Un escalofrío recorrió mi espalda. Volví a estudiar la habitación, como si pudiese encontrar a alguien oculto entre las sombras, esperando con un cuchillo. Pero allí no había nadie. Esas líneas debían de haberlas escrito —podían haberlas escrito— en algún momento de los últimos dos días. No pude evitar pensar que quien las había escrito sabía que yo las encontraría en ese momento, esa misma noche quizá; tenía que decirme algo que no podía, o quería, comunicarme de ninguna otra forma. Pero ¿quién lo había hecho, cómo y por qué?
Leí los jeroglíficos. Esta fue mi interpretación:
Vas a la necrópolis. Vas al Otro Mundo.
Como se relata en los capítulos del Libro del Porvenir
encuentras ahí estabilidad
cuando alcanzas lo que buscas, una mujer.
Su sino es Vida.
¡Enigmáticas instrucciones! No parecían tener sentido. Volví a leer el jeroglífico. Había visto la necrópolis cerca del pueblo de los artesanos. Allí, en los acantilados del norte, estaban también, por supuesto, las tumbas de piedra en fase de construcción de los nobles y la realeza. Pero ¿cómo podría descender nadie al Otro Mundo, siguiendo las instrucciones y las oraciones del Libro de los Muertos, a menos que también estuviese muerto? Y después venían dos signos esperanzadores: el signo de la estabilidad, el pilar del poder que se alzaba frente a los dioses para restablecer el orden del mundo. Ese jeroglífico también se llevaba a modo de amuleto para acompañar a la muerte. Y finalmente los últimos jeroglíficos: «Su signo es Vida». El símbolo de la vida era el anj, que yo había visto por todas partes en la ciudad, donde lo hacían pasar por creación de Atón.
Su signo. ¿Era «Ella» el origen de ese extraño mensaje? De ser así, ¿era una prueba de que seguía viva, instrucciones para que la encontrase? Posiblemente. Pero ¿por qué de un modo tan extraño? Entonces se me ocurrió otra idea: ¿estaba jugando Mahu conmigo, engañándome con elementos incomprensibles para condenarme? No tenía elección. No podía menospreciar ese mensaje. Tenía que actuar ahora que todavía tenía a mi favor la oscuridad y el factor sorpresa.
Dos guardias custodiaban la puerta de mi habitación, pero ¿acaso vigilaban también la terraza que había al otro lado de la ventana? Saqué la cabeza y miré fuera; no vi pasar a nadie. Pegué el oído a la puerta y oí cómo los dos guardias hablaban tranquilamente mientras caminaban arriba y abajo. Regresé a la ventana y la luz de la luna me mostró el camino: cruzar la terraza y saltar el muro.
Escribo estas palabras sin saber si volveré a escribir alguna otra. ¿Tendré algo más que decir en el futuro? ¿O encontrarán este diario y te lo entregarán a ti, mi querida Tanefert? ¿Qué otra cosa podría escribir en este pergamino, tal vez el último mensaje para ti y las niñas? Te quiero. ¿Es suficiente? No lo sé. Dejo aquí los pergaminos en blanco con la esperanza de que no tardaré en rellenarlos con palabras. Te lo ruego, Ra, no dejes un espacio en blanco tras mi muerte.
Hay sabios y videntes que aseguran haber visitado el Otro Mundo en visiones. Ayunan, o cantan en la lengua de los pájaros, y todo lo que los mortales podemos hacer es creer, o no creer, en lo que dicen. «Esos hombres están locos. Hay que encerrarlos en prisiones de piedra y silencio, para que sus visiones y sus cuentos inverosímiles no puedan atemorizarnos.» Ahora yo soy uno de esos hombres. Y tengo que encontrar las palabras adecuadas para explicar el misterio.
Pude oír cómo los guardias al otro lado de la puerta jugaban al
senet
, lanzaban sus astrágalos y movían las piezas de acuerdo con la larga y serpenteante senda de la fortuna, por los cuadrados propicios y los desafortunados. Estaba de suerte, porque estaban centrados en el juego. El aburrimiento es el mayor de los regalos que puede hacer el dios de la suerte a un fugitivo. Cargado únicamente con mi cartera de cuero, salté por encima del dintel de la ventana y aterricé silenciosamente en el patio. Me agaché durante unos segundos al amparo de las sombras. La luna llena y su luz plateada creaban despreocupadas sombras de árboles y edificios, y hacía que todo pareciese un perfecto simulacro de un mundo ausente.
Todo fue como esperaba, pues solo había un guardia patrullando por allí, y pasó a un cuerpo de distancia. Estaba observando las estrellas. Su cabello necesitaba un buen corte, sus sandalias se veían muy gastadas y sus pies callosos estaban cubiertos de un polvo que parecía plateado debido al efecto de la luz. Se detuvo, alzó la vista durante un momento, respiró despacio, sin duda pensando en algo —su destino o sus deudas, quizá— y después siguió andando. Podría haberle asaltado, podría haber acabado con él de un modo silencioso rompiéndole diestramente el cuello, pero no fue necesario. Pensé también en su familia que, en algún lugar, lloraría su pérdida. Para mí tal vez no era más que una figura que pasaba, pero para ellos era una vida irreemplazable. ¿Por qué añadir otra tragedia al desarrollo del mundo? Por otra parte, su cuerpo inerte o su ausencia habrían alertado a los demás. Mejor salir de allí sin que nadie lo notase. Mejor no dejar rastro de cambio alguno. La gente captaba los cambios más rápido que cualquier otra cosa.
