El quinto día (46 page)

Read El quinto día Online

Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El quinto día
4.46Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No sé qué espera la gente de nosotros. El Estado no va a arremeter contra las ballenas con buques de guerra y helicópteros Black Hawks.

—Todos los días nos enteramos de la existencia de nuevas víctimas. Hasta ahora el Estado canadiense se ha limitado a declarar zona de emergencia las costas de la Columbia Británica...

—Para barcos pequeños. El tráfico normal de cargueros y ferries no está afectado.

—¿No ha habido recientemente reiteradas noticias sobre la desaparición de barcos?

—Lo repito una vez más: eran botes de pescadores, pequeña! embarcaciones a motor —explicó Li en un tono de paciencia infinita—. Siempre se pierden barcos y, por supuesto, investigamos esos informes. Evidentemente, empleamos todos los medios posibles en la búsqueda de supervivientes. No obstante, quisiera advertir que no podemos relacionar automáticamente cada accidente marítimo no aclarado con los ataques de animales.

El presentador se acomodó las gafas.

—Si no me equivoco, hace unos días un carguero de la compañía naviera Inglewood, de Vancouver, sufrió una avería y uno de los remolcadores de rescate que acudió en su ayuda se hundió.

Li juntó las yemas de los dedos.

—¿Se refiere al
Barrier Queen
?

El entrevistador echó un vistazo a las notas que tenía en su mano derecha.

—Exacto. No se ha sabido prácticamente nada de ese accidente.

—Por supuesto que no —murmuró Anawak.

Estaba seguro. Sólo que había olvidado hablar de eso con Shoemaker en los dos últimos días.

—El
Barrier Queen
—dijo Li— sufrió una avería en la pala del timón. Un remolcador se hundió por una maniobra de acople mal ejecutada.

—¿No como consecuencia de un ataque? Según mis notas...

—Sus notas son incorrectas.

Anawak se quedó helado. ¿Qué diablos estaba diciendo esa mujer?

—Bien, comandante, ¿podría al menos facilitarnos alguna información sobre el hidroavión de Tofino Air que se precipitó al mar hace dos días?

—Se cayó un avión, es cierto.

—Al parecer colisionó con una ballena.

—También estamos investigando ese hecho. Disculpe si no puedo tomar posición respecto de cada acontecimiento, pero mi trabajo es más bien de carácter genérico...

—Naturalmente. —El presentador asintió—. Hablemos entonces sobre su puesto. ¿En qué consiste exactamente su trabajo? ¿Cómo lo definiría? Según parece, por ahora sólo puede reaccionar.

Un ligero gesto de satisfacción cruzó las facciones de Li.

—No está en la naturaleza de los gabinetes de crisis limitarse a reaccionar, si me permite decirlo. Nos hacemos cargo de situaciones críticas, las coordinamos y las llevamos a buen puerto. Nuestra tarea incluye la detección de la amenaza en sus primeras fases, un análisis claro y exhaustivo de la misma, así como la adopción de medidas preventivas y de evacuación. Pero como ya he dicho, estamos frente a algo nuevo. La prevención y detección de la amenaza, ciertamente, no fueron posibles en igual medida que en los escenarios conocidos. Todo lo demás está bajo control.

Ya no sale al mar ningún barco para el que los animales pudieran representar un peligro. Hemos derivado al tránsito aéreo costero los transportes importantes de esos barcos. Los barcos medianos reciben escolta militar, realizamos un control aéreo absoluto y hemos destinado cuantiosos fondos a la investigación científica.

—Han descartado la fuerza militar...

—Descartado, no. Relativizado.

—Los ecologistas opinan que esos cambios de comportamiento son consecuencia de la influencia de la civilización: el ruido, los productos tóxicos, el tránsito marítimo...

—Estamos muy bien encaminados en la investigación.

—¿Y hasta dónde han llegado?

—Repito: no vamos a especular mientras no tengamos resultados concretos, y no vamos a permitir que nadie lo haga. Y tampoco vamos a permitir que los pescadores indignados, la industria, las compañías navieras, las empresas de observación de ballenas o los partidarios de la caza de cetáceos asuman por su cuenta la situación de modo que acaben generando una escalada. Cuando los animales atacan es porque están acorralados o enfermos. En ambos casos es un disparate emplear la fuerza contra ellos. Tenemos que avanzar hacia las causas, y entonces desaparecerán los síntomas. Y mientras tanto, evitaremos el agua.

—Gracias, comandante.

El presentador dirigió su rostro a la cámara.

—Han escuchado a Judith Li, comandante general de la Marina de Guerra de Estados Unidos y desde hace unos días directora militar de la Unión de Gabinetes de Crisis y Comisiones de Investigación de Canadá y Estados Unidos. Y ahora otras noticias en nuestro sumario.

Anawak bajó un poco el volumen del televisor y llamó a Terry King.

—¿Quién diablos es esa Judith Li? —preguntó.

—Ah, todavía no la conozco personalmente —respondió King—. Se pasa el día volando por la zona.

—No sabía que Canadá y Estados Unidos habían unido sus gabinetes de crisis.

