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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (58 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Leí la reseña biográfica varias veces para asegurarme de que no se me había escapado nada. Quizá no se supiese gran cosa de Béatrice de Clerval, o quizá su retirada del mundo artístico y su reclusión en el hogar había aburrido a todos los historiadores de arte. Por lo visto, tras su retirada vivió durante décadas sin hacer nada digno de mención, hasta que murió. En los años ochenta se celebró una retrospectiva de su obra en un museo parisino cuyo nombre no reconocí, es probable que pidiesen prestados los cuadros a colecciones privadas, que los colgaran y los volvieran a retirar antes incluso de que yo solicitase una plaza universitaria. Miré de nuevo su retrato. Ahí estaba su sonrisa melancólica, el hoyuelo de su mejilla izquierda cerca de la boca. Sus ojos seguían los míos incluso desde la página satinada.

Cuando ya no lo pude soportar más, cerré el libro y lo devolví al montón. Acto seguido lo cogí otra vez, y anoté el título y el autor, la información de la publicación y algunos de los datos que contenía sobre Clerval, lo coloqué cuidadosamente en su sitio y escondí mis apuntes en el escritorio. Me fui a nuestra habitación, hice la cama y me tumbé en ella. Al cabo de un rato, me fui a la cocina y también la ordené, y me hice la comida con lo que encontré en los armarios. Hacía mucho tiempo que no cocinaba algo de verdad. Amaba a Robert, y me ocuparía de que recibiese el mejor tratamiento posible, los mejores cuidados para ayudarle a mejorar; me había comentado que todavía tenía seguro médico. Cuando volvió a casa, parecía contento y comimos juntos a la luz de las velas e hicimos el amor sobre la alfombra del salón (no pareció darse cuenta de que yo había ordenado el sofá), y él me hizo una foto envuelta en una manta. No dije nada del libro ni los retratos.

Aquella semana las cosas fueron un poco mejor, al menos aparentemente, hasta que Robert me anunció que se iba de nuevo a Greenhill. Me dijo que tenía que ir a ver al abogado con Kate y arreglar algunas cuestiones económicas; estaría fuera una semana. Me llevé un chasco, pero pensé que ir solucionando esos temas quizá fuese lo mejor para su estado de ánimo, así que simplemente le di un beso de despedida y lo dejé marchar. Se iba en avión; su vuelo salió mientras yo estaba dando clase y no pude llevarlo en coche al aeropuerto. Estuvo fuera tan sólo una semana, apareció una noche muy cansado y despidiendo un olor extraño, como a viaje, un olor a sucio pero también exótico en cierto modo. Se pasó dos días durmiendo.

Al tercer día, salió del apartamento para hacer unos recados y yo registré todas sus cosas, sin pudor (o, mejor dicho, con pudor pero decidida a saber más). Robert aún no había deshecho su maleta y en ella encontré recibos en francés, en algunos ponía «París», de un hotel, de restaurantes, del Aeropuerto De Gaulle… En uno de los bolsillos de su chaqueta había un billete de avión arrugado de Air France, además de su pasaporte, que nunca había visto con anterioridad. La mayoría de las personas salen horribles en las fotos de los pasaportes; Robert estaba guapísimo. Entre su ropa encontré un paquete envuelto en papel marrón y en su interior un fajo de cartas atadas con una cinta, cartas muy antiguas, aparentemente en francés. Jamás las había visto. Me pregunté si tendrían quizás algo que ver con su madre, si serían viejas cartas de la familia o las habría obtenido en Francia. Cuando vi la firma en la primera de ellas, me quedé petrificada durante un rato angustioso y luego las volví a cerrar y metí el paquete de nuevo en su equipaje.

Y a continuación tuve que decidir lo que le diría a Robert. «¿Por qué has ido a Francia?» Esa pregunta era sólo ligeramente menos importante que: «¿Por qué no me dijiste que te ibas a Francia? o ¿Por qué no me llevaste contigo?» Pero no me atreví a preguntarlo; habría herido mi orgullo, que a esas alturas estaba ya muy dolorido, como habría dicho Muzzy. En lugar de eso nos peleamos, o me peleé con él, la tomé con él por un cuadro, un bodegón en el que habíamos trabajado los dos, y lo eché de casa, aunque él se fue sin rechistar demasiado. Me desahogué con mi hermana, juré no volverlo a dejar entrar si aparecía de nuevo, intenté olvidarlo, y ahí termina la historia. Pero me preocupé al ver que no se ponía en contacto conmigo para nada. Durante mucho tiempo no supe que al salir de mi casa se había ido a la Galería Nacional (o sólo meses después) y había intentado atacar un cuadro. No era propio de él. En absoluto.

79

Marlow

Mary y yo nos volvimos a ver en mi hotel para desayunar, nos encontramos en el restaurante medio vacío. El desayuno fue más silencioso que la cena de la noche anterior; el rubor de su excitación inicial había desaparecido y de nuevo reparé en esas ojeras moradas, nieve sombreada bajo sus ojos. Esta mañana su mirada en sí parecía sombría, nublada. Tenía varias pecas en la nariz que yo no había detectado hasta ahora, diminutas manchas; era completamente distinta a la de Kate.

—¿Ha pasado mala noche? —le pregunté, a riesgo de ganarme una de sus miradas fulminantes.

—Sí —contestó—. Me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que le he contado sobre Robert, muchas de ellas íntimas, y me lo imaginaba a usted ahí sentado en su habitación dándole vueltas a todo.

—¿Cómo sabe que le he estado dando vueltas? —Le pasé un plato con tostadas.

—Es lo que habría hecho yo —se limitó a decir.

—Pues sí, pienso en esto constantemente. Es admirable que me haya dejado usted saber tantas cosas de él; lo que ha hecho me ayudará más que cualquier otra cosa a ayudar a Robert. —Hice una pausa, tanteando su reacción mientras ella dejaba enfriar su tostada—. Ya entiendo por qué lo esperó tanto tiempo cuando no estaba disponible.

—Cuando era inalcanzable —me corrigió.

—Y por qué lo ama.

—Lo amaba, no lo amo.

No había contado con estas respuestas y me concentré en mis huevos benedict para no tener que mirarla a los ojos. De hecho, estuvimos básicamente en silencio hasta que acabamos el desayuno, pero al cabo de un rato el silencio se me hizo agradable.

En el Met, ella se quedó contemplando el Retrato de Béatrice de Clerval, 1879, la imagen con la que había topado por vez primera en un libro que Robert había dejado junto a su sofá.

—¿Sabe qué? Yo creo que Robert vino aquí de nuevo y la volvió a ver —comentó ella.

Observé el perfil de Mary; recordé de súbito que era la segunda vez que estábamos juntos en un museo.

—¿Eso cree?

—Bueno, tal como le mandé por escrito, durante el tiempo que vivió conmigo viajó a Nueva York al menos en una ocasión, y volvió curiosamente agitado.

—Mary, ¿quiere ir a ver a Robert? Cuando volvamos a Washington, podría acompañarla. El lunes, si le va bien. —No había sido mi intención decirlo tan de sopetón.

—¿Lo dice porque quiere que yo le interrogue para proporcionarle a usted más información? —Estaba erguida y rígida, examinando una vez más el rostro de Béatrice sin mirarme.

Di un respingo.

—No, no… yo no le pediría eso. Usted ya me ha ayudado a verlo con otros ojos. Nada más lo decía porque no es mi intención impedirle verlo, si es lo que necesita.

Ella se giró. Entonces se acercó a mí, como en busca de protección, con Béatrice de Clerval de testigo; es más, de repente unió su mano a la mía.

—No —dijo—. No quiero verlo. Gracias. —Retiró la mano y se fue a dar una vuelta para ver las bailarinas de Degas y sus desnudos secándose con enormes toallas. Al cabo de unos minutos regresó—. ¿Nos vamos?

Fuera, hacía un día de verano soleado y agradable, más cálido que caluroso. Compré dos perritos calientes con mostaza en uno de los puestos que había en la calle. («¿Cómo sabe que no soy vegetariana?», me dijo Mary, aunque ya habíamos comido juntos un par veces más.) Dimos un paseo por Central Park y comimos en un banco, limpiándonos las manos con servilletas de papel. De repente Mary limpió mis manos de mostaza además de las suyas, y pensé que habría sido una madre fantástica, aunque lógicamente no lo dije. Extendí los dedos.

—Mi mano parece mucho más envejecida que la suya, ¿verdad?

—¡Claro! Es que está un poco más envejecida que la mía. Si nació usted en 1947, la diferencia es de veinte años.

—Prefiero no preguntarle cómo ha averiguado eso.

—No hay ninguna necesidad, Sherlock.

Me la quedé mirando. La sombra de los robles y las hayas moteaba su cara y su blusa blanca de manga corta, la delicada piel de su cuello.

—¡Qué guapa es!

—No me diga eso, por favor —repuso ella, bajando los ojos a su regazo.

—Ha sido sólo un cumplido, respetuoso. Es usted como un cuadro.

—Eso es absurdo. —Estrujó las servilletas y las encestó en una papelera que había cerca de nuestro banco—. En realidad, ninguna mujer quiere ser como un cuadro. —Pero cuando se volvió a mí, nuestras miradas se encontraron mientras de fondo retumbaba el extraño eco de lo que cada uno de nosotros acababa de decir. Ella apartó la vista primero—. ¿Ha estado casado alguna vez?

—No.

—¿Por qué no?

—¡Oh! La carrera de medicina fue larga y luego no encontré a la persona adecuada.

Mary cruzó las piernas enfundadas en sus tejanos.

—¡Ya! ¿Se ha enamorado alguna vez?

—Varias veces.

—¿Últimamente?

—No. —Me puse a pensar—. Quizá sí. Casi sí.

Mary enarcó las cejas hasta que desaparecieron debajo de su corto flequillo.

—Decídase.

—Lo estoy intentando —repliqué con la máxima serenidad que pude. Era como hablar con un ciervo salvaje, con algún animal que podía levantarse de un salto y echar a correr. Alargué un brazo sobre el respaldo del banco sin tocarla y miré hacia el parque, hacia los recodos de los senderos de gravilla, las rocas, los montículos verdes bajo árboles majestuosos, la gente que paseaba e iba en bici por un camino próximo. Su beso me cogió desprevenido; al principio sólo me pareció que su cara estaba demasiado cerca. Me besó con suavidad, titubeante. Yo me incorporé lentamente, puse las manos en sus sienes y le devolví el beso, también con suavidad, con cuidado de no asustarla más; el corazón me latía con fuerza. Mi viejo corazón.

Supe que al cabo de un minuto Mary se apartaría, que entonces se apoyaría en mí y empezaría a sollozar sin emitir sonido alguno, que yo la abrazaría hasta que acabase, que pronto nos despediríamos con un beso más apasionado para hacer el viaje a casa por separado, y que ella diría entonces algo como: «Lo siento, Andrew, no estoy preparada para esto». Pero yo contaba con la ventaja, de que en mi profesión había aprendido a esperar, y ya había entendido unas cuantas cosas de Mary: que le encantaba irse a pasar el día a Virginia para pintar, como a mí; que necesitaba comer cada pocas horas, y quería sentir que era ella quien tomaba sus decisiones. «Señorita –le dije, pero para mis adentros–, me he dado cuenta de que tiene usted el corazón roto. Permítame que se lo cure.»

80

1879

Ella no puede dejar de pensar en su propio cuerpo. Seguramente, debería pensar un poco en el de Olivier, que ha vivido tantas cosas interesantes. En lugar de eso, reflexiona sobre la picadura de mosquito que tiene en el dorso de la muñeca derecha, se rasca, se la enseña a él con camaradería mientras pintan en la playa la mañana del segundo día. Contemplan juntos el blanco antebrazo, allí donde ella se ha arremangado el blusón de lino. Su muñeca, con ese diminuto cerco rojo, la mano estilizada y sus anillos… ella misma los observa con deseo, como debe de hacer él. Están en la playa pintando frente a sus caballetes; ella ha dejado sus pinceles, pero Olivier sigue sujetando uno pequeño mojado en pintura azul oscura.

Se quedan mirando el recodo de su brazo, y entonces ella lo levanta lentamente hacia él, hacia su rostro. Cuando está tan cerca que él no puede malinterpretar sus intenciones, Olivier hunde los labios en la piel. Ella se estremece, más por la escena que por la sensación. Él le baja suavemente el brazo y sus miradas se encuentran. A ella no se le ocurre ninguna palabra adecuada para esta situación. El rostro de Olivier, enrojecido por la emoción o por la brisa del Canal, contrasta con su pelo blanco. ¿Estará abochornado? Es una pregunta que ella podría plantearle en un momento de intimidad que aún no se permite a sí misma visualizar.

81

Marlow

Después de mis conversaciones con Mary y estando de nuevo en Goldengrove probé el experimento de quedarme durante una hora en silencio con Robert en su habitación; me llevé un cuaderno de dibujo y me senté en mi sillón para dibujarlo a él mientras, sentado, dibujaba a Béatrice de Clerval. Tenía ganas de decirle que sabía quién era ella, pero, como de costumbre, la prudencia me lo impidió; al fin y al cabo, quizá necesitase averiguar más cosas sobre ella antes de hacer eso, o sobre él. Tras una primera mirada de fastidio por mi presencia y una segunda mirada hostil que me dio a entender que Robert había detectado que él era el protagonista de mi dibujo, me ignoró, pero, a menos que fueran imaginaciones mías, se coló en la habitación una ligera sensación de camaradería. No había más sonido que el rasguño de nuestros respectivos lápices, y era relajante.

El paréntesis para dibujar que había hecho a media mañana le dio al día una especie de armonía que raras veces experimento en Goldengrove. El perfil de Robert era muy interesante; y el hecho de que no manifestase ira ni se levantara y se apartara, o de que no perturbase de cualquier otra manera mi concentración, me alegró y sorprendió bastante. Cabía la posibilidad de que se hubiese retraído más aún y simplemente prescindiera de mí, pero tuve la sensación de que de verdad aceptaba mi gesto. Concluido mi intento, guardé el lápiz en el bolsillo de mi chaqueta y arranqué el dibujo de mi cuaderno, dejándolo en silencio sobre su cama. Estaba bastante bien, pensé, aunque naturalmente carecía de la genial expresividad de sus retratos. Robert no levantó la vista cuando me fui, pero cuando eché un vistazo un par de días más tarde, vi que había colgado mi regalo con cinta adhesiva en su galería, si bien no en un lugar destacado.

Como si se hubiese enterado de un modo o de otro de la hora que había pasado con Robert, Mary telefoneó aquella misma noche.

—Quiero preguntarte algo.

—Lo que sea. Es lo justo.

—Quiero leer las cartas. Las de Béatrice y Olivier.

Vacilé tan sólo un instante.

—Por supuesto. Te haré una copia de las traducciones que tengo por ahora, y del resto a medida que las vaya recibiendo.

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