El cuerpo agonizaba entre frenéticas convulsiones, pero al cabo de un rato dejó de moverse. El olor de carne quemada que impregnaba el aire resultaba sumamente desagradable. El patio estaba ahora en silencio. Aparté los materiales calcinados que cubrían el cuerpo y me fijé en la magnífica toga y en los collares de oro.
Era Meryra.
De la casa salió entonces su esposa. En trance, se detuvo junto al cuerpo. Cuando vio lo que quedaba de su marido, dejó escapar un grito agudo y potente y después se derrumbó en brazos de sus sirvientes. La noticia no tardó en correr entre los presentes, que se dispersaron de inmediato como una manada de antílopes asustados; las mujeres incluso se deshicieron de sus sandalias para poder correr más rápido.
Rodeado por el caos y por numerosos sacerdotes vestidos con togas de lino blanco, examiné el cadáver. Fui apartando con cuidado los restos de tela, fundidos ahora con los restos de la cabeza. No quedaba gran cosa. La carne estaba carbonizada; con cuidado separé los restos de hueso que quedaban a la vista. Parecía como si algo hubiese devorado la carne al tiempo que la quemaba. Los ojos eran de un blanco lechoso, como los de un pescado cocinado. Me fijé, sin embargo, en que alrededor del cuero cabelludo algo negro y viscoso parecido al alquitrán todavía humeaba. Betún. Eso debía de ser lo que había provocado aquel extraño olor. Adheridos a esos restos pegajosos había mechones revueltos y calcinados. Pelo. Los restos de una peluca. Debieron de untarla con betún por dentro y después pulverizarla con alguna sustancia destilada altamente inflamable que, una vez prendida, había ardido con rapidez. Con el aumento del calor, el líquido inflamable había llegado al betún. La peluca debió de fundirse rápidamente en la cabeza de la víctima. Intenté de nuevo descifrar el olor, pero había en él algo más —algo extraño, acre, ácido, con cierto aroma a ajo— que se confundía con el hedor de la carne quemada.
Parennefer permaneció a un lado, totalmente conmocionado, con la cara brillante debido al sudor, parpadeando sin cesar.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —repitió varias veces.
Sentí el impulso de abofetearlo. Para mí estaba muy claro: aquello era otro golpe premeditado directo al corazón del vulnerable Gran Estado. El sumo sacerdote de Atón había muerto quemado en su noche de gloria por el fuego del juicio.
Un enorme jaleo invadió entonces el patio. Medjay armados montados en carros entraron por la puerta, se apearon y nos rodearon a nosotros y al cadáver. Otros entraron en la villa y la ocuparon. Surgido del oscuro corazón de esa ruidosa operación apareció una sólida y alta figura. Mahu. Se colocó junto al cuerpo omitiendo mi presencia. Lo observó todo con atención. Sin mirarme, dijo:
—Lleváoslo.
Me ataron como a un cerdo y me lanzaron dentro de un carromato, que me alejó de allí a toda velocidad. Las sombras de los edificios pasaban sobre mí. Me fijé en los tejados de las casas y en las tranquilas estrellas que pendían del cielo. Sabía dónde me llevaban.
Me arrastraron por oscuros pasillos hasta que llegamos ante las impresionantes puertas con el emblema de Atón y sus muchas manos portando sus anj por encima del dintel. La mente funciona de un modo curioso: en momentos marcados por el desastre se obsesiona con detalles sin sentido. Me acordé de mi antiguo compañero, Pentu. Procedíamos de la misma ciudad, de las mismas calles. Habíamos estudiado juntos, habíamos salido del mismo estrato social. Nos pidieron que nos encargásemos de un robo en una joyería en un barrio muy popular, cerca del centro. Estábamos analizando el desorden imperante en la tienda, con astillas de madera en el suelo y jarrones rotos que crujían bajo nuestros pies. Pentu me hizo un gesto para indicarme que iba a comprobar la trastienda y se fue. Durante un momento reinó el silencio, después asomó la cabeza por la puerta y echó un vistazo a la habitación. «Vacía», dijo y encogió sus anchos hombros. De repente, la punta de una daga asomó por su pecho. La sangre manchó su camisa. Parecía anonadado, pero inmediatamente su rostro expresó decepción. Cayó de rodillas. Tras él apareció un joven, de no más de dieciséis o diecisiete años, con el miedo dibujado en sus rasgos. Sin pensarlo siquiera le lancé mi daga. Surcó el aire y se clavó en su corazón; se desplomó sin hacer ruido.
Corrí hacia mi amigo y le volví el rostro para que me mirase. Seguía vivo. La sangre huía de su cuerpo. Demasiada sangre. «Mierda», murmuró. «Mierda», dije yo. No se me ocurrió nada mejor que decir. Permanecimos sentados durante un rato. Los sonidos de la tarde llegaban desde la calle. Todo parecía encontrarse muy lejos. Entonces susurró: «¿Recuerdas aquella vieja historia?». Negué con la cabeza. «Aquella en la que el rey dice: "Quiero beber una tinaja de vino egipcio". Y se la bebe. Todo el país comenta: "El rey tiene una resaca terrible". Y él dice: "Hoy no quiero hablar con nadie. No puedo hacer ningún trabajo"». Sonrió y, acto seguido, murió. Eso fue todo. Esas fueron sus últimas palabras. No tenían sentido. Casi todos morimos pensando lo mismo: «¡Pero si todavía no he acabado!».
