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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (56 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Estoy convencida de que Robert nunca recibió aquella carta; a menos que la oficina de correos haya tirado mi carta a la basura y cerrado su buzón, lo más probable es que siga ahí dentro, esperando a la mano que nunca llegó a introducirse para sacarla. O quizá Kate haya vaciado a la larga el buzón, tirando la carta. De ser así, me gusta pensar que no la leyó. A la mañana siguiente de haberla enviado, el interfono de mi apartamento sonó a las seis y media. Yo estaba todavía en albornoz, con el pelo mojado pero peinado, preparándome para ir a mi clase de dibujo. Nadie había llamado nunca a mi timbre a esa hora, y al instante pensé en avisar a la policía; ése era el tipo de barrio donde vivía. Pero simplemente para ver qué pasaba, pulsé el botón de mi altavoz y pregunté quién era.

—Robert —dijo una voz; una voz potente, grave y extraña. Sonaba cansada, incluso un tanto vacilante, pero supe que era la suya. La habría reconocido en el espacio sideral.

—Dame un minuto —pedí—. Espera. Será sólo un minuto. —Podría haberle abierto, pero me moría de ganas de bajar; no me lo podía creer. Me puse lo primero que encontré, cogí las llaves y corrí descalza hasta el ascensor. Desde el primer piso, pude verlo a través de las puertas de cristal. Llevaba una bolsa de lona colgada al hombro; parecía muy cansado, tenía peor aspecto que nunca pero también estaba alerta, porque escudriñó el vestíbulo buscándome.

Me pareció un sueño, pero igualmente giré la llave, abrí y corrí hacia él, y él tiró la bolsa al suelo y me levantó en brazos, estrechándome con fuerza; sentí que hundía su cara en mi hombro y mi pelo, y los olía. En aquel primer momento, ni siquiera nos besamos; creo que yo estaba sollozando aliviada, porque el roce de su mejilla era tal como me había imaginado que sería, y quizás él también sollozara un poco. Al deshacer el abrazo, el pelo de uno se había pegado en la cara del otro por las lágrimas y el sudor perlaba la frente de Robert. Lucía una barba de varios días; sin afeitar y con una camisa vieja encima de otra parecía un leñador vagando por las aceras de un barrio de Washington.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté, porque eso fue todo cuanto alcancé a decir.

—Verás, Kate me ha echado —confesó, cogiendo de nuevo la bolsa como si ésa fuese la confirmación de su exilio. Y ante mi cara de sorpresa, supongo que añadió—: No por ti. Ha sido por otra cosa.

Mi cara debía de ser de sorpresa total, porque me rodeó los hombros con un brazo.

—No te preocupes. Tranquila. Ha sido únicamente por mis cuadros, luego te lo cuento.

—¿Has conducido toda la noche? —pregunté.

—Sí. ¿Puedo dejar el coche ahí? —Señaló hacia la calle, sus señales y basura, e incomprensibles parquímetros.

—¡Claro que puedes! —repuse—. Y a partir de las nueve se lo llevará la grúa. —Entonces los dos nos echamos a reír y él volvió a peinarme con caricias, un gesto que recordaba de nuestro encuentro en el seminario de Maine, y me besó una y otra vez.

—¿Ya son las nueve?

—No —contesté—. Nos quedan más de dos horas. —Subimos la pesada bolsa a mi apartamento, cerré la puerta con llave al entrar y llamé al trabajo diciendo que estaba enferma.

76

Mary

Robert no vino a vivir conmigo; simplemente se quedó, con su pesada bolsa y el resto de cosas que había traído en el coche: caballetes, pinturas, lienzos, zapatos de recambio y una botella de vino que había comprado para regalarme a su llegada. Así como no se me habría pasado por la cabeza preguntarle qué planes tenía o decirle que se buscase otro sitio donde vivir, tampoco se me ocurrió irme del apartamento. Reconozco que aquello fue una especie de paraíso para mí, despertarme con su brazo tostado extendido sobre mi almohada, los tirabuzones de su pelo oscuro sobre mi hombro. Yo me iba a clase y luego volvía a casa sin quedarme a pintar en la academia como hacía normalmente, y nos metíamos otra vez en la cama hasta media tarde.

