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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

El quinto día (100 page)

BOOK: El quinto día
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Van Maarten se frotó el mentón.

—Hemos construido un prototipo de la aspiradora que puede bajar hasta los trescientos metros. Y funciona. Con profundidades mayores todavía no tenemos experiencia, pero...

—Podríamos alargar la trompa —propuso la gerente.

—En realidad tendríamos que descartar esa posibilidad. Pero, en fin, si paramos todo lo demás... Lo que me preocupa es el barco que necesitamos.

—La verdad es que no creo que puedan arreglárselas con un barco —dijo Bohrmann—. Un par de miles de millones de gusanos constituyen una biomasa inmensa. Tendrán que bombearla a algún lugar.

—Ése no es asunto nuestro; se puede organizar un tránsito pendular. Me refiero al barco desde el que manejamos la aspiradora. Si alargamos el tubo hasta los cuatrocientos o quinientos metros, tenemos que depositarlo en algún lado. ¡Se trata de medio kilómetro de tubo! Es muy pesado y un poco más grueso que los cables submarinos, pero éstos se pueden enrollar dentro del buque. Además, cuando lo movamos, el barco tiene que ser lo suficientemente estable para compensar esos movimientos. Los ataques no deberían asustarnos, pero la hidrostática tiene sus trampas. Sencillamente, no podemos colgar el tubo a babor o estribor sin poner en peligro la flotación del buque.

—¿Entonces una draga?

—No de ese tamaño. —El hombre se quedó pensando—. ¿Tal vez un barco de perforación? No, demasiado lento. Mejor una plataforma flotante. Ya estamos trabajando en algo similar. Un sistema de pontones, lo mejor sería una construcción semiflotante como las que se utilizan en la extracción petrolífera, sólo que no la anclaremos con cables, sino que la desplazaremos por el mar como si fuera un auténtico barco. Tiene que ser algo que podamos manejar. —Se apartó un trecho y comenzó a murmurar algo sobre frecuencia de resonancias e incremento del oleaje. Luego regresó—. Una estructura semiflotante está bien: es estable frente al oleaje y flexible; el soporte ideal para un pescante que tiene que levantar algo como corresponde. En las costas de Namibia hay algo así que podríamos remodelar rápido. Tiene hélices a reacción de 6.000Vy en caso de necesidad podemos añadir un par de hélices laterales.

—¿El
Heerema
? —preguntó la gerente.

—Exacto.

—¿No queríamos quitarlo de la circulación?

—No es chatarra. El
Heerema
dispone de dos puentes principales y de cubierta apoyada en seis columnas, es decir, todo como tiene que ser. Está en perfecto estado; es de 1978, pero para esto debería alcanzar. Sería el camino más rápido. No tendríamos una torre de perforación sino dos pescantes, y con uno de ellos bajaríamos el tubo. Y el bombeo tampoco constituiría ningún problema. Además, podemos llevar barcos para trasladar los gusanos.

—Suena bien —dijo Frost—. ¿Cuándo podríamos contar con algo así?

—En circunstancias normales, en medio año.

—¿Y en éstas?

—No puedo prometer nada. De seis a ocho semanas, si empezamos en seguida. —El técnico lo miró—. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance. Somos muy buenos en nuestro trabajo. Sin embargo, si lo logramos en tan poco tiempo, considérelo un milagro.

Frost asintió. Miró hacia el Atlántico cuyas aguas azules se extendían hasta el horizonte. Intentó imaginar las olas creciendo seiscientos metros hacia arriba.

—Está bien —dijo—. En estos momentos necesitamos muchos milagros.

TERCERA PARTE

Independence

Estoy convencido de que, así como hay reglas matemáticas básicas, hay derechos y valores universales independientes de los seres humanos, y el primero es el derecho a la vida. El dilema es: ¿dónde están escritos, quién que no sea el ser humano los podría conferir? Podemos aceptar la existencia de derechos y valores más allá de nuestra percepción, pero no podemos situarnos fuera de nuestra percepción. Sería como si correspondiese al gato decidir si los ratones pueden comerse o no.

León Anawak, Autoconocimiento y conciencia.

12 de agosto. Mar de Groenlandia

Samantha Crowe apartó sus notas y miró al exterior.

El CH-53 Super Stallion descendió con rapidez. Una fuerte brisa sacudió el helicóptero de transporte de treinta metros de largo. Parecía que el aparato se precipitaba hacia la plataforma que brillaba en el mar. En ese instante, Crowe se preguntó cómo podía navegar por los mares algo tan grande, y al mismo tiempo cómo podía aterrizar el helicóptero sobre una superficie tan estrecha.

Novecientos cincuenta kilómetros al nordeste de Islandia, sobre la cuenca de Groenlandia, estaba el
USS Independence
LHD-8
, una ciudad flotante, extraña y ruda, que parecía una estación espacial de
Alien
. O como decía la marina: dos hectáreas de libertad y noventa y siete mil toneladas de diplomacia. El portahelicópteros táctico más grande del mundo sería su hogar durante las próximas semanas; su nueva dirección:
USS Independence LHD-8
, 75° latitud norte, 3.500 metros sobre el suelo marino.