Así pues, pasó de largo y yo avancé con absoluto sigilo. Había dioses en mis pies esa noche; mi cuerpo parecía poseído por una extraña energía, una especie de ligereza. Escalé el muro, de unos tres metros de altura, como si nada, como si las leyes del mundo estuviesen cambiando o se hubiesen diluido, permitiendo cualquier posibilidad.
Descendí por el extremo más alejado y me encontré en el jardín de la casa. Me escondí tras un pequeño santuario. Estudié los alrededores y vi que alguien había organizado una cena. Las lámparas iluminaban las blancas servilletas sobre pequeñas mesas colocadas junto a la balsa, profusamente iluminada. Otro mundo, sin previo aviso: los tintineos y los murmullos de la gente que comía y conversaba sin más. Una escena de charla y comida, dentro de un pequeño halo de luz bajo las estrellas, dominadas por el resplandor de las escasas lámparas.
Bordeé el jardín, resguardándome entre las sombras, esperando que no hubiese perros guardianes. Observé que el muro se extendía a lo largo de toda la propiedad. No tenía muchas más opciones aparte de intentar alcanzar la fachada principal de la casa. Mientras me desplazaba tenía la mirada fija en la cena. Una mujer se puso en pie e hizo un comentario, astuto e ingenioso por lo visto, que provocó las risas de los asistentes. Se apartó de la luz y entró en la casa. Aproveché ese momento para moverme con rapidez hacia el costado de la casa que tenía frente a mí, pero se abrió una puerta; un rayo de luz cruzó mi trayectoria. Dudé, escuché. Pude oír cómo la mujer se movía por el interior de la casa, hablaba entre dientes como si estuviese preparando el siguiente plato de la cena y daba instrucciones a los sirvientes. Oí pasos que se alejaban de donde yo me encontraba, por un pasillo embaldosado. Los comentarios no cesaban. Estaba cerca. Me quedé muy quieto. De repente, surgió en la luz. Alzó la vista y me vio. Sin dilación, coloqué la palma de la mano sobre su boca, pero, en ese mismo momento, un plato de metal se le escurrió de la mano. A pesar de mis intentos por evitar que cayese, impactó contra el suelo con considerable estrépito.
Nos quedamos paralizados. Un hombre preguntó:
—¿Todo va bien?
Los ojos de la mujer reflejaban miedo y su cuerpo luchaba por desasirse. Pero cuando me miró a los ojos se tranquilizó. Ella supo quién era yo antes de que yo pudiese reconocerla. Era la mujer del bote. La guapa e inteligente mujer. Aparté con cuidado mi mano de su boca.
Entonces me di cuenta de la fuerza que estaba empleando en retenerla. Ella no se resistía, sino que me miró de un modo irónico.
—¿De qué va esto? —susurró—. ¿Eres una especie de ladrón de altos vuelos?
—Me temo que no puedo decírtelo.
—Oh, el hombre de los misterios.
—Lo siento. Ahora tengo que irme.
Me miró a los ojos.
—Únete a nosotros. Toma una copa de vino.
Sonreí.
—Otra vez será.
Ella dejó escapar un suspiro.
—Espero que volvamos a vernos. Me gustaría oírte contar otra de tus historias, cuando dispongamos de tiempo para contar y escuchar. A la calle se llega por aquí.
Tengo que confesarte que ella me besó muy lentamente en los labios antes de dejarme marchar. Me escabullí, sonriendo, en la oscuridad.
Encontré un callejón que llevaba a la necrópolis. Mis ojos se habían acostumbrado ya a la oscuridad y mis otros sentidos también se habían agudizado. Conocía esa sensación, ese extraño modo de experimentar el mundo; era como si hubiese despertado el animal que habitaba en mi interior. Sentía cosas sin entenderlas por completo: noté la presencia de una rama baja invisible en la oscuridad antes de toparme con ella; noté los desniveles del sendero; piedras sueltas en mi camino; perros guardianes tras altos muros. Fui avanzando en zigzag por el barrio, más sintiendo que sabiendo dónde iba.
Incluso a esas horas de la noche corría el riesgo de cruzarme con alguien, guardias nocturnos tal vez. Pero ¿qué podía temer? Muy pocos en la ciudad conocían mi aspecto. E incluso aunque me cruzase con alguien que fuese capaz de reconocerme, podía improvisar una historia, igual que había hecho en el jardín. No, el auténtico sentimiento era que, sin razón alguna pero totalmente convencido, sabía que nadie tenía que verme en este viaje. Debía desaparecer sin dejar rastro.