Los sábados y los domingos nos levantábamos alrededor de las doce del mediodía y nos íbamos a pintar por los parques, o nos acercábamos hasta Virginia en coche o, si llovía, visitábamos la Galería Nacional. Recuerdo con nitidez que por lo menos una vez recorrimos aquella sala de la Galería Nacional de Arte en la que está colgado el cuadro de Leda, y esos retratos y ese impresionante Manet con las copas de vino; juro que Robert le prestó más atención al cuadro de Manet que al de Leda, que no pareció interesarle; al menos ésa fue su actitud cuando yo estuve allí con él. Leímos todas las cartelas y él hizo comentarios sobre la técnica de Manet, y luego se alejó sacudiendo la cabeza denotando una admiración para la que no tenía palabras. Transcurrida la primera semana, Robert me dijo seriamente que yo no estaba pintando suficiente y que creía que era por su culpa. Habitualmente, al llegar a casa tenía un lienzo preparado para mí, con una base gris o beige extendida. Con su estímulo, empecé a pintar con más afán que en mucho tiempo y a atreverme a intentar temas más complicados. Pinté, por ejemplo, al propio Robert sentado en mi taburete de la cocina con sus pantalones de algodón color caqui, desnudo de cintura para arriba. Al darse cuenta de que de forma rutinaria evitaba pintar las manos, me enseñó a dibujarlas mejor. Me enseñó a no desdeñar las flores y los arreglos florales en mis bodegones, señalando que muchos de los grandes pintores habían considerado que eran un importante desafío. En cierta ocasión, trajo a casa un conejo muerto (sigo sin comprender de dónde lo sacó) y una trucha grande, y amontonamos fruta y flores a su alrededor y pintamos un par de bodegones barrocos, cada uno con su estilo propio, y nos reímos al ver el resultado. Después Robert despellejó al conejo y cocinó tanto éste como la trucha, y estaban deliciosos. Me dijo que había aprendido a cocinar con su madre, que era francesa; desde luego, que yo sepa, no cocinó casi nunca; solíamos abrir sopa enlatada y una botella de vino, y poco más.

Y leíamos juntos casi todas las noches, a veces durante horas. Él me leía en voz alta a su autor favorito, Milosz, y poemas en francés que me iba traduciendo sobre la marcha. Yo le leía algunas de las novelas que siempre me habían gustado, la colección de clásicos de Muzzy: Lewis Carroll, Conan Doyle y Robert Louis Stevenson, con las que él no había crecido. Leíamos para el otro vestidos o desnudos, enrollados juntos en mis sábanas azul pálido o repanchingados en el suelo delante de mi sofá, enfundados en nuestros jerseys viejos. Robert usaba mi carné de la biblioteca para traer a casa libros de Manet, Morisot, Monet, Sisley, Pissarro… Sisley le gustaba especialmente y decía que era mejor que todos los demás juntos. De vez en cuando copiaba los efectos de sus obras en pequeños lienzos que se reservaba con esa finalidad.

En ocasiones, Robert caía en un estado de ánimo silencioso o hasta triste, y cuando le acariciaba el brazo me decía que echaba de menos a sus hijos, e incluso miraba fotos de ellos, pero nunca mencionaba a Kate. A mí me daba miedo que no pudiera o no quisiera quedarse para siempre; también tenía la esperanza de que a la larga encontraría el modo de acabar con su matrimonio y su presencia en mi vida fuera menos provisional. No supe que tenía un nuevo apartado de correos, uno en Washington, hasta que un buen día comentó que había recogido allí su correo y leído la solicitud de divorcio de Kate. Él le había enviado la dirección del apartado, me dijo, por si ella lo necesitaba en caso de emergencia. Me explicó que había decidido regresar brevemente a casa para iniciar los trámites y ver a los niños. Me explicó que dormiría en un motel o en casa de amigos; creo que ésa fue su manera de dejarme; claro que no pretendía volver con Kate. Hubo algo en su firmeza al decirme que jamás volvería con ella que me produjo escalofríos; supe que si podía sentir eso por ella, algún día podría sentir lo mismo por mí. Habría preferido verlo apesadumbrado, ver cierta ambigüedad, aunque no las suficientes dudas como para alejarse de mí.

Pero parecía curiosamente decidido a dejar a Kate, decía que ella no entendía lo más importante de él, pero no dijo qué era. No quise preguntar, ya que entonces parecería que tampoco lo entendía. A su regreso tras cinco días en Greenhill, me trajo una biografía de Thomas Eakins (siempre me decía que mis cuadros le recordaban la obra de Eakins, que en cierto modo su esencia era asombrosamente americana) y me contó con entusiasmo sus pequeñas aventuras del viaje, y que los niños estaban muy guapos y muy bien y que les había hecho un montón de fotos, y de Kate no me dijo nada. Y acto seguido me llevó a la habitación que en aquel entonces yo consideraba nuestra, y me tumbó en la cama y me hizo el amor con insistente concentración, como si me hubiese echado de menos todo el tiempo.

Este miniparaíso no me preparó en absoluto para su gradual cambio de humor. Llegó el otoño y con éste el desánimo de Robert; siempre había sido mi estación favorita, el momento para empezar de nuevo: zapatos nuevos para el curso, alumnos nuevos, colores maravillosos. Pero, al parecer, para Robert era una especie de marchitamiento, el allanamiento de la melancolía, el fin del verano y de nuestra felicidad inicial. Las hojas de los ginkgo de mi barrio se transformaron en papel crepé amarillo; los castaños se diseminaron por nuestros parques favoritos. Pinté nuevos lienzos y le propuse una escapada al campo de batalla de Manassas entre semana, el día que no tenía clases. Pero, por primera vez, Robert rehusó pintar y se puso a rumiar sentado debajo de un árbol de una colina histórica, como si estuviese escuchando voces fantasmales del enfrentamiento allí acontecido, de la masacre. Yo pinté sola en aquel campo, con la esperanza de que Robert se recuperaría, si lo dejaba un rato solo, pero aquella noche se enfadó conmigo por tonterías, amenazó con romper un plato y salió solo a dar un largo paseo. A mi pesar, lloré un poco; es que no me gusta hacer eso, ¿sabe?; sencillamente me resultaba demasiado doloroso verlo en ese estado, y sentir que me rechazaba después de los maravillosos momentos que habíamos vivido juntos.