Su tarea: mantener una conversación.

El aparato describió una curva. Viró velozmente hacia el punto de aterrizaje y se posó con elasticidad. Por la ventanilla lateral, Crowe vio a un hombre con chaqueta de trabajo color amarillo que con sus señales iba llevando al helicóptero al lugar de estacionamiento. Alguien de la tripulación la ayudó a desabrocharse el cinturón y a quitarse el resto del equipo: el casco con los auriculares, el chaleco salvavidas y las gafas protectoras. El vuelo había sido agitado, y Crowe sintió que le temblaban las piernas. Con paso inseguro salió por la rampa posterior, apareció bajo la cola del Super Stallion y miró a su alrededor.

En la cubierta de aterrizaje se veían muy pocas aeronaves. El vacío incrementaba la impresión de irrealidad. Lo que vio fue una superficie asfaltada casi infinita, salpicada de puntos de sujeción de 257,25 metros de largo por 32,6 de ancho. Crowe lo sabía muy bien. Era matemática y tenía debilidad por las cifras exactas, de modo que había intentado averiguar todo lo posible sobre el
USS Independence
, pero la teoría acababa de capitular ante la realidad. El verdadero
Independence
no tenía nada que ver con dibujos esquemáticos y datos técnicos. En el aire flotaba un fuerte olor a aceite y queroseno, mezclado con el de la goma caliente y la sal, y un viento cortante que tiraba de su mono barría la cubierta.

No era precisamente el lugar que uno elegiría para ir de visita.

Había hombres vestidos con chaquetas de colores y protectores de oídos que iban de un lado a otro. Uno de ellos se le acercó mientras los soldados sacaban su equipaje del helicóptero. Llevaba chaqueta blanca. Crowe trató de recordar: los de blanco eran los encargados de la seguridad. Los amarillos dirigían los helicópteros en la cubierta y los de rojo se ocupaban del combustible y el material de combate. ¿No había unos que vestían de marrón? ¿Y además otros de violeta? ¿De qué se ocupaban los marrones?

El frío le traspasó la piel.

—Sígame —gritó el hombre tratando de imponerse al ruido de los rotores que se aquietaban. Le señaló la única superestructura del portahelicópteros. Salía del costado de estribor como un edificio de viviendas de varios pisos, coronado por antenas y sensores enormes. Mientras lo seguía, Crowe se palpó mecánicamente la cadera con la diestra. Luego se dio cuenta de que con el mono no llegaba a los cigarrillos. En el helicóptero no le habían permitido fumar. No le importaba volar al Ártico en un día ventoso, pero tener que renunciar a la nicotina durante horas la disgustaba profundamente.

Su acompañante abrió una escotilla. Crowe entró en la isla, término que en la jerga de la marina designaba a la superestructura del buque. Después de atravesar una doble esclusa, sintió una oleada de aire fresco. La isla parecía una cueva muy estrecha. El encargado de cubierta la llevó hasta un hombre negro muy alto vestido de uniforme, que se presentó como el mayor Salomón Peak. Se dieron la mano. Peak parecía un tanto envarado, como si no estuviera acostumbrado a tratar con civiles. Durante las últimas semanas, Crowe había conferenciado varias veces con él, pero naturalmente sólo por teléfono. Recorrieron un pasillo lleno de recovecos y bajaron por escaleras empinadas a modo de escalerillas hasta el interior del barco; los soldados que llevaban el equipaje los seguían. En una pared resplandecía en letras grandes Nivel 02.

—Seguramente querrá asearse —dijo Peak mientras abría una de las numerosas puertas de aspecto idéntico que flanqueaban el corredor. Tras ella había una habitación sorprendentemente espaciosa y amueblada con gracia, que más bien parecía una pequeña
suite
. Crowe había leído que a bordo de los portahelicópteros el espacio privado quedaba reducido al mínimo tolerable y que los soldados dormían en pabellones. Peak arqueó las cejas cuando ella hizo un comentario al respecto.

—No la alojaríamos con los
marines
—dijo. Luego apareció una sonrisa en la comisura de sus labios—. La marina también sabe tratar a sus huéspedes. Éste es el pabellón.

—¿Pabellón?

—Nuestro Excelsior. Las habitaciones para los almirantes y sus planas mayores cuando viene alguno a bordo. En estos momentos la tripulación no está al completo, de modo que disponemos de mucho espacio. Los miembros femeninos de la expedición están alojados en la zona de bandera; los masculinos en la zona de oficiales. ¿Me permite? —Pasó a su lado y abrió otra puerta—. Baño privado completo.

—Estoy impresionada.

Los soldados entraron el equipaje.

—Tiene un pequeño bar debajo del televisor —dijo Peak—. Con bebidas sin alcohol. ¿Puedo pasar a buscarla dentro de media hora para hacer un recorrido por el buque?

