El reino de las sombras (20 page)

Read El reino de las sombras Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El reino de las sombras
12.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y menudo espectáculo. Al llegar al extremo del puente cercado alcanzamos una amplia escalinata que descendía hasta el patio principal del templo. Desde allí la panorámica era magnífica. Miles y miles de personas esperaban la aparición del rey; repetían una y otra vez las oraciones a él dedicadas. Delegaciones tanto nacionales como extranjeras aguardaban para unirse a la procesión; todo el mundo se empujaba y se movía para conservar o mejorar su posición sin por ello perder la dignidad. A pesar de todo, ver todos aquellos representantes del poder reunidos en un mismo lugar no suponía una visión edificante. Me sorprendí sintiendo el irrefrenable impulso de alejarme de allí lo antes posible.

El patio a cielo abierto era muy grande, al menos unas veinte veces más grande que el tamaño de los patios del templo de Karnak. En primer lugar pasó un grupo rodeado por los guardias del templo. Después iban los abanderados que representaban a todos los pueblos del imperio: un nubio con plumas en el pelo, un barbado hitita portando una lanza, un libanes con el tradicional cabello corto y los largos mechones a los lados, y otros más acarreando insignias: barras de papiro coronadas por placas cuadradas, o un modelo de barca sagrada, con sus cintas y sus plumas al viento como si flotase en el aire. En el centro de todo ese despliegue se encontraba Ajnatón, en lo alto de un palanquín, rodeado de mozos y sirvientes que iban a pie, a su lado. Había presenciado ceremonias más reducidas en Tebas, en las que el viejo antagonismo entre los sacerdotes y la autoridad real quedaba bien patente. Aquí no era así. Ajnatón parecía tener bajo control hasta el último detalle. Después de todo, se había proclamado a sí mismo la encarnación del dios. Ahora iba a demostrarlo.

Atravesamos un gran patio, bajo el ardiente ojo del sol; después las profundas sombras de una de las torres, y de nuevo salimos a la luz, entre estandartes, de otro patio de semejantes dimensiones, parecido a un campo de celebraciones, con un gran altar y mesas con ofrendas en el centro. Allí esperaban varios centenares de personas formando ordenadas hileras; en el centro de la primera hilera se encontraba Meryra, rodeado por los miembros de su corte, familiares y amigos. Vestía una larga toga blanca y una faja muy vistosa, cuyo extremo mantenía tenso un sirviente arrodillado. A su espalda se encontraba su séquito personal. Hileras de funcionarios que portaban papiros enrollados y plumas de junco; eran escribas dispuestos a transcribir las proclamas y los discursos. Los agentes medjay estaban dispuestos tras ellos, con sus bastones. Cada una de esas personas tenía a su lado un sirviente con una sombrilla para protegerlas del sol abrasador.

—He oído decir que no todo es amor y buenas intenciones entre Meryra y Ramose —le dije a Parennefer.

—Bueno, te habrás dado cuenta de que Ramose no está aquí. Para él, esto es poco menos que una ofensa pública. La gente dice que Meryra ha sido ascendido, precisamente, para equilibrar el poder de Ramose. Están en desacuerdo en cuestiones fundamentales.

—¿Qué cuestiones?

—Control financiero. Política exterior. Y, bajo de todo eso, está la cuestión de la lucha por la dirección que tiene que tomar el Gran Estado.

—Continúa.

—Por ahora, no. Más tarde. Observa.

El palanquín de Ajnatón se detuvo y lo colocaron sobre unos soportes ante el altar. Se produjo un silencio total e inmediato. Incluso las golondrinas detuvieron el vuelo. Ajnatón y Meretatón subieron al altar elevado. El alzó las manos hacia el sol, sosteniendo un cuenco de algo… de luz, por lo visto, pues el metal brillaba como si contuviese el alimento de la creación para que Atón mismo lo probase. Todos los presentes repitieron el gesto. Miles de manos se alzaron para recibir los dones de la luz. La tierra de la luz. «¡Luz, luz, luz!», gritaban.