Pero también encontraba normal que le quedaran secuelas de su separación legal de Kate (tenían aún tres meses por delante antes de la concesión del divorcio) y de lo difícil que le estaba siendo cortar con su antigua vida. Yo sabía que debía de sentirse presionado para encontrar un trabajo en Washington, aunque no dio señal alguna de estarlo buscando; intuí que tendría algunos pequeños ingresos por su cuenta o dispondría de un fondo, probablemente gracias a la venta de sus extraordinarios cuadros, pero estaba claro que eso no duraría para siempre. Tampoco me gustaba preguntarle por sus ingresos, y había tenido la precaución de mantener nuestro dinero en cuentas separadas, si bien yo seguía pagando el alquiler como siempre había hecho, y comprando nuestra comida. Él aparecía a menudo en casa con algunas provisiones, con vino o algún pequeño y útil obsequio, por lo que mi economía no se resintió demasiado, aunque había empezado a preguntarme si, al final, debería pedirle que compartiera conmigo el alquiler y las facturas de los suministros, porque llegaba justa a fin de mes. Podría haberle pedido a Muzzy que me ayudara, pero no había reaccionado muy positivamente al hecho de que estuviese viviendo con un artista en trámites de divorcio, y eso me frenó. («Sé cómo es el amor», me dijo con suavidad durante una visita que le hice mientras vivía con Robert. Eso fue antes del espectáculo dantesco de su tumor, su traqueostomía y su aparato especial para hablar. «Lo sé, cariño, más de lo que te imaginas. Pero, verás, ¡vales tanto! Siempre he querido que encontraras a alguien que cuidara un poco de ti.») Ahora Robert seguramente tendría que pasarles una manutención a los niños, y no me atreví a preguntarle por los detalles cuando se sentó ceñudo en el sofá.

Algún que otro domingo soleado su estado de ánimo mejoraba, y yo recuperaba la esperanza y olvidaba con facilidad los días pasados, y me convencía a mí misma de que esto eran puntos de inflexión en nuestra relación. Verá, no es que pensara exactamente en el matrimonio, pero sí en algún tipo de vida con Robert a más largo plazo, una vida en la que hubiera compromiso, en la que alquiláramos un apartamento con un estudio, aunáramos nuestras fuerzas y recursos y planes, y viajáramos a Italia y Grecia en una pseudo-luna de miel para poder pintar allí e ir a ver todas las magníficas esculturas, cuadros y paisajes que anhelaba ver. Era un sueño impreciso, pero había ido creciendo sin que yo me diera cuenta, como un dragón bajo mi cama, minando mi romance «conmigo misma» antes de que comprendiese lo que estaba ocurriendo. Aquellos fines de semana aún felices hacíamos viajes cortos, principalmente gracias a mi insistencia, y nos llevábamos el almuerzo preparado en casa para ahorrar dinero; donde más disfruté fue en Harpers Ferry, donde nos hospedamos en un hostal barato y paseamos por todo el pueblo.

A primeros de diciembre, llegué una noche a casa y vi que Robert se había ido, y no tuve noticias de él en varios días. Volvió con energías curiosamente renovadas y me dijo que se había ido a ver a un viejo amigo de Baltimore, lo cual no me pareció que fuera mentira. En otra ocasión, se fue a Nueva York. Después de aquella visita no es que pareciese renovado, sino verdaderamente eufórico, y esa noche estuvo demasiado atareado para hacer el amor, cosa que antes no había pasado nunca, y se quedó en el salón, plantado delante de su caballete, haciendo bocetos con carboncillo. Lavé los platos de la cena para atemperar mi enfado (¿acaso se creía Robert que los platos se lavaban solos todos los días?), y procuré no mirar al otro lado de la barra que separaba mi diminuta cocina de mi diminuto salón mientras él bosquejaba un rostro que yo no había visto desde mi impulsivo viaje a Greenhill con ocasión de su exposición en la universidad: era muy guapa, con su pelo moreno rizado tan parecido al de Robert, su delicada mandíbula cuadrada, su sonrisa pensativa.

La reconocí al instante. De hecho, al verla me asombró no haber notado su ausencia durante todos estos felices meses; en ningún momento me había extrañado que Robert la excluyera completamente de sus cuadros y dibujos durante el tiempo que vivió conmigo. No había siquiera incluido en segundo plano las figuras de madre e hija que había visto en algunos de sus paisajes previos, como el que Robert había pintado en la costa de Maine durante nuestro seminario. Su reaparición aquella noche surtió un extraño efecto en mí, un temor inquietante, como la sensación que experimentas cuando alguien entra con demasiado sigilo en una habitación y se coloca a tus espaldas. Dije para mis adentros que Robert no me daba miedo, pero si no era eso, entonces ¿de qué tenía miedo?

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