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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (47 page)

BOOK: El quinto día
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Y Greywolf mucho menos que él.

«Greywolf es un tipo deplorable», pensó lleno de furia, «ningún indio anda por ahí con un ridículo apellido que recuerda al salvaje oeste». Los jefes de las tribus se llamaban Norman George, o Walter Michael, o Winton Tippet. Ninguno tenía por nombre John Two Feathers o Lawrence Swimming Whale.
2
Sólo un fanfarrón sin cerebro como Jack O'Bannon se permitía ese romanticismo infantil. Precisamente Jack, que llevaba grabado en la frente la palabra indio, era demasiado imbécil como para llamarse al menos como un verdadero indio.

¡Greywolf era un ignorante!

¿Y él?

«No pasemos nada por alto —pensó malhumorado—. Uno parece un indio y rechaza todo lo indio. El otro no lo es, pero trata con todas sus fuerzas de parecerlo. Ambos somos ignorantes».

Dos figuras ridículas. Dos mutilados.

¡Maldita rodilla! Le hacía ponerse a pensar. ¡Y no quería meditar! No necesitaba a una Alicia Delaware que con un gesto de estudiante impertinente lo enviara de vuelta al camino por el que había venido.

¿A quién podría preguntarle?

¡Winton Tippet!

Era uno de los jefes indios que conocía. Después de todo, uno no estaba fuera del mundo. Aparte de las reuniones de trabajo o de algún encuentro ocasional para tomar una cerveza, los blancos y los indios no mantenían un contacto fluido, pero tampoco había confrontaciones. Era una forma de coexistencia. Dos mundos que se dejaban en paz mutuamente. No obstante, de vez en cuando surgían amistades. Winton Tippet era menos que un amigo; pero, además de ser un conocido, era
taayii hawil
de los tla-o-qui-aht, una tribu nootka que se había asentado en la zona del Wickaninnish. Un
hawil
era un jefe, un cacique; un
taayii hawil
era incluso un poco más: el jefe máximo, por decirlo de algún modo. Entre los
taayii hawiih
sucedía, en cierta forma, como en la casa real inglesa: el rango se definía según la línea sucesoria. En la vida cotidiana, la mayoría de las tribus ya estaban gobernadas por jefes elegidos, pero los caciques hereditarios gozaban del máximo respeto.

Anawak reflexionó. En el norte de la isla los jefes máximos se denominaban
taayii hawiih
; en el sur,
taayii chaachaabat
. No quería hacer el ridículo. Probablemente Winton Tippet era
taayii chaachaabat
, pero ¿quién diablos iba a memorizar todo eso?

Lo mejor sería evitar los términos indios.

Podría ir a ver a Winton Tippet; su casa no quedaba lejos: Tippet vivía cerca del Wickaninnish Inn. Cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea. En lugar de esperar la llamada de King, podía romper el círculo y ver hacia dónde iba. Cogió la guía telefónica, buscó el número de Tippet y lo llamó.

El
taayii hawil
estaba en casa; sugirió que dieran un paseo Juntos por la orilla del río.

—De modo que has venido para que te hable de las ballenas —dijo Tippet media hora más tarde, mientras caminaban bajo árboles gigantes y frondosos.

Anawak asintió. Acaba de contarle a Tippet por qué lo había llamado. El jefe se frotó el mentón. Era un hombre de baja estatura, rostro lleno de arrugas y amables ojos oscuros. Su pelo era tan negro como el de Anawak. Debajo del anorak llevaba una camiseta con la inscripción «Salmón Corning Home».

—Quiero creer que no esperarás ningún proverbio indio de mi parte.

—No. —Anawak se alegró de oír esa respuesta—. Fue idea de Terry King.

Tippet sonrió.

—¿El director del acuario de Vancouver?

—Sí. Estamos tanteando todos los frentes. Quizá alguno de tus relatos aluda a hechos similares.

Tippet señaló el río por cuya orilla estaban paseando. El agua se abría camino gorgoteando; arrastraba ramas y hojas. El río nacía en los inhóspitos parajes de las altas cumbres y estaba, en parte, obstruido por la arena.

—Ahí tienes la respuesta —dijo.

—¿En el río?

Tippet sonrió.


Hishuk ish ts' awalk.

—De acuerdo. Explícame tus proverbios indios.

—Sólo uno. Pensé que lo conocías.

—No hablo tu lengua. Conozco alguna que otra palabra, eso es todo.

Tippet lo observó unos segundos.

—Bueno, es la idea central de casi todas las culturas indias. Los nootka la reclaman para sí, pero me figuro que en otras partes la gente dice lo mismo con otras palabras. Significa que todo es uno. Lo que pasa con el río, pasa con los seres humanos, los animales y el mar. Lo que le sucede a uno, nos sucede a todos.

—Es cierto. Otros lo llaman ecología.

Tippet se agachó y recogió una rama suelta que se había quedado enganchada en la maraña de raíces que había a lo largo del río.

