son? Debéis aprender a entenderlos en lugar de combatirlos.
—Suena a doctrina cristiana. A poner la otra mejilla.
—No —se rió Akesuk por lo bajo—. Es el consejo de un chamán. Nosotros todavía tenemos algo así, pero no lo divulgamos.
—¿Qué chamán me...? —Anawak arqueó las cejas—. ¿No serás tú?
Akesuk se encogió de hombros y sonrió.
—Alguien tiene que ocuparse de la ayuda espiritual... —dijo—. ¡Mira!
A una cierta distancia, un enorme oso polar había arremetido contra los últimos restos del narval y había espantado a las aves que revoloteaban a su alrededor o daban pasitos por el hielo a una distancia respetuosa. Un petrel se lanzaba una y otra vez contra el intruso. El oso se mostraba imperturbable. Estaba bastante lejos del campamento, de modo que el guardia no tuvo que gritar la llamada de alerta, pero había levantado el arma y miraba atento hacia el lugar.
—Nanuq —dijo Akesuk—. Huele todo. También a nosotros.
Anawak miró comer al oso. No tenía miedo. Al cabo de un rato el coloso abandonó su presa y se alejó parsimonioso. Luego se dio la vuelta, miró curioso en dirección al campamento y finalmente desapareció tras una barrera de hielo.
—Parece muy tranquilo —susurró el tío—. ¡Pero sabe correr, muchacho! ¡Claro que sabe! —Akesuk se rió bajito, metió la mano en su anorak y sacó una pequeña escultura que entregó a Anawak—. He esperado hasta ahora para dártelo. Verás, todo regalo tiene su momento. Quizá sea éste el momento adecuado para dártelo.
Anawak tomó la pieza y la contempló. Era una figura de rostro humano con cabellos de plumas y cuerpo de pájaro.
—¿El espíritu de una ave?
—Sí. —Akesuk asintió—. Lo hizo Toonoo Sharky, un vecino mío. Es un artista muy reconocido que incluso ha expuesto en el Museo de Arte Moderno. Cógelo. Te esperan muchas cosas. Lo necesitarás, muchacho. Guiará tus pensamientos en la dirección correcta cuando llegue el momento.
—¿Cuando llegue el momento de qué?
—Tu conciencia volará. —Akesuk formó unas alas con sus manos, las hizo aletear y sonrió—. Has estado mucho tiempo fuera. Te falta práctica. Quizá necesites un mediador que te revele lo que ve el espíritu del ave.
—Hablas de un modo muy enigmático.
—Es el privilegio de los chamanes.
Pasó un pájaro.
—Una gaviota rosada —se rió Akesuk—. Mira, tienes suerte, León, ¡mucha suerte! ¿Sabías que cada año vienen miles de personas desde todo el mundo para ver a esas gaviotas? Es un ave muy rara... Créeme, no deberías preocuparte. Los espíritus te han enviado una señal.
Más tarde, cuando ya estaban en sus sacos de dormir, Anawak se quedó todavía un rato despierto. El sol nocturno iluminaba su tienda de campaña. Al rato escuchó el grito del guardia: « ¡Nanuq, nanuq!» Pensó en el mar del Polo Norte, profundo y negro, que se extendía bajo sus pies; sus pensamientos parecieron atravesar la capa de hielo y hundirse en ese mundo desconocido. Respirando tranquilo, derivó en sueños por el mar hasta que llegó a la meseta de un iceberg inmenso, que desde el glaciar de Groenlandia había sido arrastrado hasta la costa este de la isla Bylot, retenido por el mar al congelarse y finalmente vuelto a arrancar del hielo que se rompía y llevado hacia el sur por el viento y las olas. En su sueño, Anawak ascendía por un sendero angosto y nevado hasta la cima del iceberg, y veía que allí se había formado un lago color verde esmeralda con el agua de deshielo. Dondequiera que mirara se extendía el mar azul. El iceberg se fundiría y él se hundiría en ese mar tranquilo hasta el origen mismo de la vida, donde esperaba un enigma que debía ser resuelto.
Y tal vez un chamán que lo ayudara a resolverlo.
24 de mayo. Frost
Como de costumbre, Frost discrepaba.
Según estimaba la industria de extracción de materias primas, los principales yacimientos de metano estaban en el Pacífico, a lo largo de la costa oeste norteamericana y frente a Japón, así como en el mar de Ojotsk y el de Bering, y más al norte, en el mar de Beaufort. En el Atlántico, Estados Unidos tenía la mayor parte ante sus costas. Había yacimientos relativamente grandes en el Caribe y frente a las costas de Venezuela, además de grandes concentraciones en el pasaje de Drake, entre Sudamérica y la Antártida. También se habían detectado hidratos en Noruega, e igualmente conocida era la existencia de yacimientos en la zona este del Mediterráneo y en el mar Negro.
Al parecer sólo escaseaban frente a la costa noroeste de África. Concretamente, en torno a las islas Canarias.
Y eso no le entraba a Frost.
Allí subía agua fría desde las profundidades cargada de sustancias nutritivas para las algas planctónicas, que a su vez daban lugar a los excelentes caladeros canarios. Por tanto, en las Canarias debía de haber cantidades enormes de hidratos, pues allí donde hay una gran variedad de vida orgánica, tarde o temprano se forma metano en el fondo del mar.
El problema con las Canarias era que los seres vivos en estado de descomposición no tenían donde depositarse. Surgidas hacía millones de años a partir de erupciones volcánicas, Tenerife, Gran Canaria, La Palma, La Gomera y El Hierro se alzaban desde el lecho marino como torres gigantescas. Esos pináculos de origen volcánico nacían a tres o tres kilómetros y medio de profundidad, y los sedimentos y restos orgánicos, en lugar de depositarse sobre ellos, pasaban a su alrededor. Por eso los mapas no señalaban yacimientos de metano en la zona de las Canarias, lo cual constituía según Stanley Frost la primera hipótesis errónea.