—No tienes por qué saberlo todo. Eres biólogo.

—¿Alguien te ha entrevistado alguna vez por los ataques de las ballenas?

—Hubo consultas que se diluyeron en la nada. A ti quisieron llevarte varias veces a la televisión.

—¡Ah, no! ¿Y por qué nadie...?

—León... —King sonó aún más cansado que por la mañana—. ¿Qué puedo decirte? Li ha bloqueado todo. Tal vez esté bien así.

Una vez que estás respaldando a un comité estatal o militar, tienes que mantener la boca cerrada. Todo lo que haces queda bajo secreto.

—¿Y por qué nosotros dos podemos intercambiar información sin problemas?

—Porque estamos en el mismo barco.

—¡Pero esa mujer está diciendo disparates! Por ejemplo, lo del
Barrier Queen
...

—León —King bostezó—, ¿tú estabas allí cuando sucedió?

—No empieces con eso ahora.

—No lo hago. Yo dudo tan poco como tú de que las cosas se produjeran tal como dice tu señor Roberts de Inglewood. No obstante, piensa un poco: tenemos una invasión de moluscos; seres extraños no descritos por la ciencia; esa horrible masa viscosa; una ballena que salta contra un cable... Todo eso junto da como resultado tu incidente del
Barrier Queen
... Ah, y no nos olvidemos de que en el dique algo te golpeó en la cara y desapareció, y de que Fenwick y Oliviera se encontraron con una sustancia gelatinosa en el cerebro de las ballenas. ¿Quieres contarlo así en público?

Anawak guardó silencio un momento.

—¿Por qué no tengo acceso a Inglewood? —preguntó finalmente.

—Ni idea.

—Algo debes de saber. Eres el director científico del comité canadiense.

—¡Claro! Y por eso me ponen montones de informes sobre la mesa. Vamos, León, no lo sé. Nos tienen totalmente cogidos.

—Inglewood y el gabinete de crisis también están en el mismo barco.

—Muy bien, ¿y? Podemos discutir durante horas sobre el asunto, pero me gustaría terminar con los malditos vídeos, y eso me llevará más tiempo de lo que había previsto. Uno de mis ayudantes está en cama con diarrea, de modo que no tendremos resultados hasta esta noche.

—Mierda —maldijo Anawak.

—Escucha, yo te llamaré, ¿de acuerdo? O a Licia, por si te echas un sueñecito...

—Puedes llamarme.

—A propósito, trabaja bien, ¿no te parece?

Claro que trabajaba bien. Estaba todo lo comprometida que no podría desear.

—Sí —gruñó Anawak—. No está mal. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Reflexionar. Tal vez dar un paseo o ir a visitar a un par de jefes nootka. —King soltó una risa—. Seguro que los indios saben algo. Sería fantástico que de pronto te contaran que todo esto ya pasó hace mil años.

«Qué gracioso», pensó Anawak.

Terminó la conversación y se quedó mirando el televisor encendido.

Unos minutos después comenzó a caminar de un extremo a otro del salón. Sentía un doloroso latido en la rodilla, pero siguió caminando, como si quisiera castigarse por no estar completamente en condiciones.

Si seguía así, acabaría cayendo en la paranoia. De hecho, ya lo asaltaba la sospecha de que querían mantenerlo al margen: nadie lo llamaba para contarle algo a menos que él preguntara; lo trataban como a un convaleciente, cuando lo único que le sucedía era que no podía caminar bien... No obstante, tenía que reconocer que en los últimos días había pasado por demasiados percances: primero había salido despedido de un bote y algunos días después de un avión en plena caída, y...

No era nada de eso.

Se detuvo frente a las ballenas de plástico.

Nadie estaba intentando dejarlo fuera. Nadie lo trataba como a un enfermo. King no podía mostrarle nada hasta que no hubiera revisado todo el material, y no quería someterlo al esfuerzo de ir al acuario y ayudarlo. Delaware hacía cuanto podía para apoyarlo. Sencillamente eran considerados, ni más ni menos. Era él quien se veía como un inválido y no lo soportaba.

¿Qué debería hacer?

«Si te estás moviendo en un círculo —pensó—, ¿qué es lo mejor que puedes hacer? Romper el círculo. Haz algo que te haga marchar otra vez en línea recta. Algo que no sea una exigencia para los demás, sino para ti mismo. Haz algo inusual».

¿Qué podía hacer que fuera extraordinario?

¿Qué le había dicho King? Que entrevistara a un par de jefes nootka.

«Seguro que los indios saben algo».

¿Realmente sabían algo? Los indios de Canadá se habían transmitido su saber durante generaciones, hasta que el Indian Act de 1885 cortó la cadena de la transmisión oral. Comenzaron a comprarles su identidad instándolos a que abandonaran su tierra y enviaran a sus hijos a la Residential School a fin de «integrarlos» en la comunidad blanca. El Indian Act había sido una serpiente, una lengua bífida: les ofrecía generosamente integrarse en otra sociedad, pero ellos ya estaban integrados en su propia comunidad, sólo que a la serpiente no le gustaba esa comunidad. La pesadilla del Indian Act todavía hacía sentir sus efectos. Desde hacía algunas décadas, los indios habían comenzado a recuperar cada vez más el control de su propia vida. Muchos habían retomado el lazo de la tradición donde había sido cortado casi cien años antes, mientras el gobierno canadiense se esforzaba por ofrecerles una compensación, aunque no se podía hablar de una restauración de su cultura.