—¿Qué puedo contarte, León? No sabemos nada que no sepas tú también. Puedo aguzar los oídos por ti y llamar a un par de personas. Tenemos muchas canciones y leyendas, pero no conozco ninguna que pueda ayudaros. Quiero decir, en todas nuestras tradiciones encontrarás exactamente lo que estás buscando, y precisamente ahí está el problema.

—No te entiendo.

—Nosotros vemos a los animales de un modo un poco distinto. Los nootka nunca han tomado simplemente la vida de una ballena, sino que es ella la que los obsequia con su vida; es un acto consciente, ¿entiendes? Según nuestras creencias, toda la naturaleza es consciente de sí misma, una gran conciencia entrelazada. —Se desvió por un sendero embarrado y Anawak lo siguió. Luego llegaron a un gran claro—. Mira esto, es una auténtica vergüenza. El bosque ha quedado devastado: la lluvia, el sol y el viento erosionan el suelo y los ríos se han convertido en cloacas. Obsérvalo bien, si quieres saber qué inquieta a las ballenas.
Hishuk ish ts'awalk.

—Hum. ¿Te he contado alguna vez en qué consiste realmente mi trabajo?

—Investigas la conciencia, creo.

—La percepción que cada uno tiene de sí mismo.

—Sí, ya lo recuerdo. Me lo contaste el año pasado, en el transcurso de una agradable velada. Yo bebí cerveza y tú agua. Siempre bebes agua, ¿verdad?

—No me gusta el alcohol.

—¿Nunca bebes alcohol?

—Prácticamente nunca.

Tippet se detuvo.

—El alcohol, sí... Tú eres un buen indio, León. Bebes agua y vienes a verme porque piensas que nosotros estamos en posesión de un saber secreto —suspiró—. ¿Cuándo dejaremos de tratarnos unos a otros como si fuéramos clichés? Los indios tuvimos problemas con el alcohol. Y hay algunos que todavía los tienen, pero hay otros a los que simplemente nos gusta tomar algo de vez en cuando. Hoy en día, cuando nos ven tomando una cerveza, los blancos dicen en seguida: «Oh, Dios, qué terrible, nosotros los llevamos a la bebida...» Somos tanto las pobres víctimas seducidas como los guardianes de sabidurías superiores. ¿Tú qué eres, León?, ¿cristiano?

Anawak no estaba muy sorprendido. Las pocas ocasiones en que había estado con Winton Tippet habían transcurrido en términos parecidos. Al parecer, el
taayii hawil
tenía siempre una conversación errática; saltaba de un tema a otro como una ardilla.

—No pertenezco a ninguna Iglesia —dijo Anawak.

—¿Sabes?, en otro tiempo me interesé por la Biblia. Está llena de una sabiduría superior. Si le preguntas a un cristiano por qué hay fuego en el bosque, te responderá que Dios se manifiesta en las llamas; te remitirá a las antiguas tradiciones y al zarzal en llamas. ¿Crees que un cristiano explicaría de esa manera los incendios de bosques?

—Por supuesto que no.

—No obstante, si es un cristiano creyente, el relato del zarzal en llamas será muy importante para él. También los indios creen en sus tradiciones, pero saben muy bien qué relación tienen esas historias con la realidad. No se trata de si algo es de una manera o de otra, se trata de la idea de cómo es. En nuestras leyendas encontrarás todo y no encontrarás nada; no podrás tomar nada literalmente, pero todo tiene sentido.

—Lo sé, Winton. Sólo que tengo la sensación de que no avanzamos. Nos rompemos la cabeza pensando qué ha enloquecido a los animales.

—¿Y crees que habéis llegado al límite de la ciencia?

—De alguna manera, sí.

Tippet sacudió la cabeza.

—No es cierto. La ciencia es algo magnífico. Los seres humanos pueden hacer muchísimas cosas gracias a ella. El problema es la perspectiva. ¿Qué miras cuando aplicas tus conocimientos? Miras la ballena que se ha transformado. Pero no reconoces a tu amiga, porque se ha convertido en tu enemiga. ¿Qué la ha llevado a eso? ¿Le has provocado algún daño a ella o a su mundo? ¿Pero en qué mundo viven las ballenas? Buscas daños inmediatos que se le hayan causado y encuentras una gran cantidad: matanzas indiscriminadas, aguas tóxicas, turismo ballenero descontrolado... Destruimos la base de alimentación de los animales, contaminamos su mundo con el ruido y les quitamos los sitios donde crían a sus cachorros. ¿No van a instalar en Baja California una planta salinera?

Anawak asintió, sombrío. En 1993, la Unesco había declarado la laguna de San Ignacio, en Baja California, patrimonio natural de la humanidad. Era la última laguna originaria e intacta donde nacían ballenas grises; además albergaba una gran variedad de especies vegetales y animales en peligro de extinción. No obstante, la compañía Mitsubishi estaba construyendo allí una planta salinera que en el futuro extraería más de veinte mil litros de agua salada por segundo, y con ellos llenaría en tierra estanques de evaporación de ciento ochenta y cinco kilómetros cuadrado!» Luego, las aguas volvían a la laguna como aguas depuradas. Nadie sabía qué efectos tendría eso sobre las ballenas. Innumerables investigadores y activistas, así como un grupo de premios Nobel, se habían manifestado contra aquella planta, que amenazaba con convertirse en un trágico precedente.