Esperé mientras daba vueltas a esos inútiles pensamientos. Recordaba aquella historia no porque pensara que era profunda, sino porque no tenía otra cosa en qué pensar. Mi mente debería haberse puesto a trabajar a ritmo frenético para encontrar una solución a mi situación. En lugar de eso, pasaba el tiempo ocupado en pensamientos sin sentido. ¿Es ese el modo en que actúa nuestra mente para ayudarnos a sobrevivir en los momentos marcados por el desastre? ¿Entramos en el Otro Mundo para encontrarnos con los dioses con la mente sumida en semejante desorden? ¿O era solo yo quien se dirigía al juicio final como un estúpido?
Las puertas se abrieron, me desataron y me tiraron al suelo. Mahu estaba sentado a su escritorio. Me dio la espalda, ocupado al parecer en algo más importante. Esa era su manera de proceder. Finalmente, me miró con sus ojos de león. Ninguno de los dos dijimos nada. Yo no tenía la menor intención de iniciar una conversación.
—¿Recuerdas la última vez que nos vimos en esta oficina? Te dije que estaba aquí para ayudarte. Sin duda no aprobaba que te hubiesen elegido a ti; incluso es posible que no me gustases, pero te tendí la mano con respeto profesional —dijo.
Permanecí en silencio.
—Pero tú preferiste despreciar mi generosidad a pesar del apoyo que yo podría haberte ofrecido.
—Un intento de asesinato con arco y flechas no me parece el mejor apoyo posible.
Se puso en pie, rodeó el escritorio, más contenidamente iracundo que nunca, y entonces, sin mediar palabra, me abofeteó con fuerza. Parpadeé varias veces para apartar de mí la humillación y la rabia. Sin embargo, me alegré. Había logrado enfurecerle. Eso estaba bien. Respiraba pesadamente.
—De no ser por la incomprensible pero inquebrantable confianza que Ajnatón ha depositado en ti, por semejante acusación ya te habría enviado con grilletes a las minas de oro en las bárbaras tierras de Kush, donde perecerías lentamente bajo el calor y el trabajo. Acabarías pensando en el aguijón de un escorpión como el mejor regalo de los dioses.
Mi silencio tras aquella perorata pareció irritarle incluso un poco más. Me sequé un hilillo de sangre de la comisura de la boca.
—Si te quisiera muerto, Rahotep, ¿no crees que podría haberlo hecho de un modo más conveniente, más efectivo, menos confuso para ti y menos embarazoso para mí? Podrías haberme preguntado: «¿Quién era ese agradable hombre que ha intentado asesinarme?». Y yo podría haberte contado algo acerca de él. Pero no. Podrías haberme convertido en tu amigo. Pero en lugar de eso me has convertido en tu enemigo.
Dio un paso atrás. No podía negar que en sus palabras había algo de razón, pero estaba seguro de que estaba alardeando al decir que conocía la identidad del hombre que intentó acabar conmigo. Ahora ya no podía permanecer callado.
—Tú me quisiste fuera de aquí desde el principio. ¿Por qué? ¿Se trataba de una cuestión de celos profesionales? Lo dudo. Tal vez tenías algo que ocultar.
Se inclinó rápidamente hacia mí, colocando su cara muy cerca de la mía. Me fijé en las arrugas alrededor de sus ojos, la chispa de furia en su fría mirada, sentí la tensión de su voz. Respiraba con dificultad. Noté el fuerte olor del asco en él.
—Solo la protección de Ajnatón, y ambos sabemos lo mucho que se está debilitando, evita que te mate ahora mismo.
Su perro ladró.
—¡Silencio! —gritó él, no sé exactamente si dirigiéndose al perro o a mí. El perro se retiró, gimoteando. Yo sonreí. Alzó la mano para abofetearme de nuevo, pero se contuvo a tiempo—. Oh, Rahotep —dijo sacudiendo la cabeza—, crees que vives una vida de ensueño. Pero escúchame bien. Desde que llegaste, nada ha sido como tenía que ser. Respeto los deseos y las órdenes del rey. Te he permitido que hicieses lo que te apeteciese. Y mira hasta dónde nos has conducido. Chicas muertas. Agentes medjay muertos. Sacerdotes muertos. Siento que el caos se cierne sobre nosotros, y creo que tú eres el verdadero culpable. Por eso tengo que enderezar las cosas antes de que sea demasiado tarde.
—No hay nada que puedas hacer —dije—. Si hubieses sido capaz de encontrar a la reina, o de resolver esos asesinatos, ya lo habrías hecho.
Respondió hablando muy despacio.