Cada vez menos indios conocían las viejas tradiciones.

¿A quién podía preguntar?

A los ancianos, por supuesto.

Anawak cojeó hasta la terraza y recorrió con la vista la calle principal.

Prácticamente no tenía contacto con los nootka, los
nuu-chah-nulth
, como ellos mismos se llamaban: «los que viven en las montañas». Junto con los indios tsimshian, gitskan, skeena, haida, kwagiulth y salish, los nootka eran uno de los clanes más importantes que habitaban la costa oeste de la Columbia Británica. Existía tal cantidad de clanes, tribus y familias lingüísticas que los no iniciados apenas podían diferenciarlos. De hecho, la mayoría fracasaba cuando intentaba acceder a la llamada cultura indígena, antes de haber avanzado siquiera hasta el reino de los dialectos y modos de vida, que diferían de una bahía a otra.

En realidad, la sugerencia de King sólo podía tomarse como una broma, una simpática idea para una película de ficción en la que se resuelve un enigma gracias al conocimiento de tradiciones secretas. El problema era que ya no existían los verdaderos indios. Para saber algo sobre la costa del Pacífico de Vancouver convenía atenerse a los indios del oeste de la isla, los nootka; tal vez allí pudieran encontrar alguna pista. Pero, quizá, los diversos mitos de las numerosas tribus que conformaban los nootka acabaran confundiéndolos. Cada una de esas tribus habitaba su propio territorio. Lo que las aglutinaba a todas era que sus tradiciones estaban estrechamente ligadas al paisaje de la isla, y sus mitos, a la naturaleza. A partir de ahí, todo se complicaba. Básicamente, entre los nootka se contaban historias de la creación en las que la figura del chamán, del que se transfigura, desempeñaba el papel central. En especial en la tribu de los dididath tenían una gran importancia los lobos; pero naturalmente también había historias de orcas. Por otra parte, quien, en el afán de enterarse de algo sobre las orcas, no prestara atención a las historias de lobos, cometía el primer gran error, porque, de acuerdo con el ciclo del chamán, los humanos y los animales estaban vinculados espiritualmente. De modo que todas las criaturas podían llegar a convertirse en otros seres, pero, además, algunas de ellas tenían una naturaleza doble: si un lobo iba al agua, se transformaba, naturalmente, en una ballena asesina; si una ballena asesina venía a tierra, se convertía en lobo. Las orcas y los lobos eran uno y el mismo ser, y contar historias de orcas sin pensar al mismo tiempo en lobos era, a los ojos de un nootka, una completa tontería.

Como los nootka cazaban ballenas desde tiempos inmemoriales, conocían innumerables historias sobre ellas. Pero eso no significaba que todas las tribus relataran las mismas historias; de hecho, éstas variaban según quien las contara. Los makah, por otra parte, pertenecían a los nootka (aunque algunos lo negaban, pese a que ambos pueblos hablaban wakashán) y eran la única tribu de Norteamérica, además de los esquimales, que tenían derecho contractual a la caza de ballenas, y después de casi un siglo de abstinencia querían volver a hacer uso de ese derecho, cosa que estaba siendo debatida en aquellos días. Los makah no vivían en la isla de Vancouver sino enfrente, en la punta noroeste del estado de Washington. En sus mitos había diversas historias de ballenas, que también tenían los nootka de la isla. En cambio, en lo que concierne a los móviles de una ballena, su pensamiento y sentimientos, sus intenciones, cada uno tenía su modo de verlo. Y no podía ser de otro modo con un ser al que no llamaban ballena, sino
iihtuup
, «gran misterio».

«Haz algo extraordinario».

Sin duda consultar a los indios ya era algo extraordinario. Si eso aportaba a su vez algo extraordinario, ya se vería.

Anawak sonrió sarcástico. Justamente él.

Para ser alguien que vivía desde hacía dos décadas en Vancouver, sabía muy poco sobre los indios del lugar, porque, en el fondo, no quería saber nada de ellos. Sólo de vez en cuando sentía una cierta nostalgia del mundo de los indios. Pero siempre le acababa resultando tan desagradable que la contenía antes de que alcanzara mayor magnitud. A fin de cuentas, él, a quien Delaware tomaba por makah, no era el más adecuado para sumergirse en mitos nativos.

Other books

Heart & Seoul by Victoria Smith
Duck Boy by Bill Bunn
Full Throttle by Kerrianne Coombes
The Count From Wisconsin by Billie Green
5 Alive After Friday by Rod Hoisington
Too Pretty to Die by Susan McBride
Familiar Strangers by Standifer, Allie
Reflections in a Golden Eye by Carson McCullers