—Ves —continuó Tippet—, ése es el mundo de las ballenas tal como lo conoces. Ellas viven allí, pero ¿no es este mundo mucho más que una cadena de condiciones en las cuales las ballenas se sienten bien o mal? Tal vez las ballenas no son en absoluto el problema, León. Tal vez sólo son la parte del problema que nosotros podemos ver.

Acuario, Vancouver

Mientras Anawak escuchaba las palabras del
taayii hawil
, Terry King veía doble.

Tenía que controlar dos monitores al mismo tiempo, y eso desde hacía horas. Uno de ellos mostraba las grabaciones en cinta magnética de la cámara con la que el URA había filmado a
Lucy
y a las demás ballenas; el otro mostraba un espacio virtual, un entramado de coordenadas formado por líneas y en el que estaban suspendidas una docena de luces verdes como si las hubieran encerrado allí adentro; éstas representaban al grupo de animales y cambiaban constantemente de posición. Muy poco después de la inmersión, el robot había asociado las características de la cola de
Lucy
con sus sonidos específicos, de modo que, gracias a eso, podía localizar al animal y determinar su posición, representada por un punto en el espacio de coordenadas. De esa manera había podido rastrear a
Lucy
hasta en la más completa oscuridad.

En el segundo monitor aparecían, además, los datos que enviaba la sonda que aún llevaba adherida
Lucy
: el ritmo cardíaco, la profundidad de inmersión y la posición, así como los registros de temperatura, presión y luminosidad. En conjunto, la sonda y el URA proporcionaban un cuadro muy completo de todo lo que le había sucedido a
Lucy
en el transcurso de veinticuatro horas. Veinticuatro horas en la existencia de una ballena que había enloquecido.

En el laboratorio de observación podían trabajar cuatro personas analizando datos. King y dos ayudantes estaban sentados en la penumbra, sus rostros iluminados por los monitores. El cuarto asiento estaba vacío. Un inocuo virus gastrointestinal había reducido al personal del equipo y les había deparado un turno más durante la noche.

Sin dejar de observar los monitores, King alargó la mano hacia el costado, la metió en un pequeño recipiente de cartón y se llevó a la boca unas cuantas patatas fritas, que se habían quedado completamente frías.

En realidad,
Lucy
no daba la impresión de estar loca.

En las horas anteriores, básicamente se había comportado como cualquier animal que busca alimento en el océano y había comido en compañía de media docena de ballenas adultas y dos ballenatos crecidos. Cada vez que
Lucy
descendía hasta el fondo entre cortinas de algas marinas y abría surcos en el lodo para filtrar gusanos y pulgas de mar, se levantaban remolinos de barro. Luego se había ladeado y con su cabeza angosta y arqueada había cavado verdaderos surcos en el suelo. Al principio, King había mirado fascinado las pantallas, aunque aquéllas no eran ni con mucho las primeras tomas que veía de ballenas grises comiendo. Sin embargo, el URA seguía a las ballenas como si fuera parte del grupo, de modo que suministraba imágenes de una calidad completamente nueva. Muchas cosas se podían reconocer con claridad. Seguir a un cachalote hasta su zona de alimentación hubiera significado ir hasta las tinieblas del mar profundo, pero a las ballenas grises les gustaban las aguas poco profundas. De modo que King contemplaba desde hacía horas una continua alternancia de claridad y penumbra. Durante algunos minutos,
Lucy
se mecía en la superficie, filtraba el lodo entre las barbas, llenaba los pulmones de aire, lo expulsaba y volvía a bajar hasta el fondo, acercándose tanto a la orilla que una gran parte de las tomas habían sido hechas a menos de treinta metros de profundidad.

King observaba los cuerpos romos y veteados avanzar pegados al sedimento, y cómo el agua se enturbiaba a su paso. El robot no tenía grandes dificultades en seguir a los animales porque en realidad no nadaban hacia ninguna parte. Cambiaban continuamente de dirección, un par de metros hacia acá, un trecho hacia allá; subían, bajaban, comían y volvían a subir y bajar. Como solía decir King, empleando un símil muy acertado, la isla de Vancouver era para las ballenas como el área de servicio de las autopistas para los conductores: un lugar por el que merodear sin hacer nada concreto.

Subían, bajaban y comían.

Al cabo de un tiempo aquello resultaba aburrido.

En una ocasión aparecieron a lo lejos las siluetas blancas y negras de algunas orcas, pero volvieron a desaparecer en seguida. En general, esos encuentros transcurrían pacíficamente, aunque las orcas eran los más feroces enemigos de las ballenas grandes: no se detenían ni ante las ballenas azules. Cuando atacaban, lo hacían en grupo y con una brutalidad extrema. Devoraban la lengua y los labios de sus víctimas y dejaban colosos moribundos y mutilados que se hundían lentamente hacia el fondo del mar.

BOOK: El quinto día
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