—Por supuesto.

Crowe esperó a que Peak cerrara la puerta y buscó a toda prisa un cenicero, que encontró sobre un estante. Se quitó como pudo el mono y revolvió en su chaqueta deportiva hasta que encontró los cigarrillos. Cuando por fin pudo sacar uno del arrugado paquete, lo encendió e inhaló el humo, se sintió como nueva.

Se sentó a fumar en el borde de la cama.

En realidad era triste. Fumar dos paquetes diarios era algo muy triste, y también lo era no poder dejarlo. Lo había intentado dos veces. Y en las dos ocasiones había fracasado.

Quizá no quería dejarlo.

Tras el segundo cigarrillo se metió en la ducha. Luego se puso unos vaqueros, un suéter y calzado deportivo, fumó otro cigarrillo y revisó los cajones y armarios de la habitación. Cuando llamaron a la puerta había estudiado tan minuciosamente la vida interior de su camarote que podría haber elaborado un inventario completo. Le gustaba estar informada.

En la puerta no estaba Peak sino León Anawak.

—Le dije que volveríamos a vernos —sonrió.

Crowe se rió.

—Y yo le dije que encontraría a sus ballenas. Me alegro de volver a verlo, León. Según me han dicho, me encuentro aquí gracias a usted.

—¿Quién le ha contado eso?

—Li.

—Creo que usted también estaría aquí sin mi ayuda. Pero es cierto que colaboré un poco. ¿Sabe que soñé con usted?

—¡Dios mío!

—No tema, se me apareció como un buen espíritu. ¿Qué tal el vuelo?

—Agitado. Soy la última en llegar, ¿verdad?

—Los demás embarcamos en Norfolk.

—Sí, lo sé. Pero no podía marcharme de Arecibo. Resulta increíble pero lo cierto es que el hecho de no llevar adelante un proyecto también da trabajo. Por el momento, SETI está guardado con naftalina. Nadie tiene dinero para revisar el universo en busca de hombrecitos verdes.

—Tal vez encontremos más hombrecitos verdes de los que quisiéramos —dijo Anawak—. Vamos, Peak llegará en seguida. Le mostraremos todo lo que puede hacer el
Independence
. Y después le toca a usted. Todos están muy ansiosos. Por cierto, ya tiene sobrenombre.

—¿Sobrenombre? ¿Cómo me llamo?

—Señorita Alien.

—¡Cielo santo! Durante cierto tiempo me llamaron señorita Foster después de que Jodie encarnara mi papel en esa película. —Crowe sacudió la cabeza—. Bueno, ¿por qué no? Puedo darles mi autógrafo, si quieren. Vamos, León.

Peak los guió por el nivel 02. Habían comenzado la excursión por la proa y en ese momento se desplazaban en dirección al centro. Crowe había admirado el inmenso gimnasio de proa, lleno de aparatos aeróbicos y estáticos, y prácticamente vacío.

—Normalmente hay muchísima gente aquí —dijo Peak—. El
Independence
tiene espacio para tres mil personas. Ahora no tenemos ni doscientas a bordo.

Pasearon por el sector de viviendas de los oficiales más jóvenes, formado por secciones para cuatro o seis personas; tenían camarotes cómodos, mucho espacio para guardar cosas, mesas plegables y sillas.

—Agradable —dijo Crowe.

Peak se encogió de hombros.

—Depende. Cuando hay mucho movimiento en el techo no es fácil pegar ojo. Unos metros más arriba despegan y aterrizan helicópteros y aviones. Los que tienen más problemas son los novatos. Al principio están completamente agotados.

—¿Y cuándo se acostumbra uno al ruido?

—Nunca. Pero te acostumbras a no dormir de un tirón. Yo he estado varias veces en un portaaviones durante meses. Al cabo de un tiempo permaneces acostado en una especie de alerta permanente. Y te olvidas de lo que es dormir tranquilo. La primera noche en casa es un infierno. Esperas oír el rugido de las turbinas, el choque de los trenes de aterrizaje y los ganchos de sujeción, las carreras por los pasillos, los constantes anuncios, pero lo único que oyes es el tictac del despertador.

Tras recorrer un comedor inmenso llegaron a una compuerta con cerradura de combinación que estaba en el centro del barco. Al abrirla vieron una sala grande en penumbra. Era el primer sector que Crowe veía poblado. Había hombres y mujeres sentados ante consolas con luces que parpadeaban; miraban concentrados los grandes monitores alineados a lo largo de las paredes.

—En el nivel 02 se encuentran la mayoría de las salas de mando y control —explicó Peak—. Antes estaban situadas en la isla, pero era muy arriesgado. Generalmente, los visores de los misiles enemigos apuntan hacia las estructuras más grandes e importantes de los buques. Y la isla es una de esas estructuras. Un par de impactos y es como si alguien le arrancara la cabeza de los hombros, de modo que trasladamos la mayor parte de las salas de mando bajo techo.

—¿Bajo techo?

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