Detesto los gritos y la uniformidad estúpida, pero no tuve más remedio que maravillarme de la habilidad de Ajnatón. Había sacado la figura del dios de la oscuridad y el misterio y la había presentado a plena luz del día, a la vista de todos. No se trataba ya de algo oculto en un oscuro santuario, accesible tan solo gracias a la intercesión de los sacerdotes, sino de un dios sobrecogedor hecho de luz y calor, el primer fuego, sin el cual no podía haber ni vida ni mundo ni canciones ni cosechas… nada. Alcé mis manos como los demás, a regañadientes y sin componer, eso esperaba, el estúpido gesto de devoción que observé con desdén en el rostro de los que me rodeaban. Sin embargo, debo confesar que casi sentí un escalofrío de fe. Había allí algo que pude ver y sentir, algo que iba más allá de la fe en la autoridad de la tradición. Durante un momento, sentí como si yo también formase parte de esa gran historia, de esa ilimitada maravilla del dios y la palabra, el ser divino que nos dio la vida a todos.

Pero no me dejé llevar. Después de todo, ese gran ser, fuente de luz y de vida, no necesitaba en absoluto de mi adoración. Y yo había sido testigo de los trabajos más oscuros de ese dios, aquellos de los que no se habla en canciones ni oraciones ni poemas. Y, aun a riesgo de caer en la herejía, tampoco necesitaba que ninguno de esos otros hombres lo adorase, alzando las manos hacia el cielo siguiendo las creencias de su religión, porque si ellos llevaban a cabo esos ritos era porque los creían imprescindibles para su supervivencia. No. La persona que realmente necesita el ritual, que lo siente, es la anomalía alojada en el centro de la ceremonia, el único que se retuerce de dolor.

Permanecimos un buen rato bajo el demoledor sol de mediodía como si hubiésemos perdido el juicio. Finalmente, Ajnatón bajó el cuenco y, de repente, empezó la acción. Los portadores de las sombrillas y los abanicos se adelantaron, y los sacerdotes hicieron avanzar a un buey, con la cornamenta decorada con plumas de colores y una guirnalda trenzada alrededor del cuello. Los sacerdotes ofrecieron la plegaria y, entonces, uno de ellos sacó un cuchillo. La tranquila bestia no tenía ni la más remota idea de lo que iba a suceder. El sacerdote alzó el cuchillo, que centelleó bajo la luz del sol, y después lo bajó de golpe, rajando el blanco y fuerte cuello de la bestia. Una cascada de sangre carmesí se derramó sobre las calientes piedras vertiéndose también dentro del cuenco de ofrendas. La expresión del animal denotaba más nerviosismo que desolación. Pero entonces, con una inclinación y un suspiro de dolor, resbaló sobre su propia sangre y los pétalos de las flores, le fallaron las patas, y cayó al suelo. Sin perder un segundo, los demás sacerdotes se pusieron manos a la obra. Lo que había sido un ser vivo hasta hacía un momento, fue desmembrado y cortado en partes que llevaron hasta las mesas votivas. Sangre y flores, los placeres del dios. Pensé en Tjenry y en sus restos mutilados.

Empezaron la música y los bailes. Las bailarinas iban y venían cubiertas con velos y vestidas con togas de lino, agitando sus sistros y sus pechos, mientras un grupo de cantantes ciegos y un arpista, con las caras vueltas en dirección opuesta a la del señor, pateaban el suelo para marcar el ritmo. Las caras de hombres viejos y calvos, con grandes panzas, reflejaban el trance al que les llevaba el poder de la música. A mis oídos, esos venerables caballeros sonaban más bien como un grupo de perros voluntariosos pero desafinados.