—No te equivoques conmigo. Puedo silenciarte. Puedo hacerte hablar. Puedo hacerte cantar como una niña si me lo propongo. Voy a proponerte una sencilla elección. Vete de la ciudad, esta noche. Te proporcionaré una escolta armada. Te protegeré de la ira de Ajnatón. O quédate. Pero en ese caso me convertiré en el peor de tus enemigos. Sea cual sea tu elección, piensa en tu familia. Tu querida Tanefert. Tus adorables hijas. Sejmet. Thuyu. Nechmet. Ellas piensan que la vida es música, baile y dulces sueños. Y recuerda: lo sé todo sobre ellas.
El modo en que pronunció sus nombres, sagrados para mí, hizo brotar en mi interior una oscura furia. Pero no podía permitir que él se percatase. No iba a permitirle que ganase. De pronto, tuve una idea, y antes incluso de que pudiese considerar las consecuencias de lo que iba a decir, las palabras brotaron de mi boca.
—Tú ya me has amenazado, ahora me toca amenazarte a mí.
—¿Cómo? —dijo con desinterés.
—No solo trabajo bajo la protección de Ajnatón. Déjame darte otro nombre. Ay.
Dejé que las palabras surcasen el aire. Estaba corriendo un gran riesgo. No sabía nada en absoluto de la relación que ambos tenían. No dijo nada, pero noté que algo pasaba por su cabeza, que pensaba en algo, que se planteaba una idea, como si por primera vez yo hubiese llevado a cabo un movimiento interesante en el juego que él dominaba. Sé que lo noté.
—Me ha encantado mantener esta pequeña charla contigo —dijo al cabo de unos segundos—. La próxima vez que nos encontremos, si volvemos a hacerlo, será muy interesante para ambos. Que tengas suerte con tu gran decisión.
Abrió la puerta con ostentosa cortesía y me dejó pasar; en cuanto salí, la cerró con fuerza a mi espalda. No fue propiamente un portazo porque, tal como me había fijado al entrar, la puerta estaba ligeramente combada y no encajaba a la perfección en el marco. Demasiado para la ampulosidad de su gesto.
Me escoltaron hasta salir del cuartel, tras pasar ante hileras de nuevos escritorios donde reclutas sin experiencia esperaban a que alguien les dijese qué tenían que hacer. Así llegamos a la vía Real. Era tarde y las calles estaban vacías a excepción de la luz de la luna. En cualquier otra ciudad, en cualquier otro momento, las calles todavía hervirían de actividad: pequeños tenderetes y quioscos iluminados por lámparas ofreciendo comida y otros artículos de primera necesidad; borrachos moviéndose arriba y abajo llevando a cabo su cómica o trágica representación, o apoyándose los unos en los otros y declamando sus magníficos soliloquios sobre la injusticia y la desventura. Pero esa noche, en esa ciudad de fachadas y apariencias, la gente tenía miedo. Estaban encerrados en sus casas, ocultos y a salvo. En las calles solo había silencio y sombras mientras pasábamos junto a los monolíticos edificios construidos con un afán de poder basado en ladrillos de barro. Me habría gustado oír ladrar a un perro, y la réplica de otro animal en la otra punta de la ciudad. Pero esa era la clase de lugar en el que se mataba a los perros para que no ladrasen por la noche.
Los guardias me acompañaron hasta mi habitación y me dejaron claro que pasarían la noche al otro lado de la puerta. No para que me sintiera más cómodo, obviamente. Entré en la habitación de la que había salido hacía dos días. Los guardias me entregaron una lámpara y yo dediqué unos minutos a comprobar si algo había cambiado. La jarra seguía junto a la cama. Olí el agua: olía a rancio, con un leve aroma a tierra. La cama y las sábanas… inmaculadas. La estatuilla de Ajnatón… en el mismo sitio. Iluminé el suelo con la lámpara para comprobar si había huellas. No pude ver nada. Me senté al escritorio, saqué este diario y escribí todo lo que recordaba de los dos días anteriores.
Una de las cosas que rememoré con más nitidez fue el gesto, con una sombra de preocupación, que aprecié en el rostro de Mahu cuando mencioné el nombre de Ay. ¿Quién era ese hombre? ¿Podía apostar por el desconocido poder de ese nombre, al menos durante unos pocos días? Quizá. Pero sentí que estaba arriesgando mi vida, y la de mi familia, eligiendo seguir aquel descabellado impulso.
Me senté mirando hacia el patio, iluminado por la luz de la luna llena. Compañera de mis noches de trabajo a lo largo de toda mi vida. ¿Cuántas noches había pasado bajo su luz, viendo cosas en la oscuridad? La vida nocturna de nuestro mundo, cuando el dios viaja en su barca y atraviesa los peligros del Otro Mundo, y yo viajo atravesando los míos (a pie, por descontado). En vez de dormir junto a Tanefert, había pasado demasiadas noches rebuscando entre la basura pistas tic crímenes y tragedias irredimibles. Nos lamentamos de las cosas cuando es ya demasiado tarde y no podemos cambiar lo que hicimos.
Cuando desenrollé el papiro para empezar otra hoja, y justo en el momento en que se habían agotado todos mis pensamientos y posibilidades, encontré algo escrito, pero no de mi mano: