El reino de las sombras (19 page)

Read El reino de las sombras Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El reino de las sombras
13.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dispones de autorización. Y deseas entrar al palacio por mi puerta.

—Sí.

Me estudió unos segundos.

—No.

Jety se colocó frente a la ventana.

—Él es jefe detective medjay. Yo soy ayudante de Mahu, jefe de policía. Deja de hacer preguntas estúpidas y déjanos entrar.

El portero dejó caer poco a poco sus enormes cejas y, resoplando una vez más con dificultad, pasó la autorización entre los barrotes. Tomé los papeles de su mano sudorosa y atravesé rápidamente la puerta que acababa de abrir.

Subimos unos escalones muy anchos y llegamos al amplio patio de la cocina. Había grupos de patos apiñados sobre la arena y también varias pilas de verduras en las esquinas. Recorrimos la cocina, dejamos atrás a hombres que cortaban carne sobre una mesa o vigilaban enormes cacerolas que hervían sobre el fuego, y llegamos a un silencioso salón comedor de altos techos preparado con mesas y otros muebles. Impulsados por una confianza que debíamos hacer visible pero que no sentíamos en nuestro interior, atravesamos una puerta doble y alcanzamos el amplio vestíbulo con las torres centrales. La brillante luz del sol pintaba grandes franjas en el suelo pulido. Eran muchas las puertas que, desde allí, llevaban a habitaciones más pequeñas. El poder de aquel lugar otorgaba al silencio mayor solemnidad. Habíamos pasado de los patos en el patio de la cocina a los suelos pulidos del vestíbulo de autoridades en apenas unos segundos; así de juntas estaban las cosas en ese palacio.

De repente, al otro lado de una puerta cerrada, oí la voz de Ajnatón, que parecía enojado. Escuché también una segunda voz, poderosa pero tranquila, como la de un adulto que pretendiese calmar a un niño, a pesar del sutil tono amenazador. Conocía aquella voz, pero no pude asociarla a un rostro. Nos acercamos para ver si podíamos oír lo que decían. De nuevo sonó la voz de Ajnatón, insistente, exigente, inflexible; parecía como si la otra persona hubiese pedido algo imposible, o algo que Ajnatón no quería o no podía consentir. Oí algunas palabras inconexas: «cuestionando mi autoridad… humillación pública», después otra que no entendí, ¿«debilidad», tal vez? Después: «los informes de inteligencia indican… oportunidad que necesitábamos para acallar ahora», seguido de un tenso silencio, como si la conversación transcurriese a partir de ese momento entre susurros. Finalmente, escuchamos el ruido de una puerta que se cerraba con violencia.

Jety me miró. Él también había captado esos fragmentos de diálogo. Tras unos segundos de silencio absoluto, se abrió la puerta y apareció la distinguida figura de Ramose, vestido con imponente elegancia. Se alejó de allí muy rápido, obviamente enfadado.

De repente, nos encontramos rodeados. Surgieron guardias de detrás de las columnas y nos tiraron al suelo en una demostración de celo excesivo, mientras gritaban que no nos moviésemos. Oí cómo se detenían los pasos, se volvían y se nos acercaban. Ramose se detuvo frente a mi cara, presionada en ese momento contra el frío suelo de piedra. Se marcaban las venas azules en sus alargados pies, ataviados con sandalias doradas de cuero.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo habéis superado las barreras de seguridad? Dejad que se levanten.

Los guardias dieron un paso atrás al unísono. Me puse en pie y me sacudí la ropa.

—No fue difícil. Ya mencioné en otra ocasión que la seguridad aquí me parecía insuficiente.

Su expresión se hizo tormentosa. Había algo en aquel hombre que me impulsaba a irritarlo, a pesar de saber que no era más que un absurdo impulso.

—No es el mejor consejo que podría dar un hombre que desapareció en una cacería de patos.

Entonces se oyó otra voz. Ligera y diáfana.

—Por favor, trata de descubrir cómo ha sido posible que este hombre entrase aquí. ¿Qué está pasando aquí? Vamos —me dijo Ajnatón dirigiéndose a mí y obviando a los demás, incluido Ramose, que seguía pareciendo furioso.

Entramos en una estancia privada, y las puertas se cerraron con cuidado a nuestras espaldas. Ajnatón se volvió al instante hacia mí.

—El silencio y la falta de progresos ha sido tal que di por supuesto que habías muerto.

Me miró a los ojos. Después me hizo un gesto para que le siguiese a través de una arcada que llevaba al jardín amurallado. Descendimos un poco por el sendero hasta una distancia prudencial del edificio.

—El palacio fue construido para protegerme, pero también está pensado para escucharlo todo. Se captan incluso los más leves cambios de aire, que a veces parecen llegar de todas partes. También me han dicho que hay una diminuta abertura en el muro, tan pequeña que es invisible, pero tan útil que permite escuchar cualquier palabra o información. Las palabras son muy poderosas, pero también entrañan mucho peligro.

Nos sentamos el uno frente al otro en dos sillas de madera, nuestras rodillas casi se tocaban. El calor era sofocante. Empecé a sudar copiosamente. Él, por el contrario, parecía sentirse tan a gusto como un lagarto.

Le informé de la identidad de la chica muerta. Destaqué que la identificación era un descubrimiento relevante que conllevaba ciertas implicaciones significativas, y algunas de ellas parecían indicar que la reina no había muerto. Ante estas palabras, el rey apenas reaccionó, se limitó a asentir levemente. Le describí el horror de la muerte de Tjenry, lo ocurrido en la cacería y el intento de acabar con mi vida, pero evité en todo momento nombrar a Mahu directamente. Dejé que fuese él quien llegase a la conclusión adecuada. Lo que sí hice fue dejar claro que había gente en la ciudad que quería verme muerto. De repente, pareció acuciado por una preocupación desmedida.

—Los días pasan como el agua que se escurre entre los dedos, y vienes a sentarte frente a mí para no contarme nada. Lo único que has conseguido es crearte enemigos. Pero no eres capaz de darme certeza alguna respecto al paradero de la reina o de la identidad de sus captores.

Dejé que se tranquilizase durante unos segundos, después dije:

—Ahora estoy más cerca de resolver el misterio que antes. Pero necesito más permisos y, con ellos, ciertas protecciones.

—¿A qué te refieres?

—Me gustaría hacer algunas preguntas a la reina madre. Y a tus hijas.

—¿Por qué? ¿Acaso crees que mi propia madre ha raptado a mi esposa?

Insistí en mi argumentación. Era lo único que podía hacer.

—Tengo que hablar con todo aquel que sepa algo o que pueda haber visto algo a lo que tal vez no dieron importancia. Estoy intentando hallar rastros de nuestro misterio en el polvo del pasado. Todas las pistas son vitales.

Reflexionó durante un momento. Cuando llegó a una conclusión, dijo:

—Voy a acceder. Pero recuerda lo que prometí. Si fallas, tú y tu familia sufriréis las consecuencias. Es la última vez que te lo digo: el tiempo corre.

Me libré de responder gracias al leve sonido de unos pasos que, acompañados por un bastón, se aproximaban. En lo alto del sendero apareció un joven. Era la viva imagen de Ajnatón, tanto en lo que se refería a su carismático y anguloso rostro, como al delgado cuerpo y al exquisito bastón que llevaba bajo el brazo. Posó su mirada en mí. Sentí un ligero escalofrío. Parecía un alma vieja encerrada en el cuerpo retorcido de un niño.

Ajnatón asintió fríamente en dirección al niño, que nos miró y después dio media vuelta para alejarse con movimientos confiados y elegantes que implicaban o bien poco tiempo de vida o bien todo el tiempo del mundo. Escuché la cadencia del crujido de sus pasos a medida que se alejaba y el eco de los mismos al entrar en la primera sala. Ajnatón no hizo comentario alguno sobre aquella extraña aparición.

—Te daré los permisos —reiteró—. Verás a la reina madre y a mis hijas esta tarde. Y voy a hacerte una sugerencia. —Esperé—. He logrado muchas alianzas y muchas amistades, pero inevitablemente también tengo muchos enemigos. Puedes imaginar de quiénes se trata. Sacerdotes desafectos de los cultos superfluos. Las viejas familias de Karnak. Nobles de Tebas cuyas corruptas fortunas están ahora destinadas a la grandiosa visión que esta ciudad representa. Y si yo tengo todos estos enemigos, imagina cuántos deben de odiar a la reina. Un hombre poderoso que rige el destino del mundo es una cosa; una mujer poderosa es otra. Y ahora tengo que ponerme en marcha. Me gustaría acudir a la presentación de Meryra en el Gran Templo. Para ver hasta qué punto hemos avanzado hacia la verdad. Él es el más fiel de los sirvientes y el único sacerdote, aparte de nosotros, al que se le ha concedido el honor de interceder entre el mundo y el dios. Todos seremos testigos de ese honor.

Sentí que mi corazón se detenía. Le acompañé de vuelta al interior de palacio, y vi que Parennefer nos estaba esperando. El encantador, locuaz y poderoso Parennefer. Se inclinó ante Ajnatón, que le pidió que me acompañase a la presentación y se después desapareció sin despedirse. Permanecimos con las cabezas inclinadas respetuosamente durante un rato.

—Bien —dijo Parennefer lacónicamente—. He oído decir que vas a estar muy ocupado.

21

Parennefer nos llevó a Jety y a mí de vuelta al patio principal, donde esperamos que la procesión real se uniese y se organizase. Los últimos sirvientes y funcionarios se apresuraron a ocupar sus lugares, los guardias tomaron posiciones y entonces, con el retumbar de los tambores y el sonido de las trompetas, el grupo al completo recorrió el patio y ascendió la escalera hacia la Ventana de las Comparecencias, entre el palacio y el Gran Templo. En la calle de abajo, una gran multitud esperaba bajo el sol abrasador. Ajnatón, ataviado ahora con una impresionante faja bordada con cabezas de cobra y con flecos de colores, entregó collares y bandejas con anillos a los miembros y a los dignatarios menores de su séquito. Junto a él iba una joven vestida del mismo modo.

—Esa es Meretatón, la mayor de las princesas. Hoy ocupa el lugar de su madre. —Parennefer asintió condescendiente.

Desde el otro lado de la ventana, la comparecencia de Ajnatón debía de parecer potente, audaz y segura. Desde donde yo me encontraba, pude ver lo duro que resultaba para él, físicamente, dar esa impresión. Para aparecer de ese modo tenía que subirse encima de una especie de palanquín, invisible desde abajo para la multitud. A su alrededor se congregaba, a la discreta sombra del puente, un friso de rostros, un muestrario del imperio. Todos estaban absortos en el desarrollo de la ceremonia pero también se miraban entre sí continuamente, como si lo examinasen y lo juzgasen todo, incluido el lugar que ocupaban en dicha ceremonia. Los que se encontraban en los extremos miraban discretamente por encima de los hombros de aquellos que estaban más cerca del centro de la actividad, como si atisbasen una gloriosa luz, por lo que sus caras estaban iluminadas por un visible rastro de envidia y expectación. ¡Y menudas caras las suyas! No eran simples hombres de Tebas o de Menfis, sino los hermosos y poderosos rostros de la realeza nubia, arzawitas e hititas. También había príncipes asirios y diplomáticos babilonios.

Parennefer me dio un codazo y susurró algo a mi oído.

—Te habrás fijado en lo complejo que es el mundo en nuestros días. Todo está conectado. Nuestras ciudades crecen de un modo espectacular. Y con los nuevos programas de construcción y el flujo de trabajadores extranjeros, el reino se ha convertido en un monstruo hambriento con un creciente apetito que debe ser saciado. Lo devora… todo.

Asentí como si estuviese de acuerdo, pero él prosiguió:

—Tenemos el Gran Río, pero sin él, ¿qué otra cosa seríamos sino arena llevada por el viento? No podemos comer sobre la arena. No, si queremos nuestras finas telas de lino y nuestro incienso, así como los tablones de madera para nuestros suelos y nuestros festivales, o nuestras baratijas de Punt, o nuestro oro de las remotas minas de Nubia. Tenemos que pactar y redactar condiciones por todo el mundo. Mira, incluso aquí, esos hombres… una delegación de comerciantes y tratantes de Alshiyan, creo. Su pequeña isla resulta vital para el suministro de cobre y madera. Y, por descontado, todos envían a sus hijas para convertirlas en novias y a sus hijos como muestra de lealtad para que sean educados aquí. ¡Y deberían sentirse afortunados! Sí, los separan de su mundo cuando son jóvenes, pero solo hay que ver qué fabuloso nuevo mundo se abre ante ellos. May gente que se dedica al cuidado de los niños en palacio. Se habla un montón de lenguas, pero al ser tan pequeños aprenden muy rápido nuestro idioma y al poco pueden hablar entre sí con bastante fluidez. El mejor amigo de mi hijo es kushita. Imagina.

Su monólogo cesó durante un momento. Antes de que iniciase una nueva línea de argumentación, no pude evitar preguntarle:

—¿Y qué damos nosotros a esta gente a cambio de las riquezas de sus tierras?

Me miró con incredulidad.

—Bueno, resulta obvio, ¿no te parece? Estatus y seguridad. Por supuesto, necesitan oro para poder apuntalar su poder, un ejército y asegurarles nuestra intervención en caso de ser necesario. Pero lo que más necesitan es destacar entre su gente reflejando nuestra gloria. A ellos les corresponde servirnos del modo adecuado. No morderían la mano que les da de comer. Por ejemplo, cuando hay un problema entre terratenientes en, digamos, Palestina, Megiddo, Taanach o Gath, y les da por sublevarse e iniciar alguna estúpida disputa, eso crea un problema en las rutas de comercio. Tenemos un problema económico. ¿Y cómo lidiaríamos con eso?

Me encogí de hombros, anonadado por su ingenuidad.

—¡Dejando que la gente de allí acarree con sus problemas! Les decimos que tienen que mantener sus casas en orden, que tienen que unirse para solucionar los problemas. ¡O lo que sea! Y lo hacen, porque saben que si no cumplen… ¡no habrá más oro! ¡Y se acabarían las relaciones internacionales! ¡Nada de invitaciones a la Gran Casa! A veces se quejan o suplican pidiendo ayuda, últimamente con desesperación, pero a menudo se trata de pequeños problemas locales y no debemos interferir. Ahora bien, hay excepciones, ¡y a esos pueblos podemos denominarlos enemigos! A esos no podemos dejarlos de lado. No. A ellos les mostramos nuestra cara más amarga, y los matamos en gran número. —Soltó una risotada, encantado de su humor negro.

La multitud empezó a lanzar exclamaciones elogiosas, y el séquito se puso en pie. Ajnatón fue ayudado por manos que todo el mundo fingía invisibles y la procesión se puso en marcha y cruzó el puente camino del Gran Templo.

—Vamos —dijo Parennefer—. Es la hora del espectáculo.

Other books

Mummy's Little Helper by Casey Watson
Secret Keeper by Mitali Perkins
Exile by Nikki McCormack
His Forever Valentine by Kit Morgan
Half a Crown by Walton, Jo
Mated by Night by Taiden, Milly