Entonces, Meryra se adelantó, custodiado por tres subordinados y tres sacerdotes; lentamente ascendió los escalones y se arrodilló con los brazos todavía en alto a modo de saludo al sol, con sus collares centelleando, a los pies de Ajnatón. Este se inclinó hacia él y le colocó otro collar alrededor del cuello, más delicado y largo que los demás. Meryra siguió en aquella postura mientras Ajnatón hablaba.

—Yo, Señor de las dos Tierras, entrego al condestable de la Tesorería, el sumo sacerdote de Atón en el Templo de Ajtatón, oro para su cuello y para sus pies por su obediencia a la Casa del Rey. Yo, que vivo en la Verdad, Señor de las dos Tierras, digo: te nombro, Meryra, sumo sacerdote de Atón en el Templo de Atón en Ajtatón. Y digo: siervo mío que escuchas las enseñanzas, mi corazón se siente satisfecho contigo, disfruta de los dones del rey en el Templo de Atón.

Se hizo otro silencio. Finalmente, Meryra respondió:

—Vida, prosperidad y bienestar al gran hijo de Atón. Haz que perdure por siempre jamás. Abundantes son los dones que Atón tiene para dar, satisfaciendo a su corazón, oh Gran Atón, Señor del Orbe, Señor del Cielo, Señor de la Tierra, dentro del Templo de Atón en Ajtatón.

Hubo otros discursos, algunos más significativos que otros. A esas alturas, incluso Parennefer parecía aburrido y acalorado, a pesar de que, por lo visto, le encantaban esa clase de cosas. Como si hubiese leído mi mente, se inclinó sobre mí y susurró:

—Las ceremonias son la gloria de todas las civilizaciones, pero ¿acaso esta no va a acabar nunca?

Finalmente terminó. El calor era sofocante, y particularmente lo sufrían los viejos. Eché un vistazo hacia las hileras; la mayoría intentaba enjugarse el sudor de la frente con gestos subrepticios, o acomodándose en cualquier resquicio de sombra que encontraban. Algunos se balanceaban peligrosamente; otros se apoyaban en sus sirvientes. Y entonces sentí cómo se me erizaba el vello de la nuca. Un par de ojos color topacio me miraban desde las sombras, frente a mí. El pelo gris muy corto. El oro rodeando sus hombros. Mahu. Al verme, su expresión no varió en lo más mínimo.

Parennefer, el inteligente Parennefer, se percató de mi reacción. Inmediatamente supo la causa. Fingió acercarse a mi oído para realizar algún comentario sobre la ceremonia, pero en realidad susurró:

—¿Qué está pasando entre vosotros dos?

—Bueno, creo que él preferiría que yo no estuviese aquí, y que haría cualquier cosa por lograr que así fuese.

—Es un hombre poderoso, ya lo sabes. Es mejor no incomodarle.

—Creo que mi mera presencia aquí le incomoda.

Parennefer, el inteligente Parennefer, no tuvo ninguna réplica para eso.

La ceremonia concluyó, y Ajnatón y Meretatón volvieron a descender al patio del templo, pasaron bajo las torres y atravesaron el puente. Todo el mundo les siguió. El proceso fue muy lento. Mahu iba delante de mí, ocupando el puesto que le correspondía a la derecha de Ajnatón. Me fijé con atención en su cabello metálico, en sus poderosos hombros y en su espalda. Sabía que permanecía atento a todo lo que sucedía, su mirada se desplazaba sin descanso, de la multitud a los altos muros, vigilante. Me dio la impresión de que incluso se fijaba en mí, como si tuviera ojos en el cogote.

Ralentizamos el ritmo permitiendo que la multitud nos adelantase. Ya había gente dispuesta a limpiar las marcas del sacrificio, y también a allanar de nuevo la tierra del patio con la ayuda de un poco de agua, lo cual iba a resultar incómodo para los dignatarios que venían detrás.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Parennefer.

—Tengo que hacer algunas preguntas, antes del anochecer, a la reina madre y a la descendencia real.

—Oh, ¿en serio? —De repente, se sumió en un extraño silencio.

—¿Hay algo que quieras decirme?

—Nada. Oh… Tendrás que ser muy cuidadosa con ella. —Se inclinó hacia mí, dándole la espalda a la multitud, y susurró como un actor de comedia—: Es un mal bicho. —Sonrió, satisfecho de su valor por transgredir las normas de cortesía. Vi que Jety asentía, como si dijese: yo también se lo advertí—. Pero, obviamente, después de eso tendrás que asistir a la fiesta —añadió Parennefer.

El gesto atónito de mi cara fue la respuesta.

—La celebración en la villa de Meryra, claro. Solo van los que tienen invitación. Creí que te gustaría asistir.

Me parecía importante conocer a esa nueva autoridad, pero en primer lugar tenía que asearme y prepararme para el encuentro con la reina madre. Parennefer nos ofreció su propia casa, que estaba cerca, y yo acepté, contento de sentirme bajo su protectora influencia. Mahu había desaparecido, pero sentí como si pudiese ver a través de los muros. No tenía la menor intención de regresar a mi pequeña oficina.

Simplemente ver el baño merecía la visita. Una gran estancia cuadrada, con rejillas para la luz y hermosas cenefas geométricas de múltiples colores pintadas en la parte baja de las paredes, con escenas de ríos y pantanos y chicas medio desnudas en la parte alta. El suelo de piedra tenía canalizaciones incrustadas y también un agujero de drenaje. Nosotros estábamos de pie con los pies metidos en pilas mientras los sirvientes nos lanzaban agua con esencias por encima.

—¡Jamás, ni siquiera en mis sueños más desaforados, imaginé que me ducharía en un lugar como este! —dijo Jety.

Yo no tenía ganas de hablar. Me fijé en un mosaico reflectante que colgaba de la pared, por encima de la pila, y me afeité usando una cuchilla de bronce, con el mango en forma de mujer, una mujer desnuda y muy voluptuosa. Había todo tipo de ungüentos y pociones en pequeños tarros junto a las cucharillas para su aplicación. Jety los probó todos, hasta que le dije que olía como una muchacha.

22

Percibí sobre mí la sombra de otra persona. Me sobresalté y sacudí la cabeza para intentar poner mis pensamientos en orden. Habían encendido las lámparas a lo largo de los muros. Me había dormido como un pueblerino idiota. Durante un momento no logré recordar dónde estaba.

—Es la hora —dijo Jety, divertido.

Había dátiles e higos en un cuenco y agarré un puñado con hambre lobuna. Comer algo dulce a última hora de la tarde me da cierta impresión de energía.

Dentro de lo posible, íbamos vestidos para la ocasión. Parennefer me llevó despacio, evidentemente nervioso, al palacio real en su propio carro; Jety nos siguió. Parennefer era uno de esos conductores que parecen no ver más allá de la nariz de los caballos. A decir verdad, no alzó en ningún momento la cabeza para saber qué ocurría en la abarrotada calle.

Me dedicó una de sus solícitas miradas de medio lado.

—¿Te han hablado de Tiy? —me preguntó.

—He oído decir que ya no es precisamente una belleza.

—No sé qué decir a eso. Pero está aquí únicamente para acudir al festival. Aunque el rey le construyó un palacio y un templo, hasta ahora no había querido visitar la nueva ciudad. He oído decir que cree que todo esto ha ido demasiado lejos, en lo referente a la nueva ciudad me refiero, los Grandes Cambios y todo lo demás. Pero se siente obligada a apoyar a su hijo, ahora que se trata de hechos consumados. Creo que todo el mundo sabe que todavía tiene influencia sobre Ajnatón.

Other books

And All Between by Zilpha Keatley Snyder
The Celebutantes by Antonio Pagliarulo
A New Tradition by Tonya Kappes
Facing the Future by Jerry B. Jenkins, Tim LaHaye
Legally Dead by Edna Buchanan
Promise Not to Tell: A Novel by Jennifer McMahon