Tomé una calle más ancha. La luna iluminaba uno de los lados, el otro quedaba a oscuras. Oí voces provenientes de una habitación y pasé a toda prisa. Desde algún lugar me llegó el llanto de un niño. A la sombra de un muro, una pareja se besaba, el hombre apretaba su cuerpo con fuerza contra el de la mujer que, a su vez, con las manos cargadas de anillos y las uñas pintadas, le acariciaba el cuello y la espalda. Ni siquiera notaron mi presencia cuando pasé cerca de ellos. Ella susurraba palabras de aliento al oído del hombre mientras él se movía en su interior; oí aquellas palabras con tanta claridad como si me las estuviese diciendo a mí. Sentí que en ese momento yo podía ser cualquiera, un espíritu errante que atravesase los cuerpos y los sentimientos de aquel a quien eligiese. Sentí algo parecido a la satisfacción, el deleite de la libertad amparada por la oscuridad. Atravesé más deprisa un espacio abierto, como si fuese un chacal.
La necrópolis no era más que un vacío a cielo abierto, rodeado por un muro de barro. La mayoría de los cementerios de las ciudades que conocía estaban situados al oeste del río, cerca del lugar por el que se ponía el sol. Tal vez esa fuese una ubicación temporal, o tal vez la localización de esa nueva ciudad, tan alejada de la civilización, hacía que su frontera fuese más vulnerable a los ataques. Quizá eso llevó a que los que planearon la necrópolis decidiesen enterrar a los muertos más cerca de los barrios de los vivos, en lugar de arriesgarse a soterrar sus huesos y sus pertenencias en un lugar en el que no hubiese modo de protegerse de los ladrones de tumbas.
Todavía no habían muerto suficientes habitantes de la ciudad para que la necrópolis estuviese muy poblada, pero aun así había placas y sepulcros, así como unas veinte capillas en diversas fases de construcción. Ninguna de ellas estaba pensada para nobles, ya que para ellos las excavaban en las rocas de las colinas que rodeaban el costado oriental de la ciudad y sus tierras interiores, más cerca de los dioses. Este era un lugar que no estaba pensado ni para trabajadores —pues estos tenían sus cementerios cerca de su pueblo— ni para sacerdotes. Ahí yacerían todos los que se encontraban en la franja intermedia: burócratas extranjeros que muriesen lejos de su tierra; clases medias; profesionales; padres de familia esclavizados en una oficina con un escritorio, esforzándose por enterrar su propia amabilidad con cierto sentido de la reverencia y permanencia en ese nuevo lugar sin historia. Como mínimo, era un lugar humano.
¿Y ahora qué? No disponía de más pistas, pero allí tenía que haber algo. Caminé entre las capillas, con sigilo, intentando mantenerme al resguardo de la luz de la luna, que lanzaba sus tonos azulados sobre el suelo negro y gris. Cuando estaba recién casado y debía patrullar de noche, Tanefert insistió en que yo llevase puesto un amuleto que debía protegerme contra los espíritus. Aunque jamás se lo confesaría a nadie, me alegré en ese momento de llevarlo junto a mi pecho.
Estaba empezando a odiar a la mujer que buscaba. Su desaparición parecía cada vez más una huida egoísta. Hasta el momento, no había descubierto nada tan terrible en las circunstancias de su vida que justificaran el abandono de sus hijas y la abdicación de sus responsabilidades. Y ahora ahí estaba yo, un hombre al que ella jamás había dedicado un solo pensamiento pero cuya vida y destino estaban ligados indisolublemente a los suyos. Su belleza parecía una maldición: la reina del desastre.
Mientras perdía el tiempo en esos fútiles pensamientos, empecé a percatarme de la silenciosa presencia de gatos entre las sombras, alertados por una breve disputa entre miembros de aquella oscura población. Toda necrópolis dispone de cierta población de gatos hambrientos. Nosotros adoramos a esos animales en nuestros templos, los adornamos con amuletos wedjat y anillos de oro en la nariz, y los retratamos en los muros de nuestras tumbas para que interpreten el papel del propio Ra matando a Apofis, el dios con cabeza de serpiente. Finalmente, se les entierra, se les momifica con una expresión de sorpresa en la cara, envueltos en delicados sudarios de algodón y papiro. Uno de aquellos gatos —en este caso, una gata— me estaba mirando desde lo alto de una tumba. Debo admitir que no tenía aquella habitual expresión de superioridad. Por el contrario, dio un salto y corrió hasta donde yo me encontraba para ofrecerme una amistosa bienvenida y hacer sonar el cascabel que pendía de su collar. Su espeso pelaje negro, lustroso bajo la luz de la luna, la convertía en invisible cuando atravesaba una sombra, pero sus ojos, blancos como lunas llenas, me permitieron seguirla con la mirada. Se enroscó entre mis piernas, intentando conversar según su particular idea de la que debía de ser mi lengua; a pesar de mis reparos me incliné y le acaricié el lomo, haciendo que su cola, curvada a modo de signo de interrogación, se deslizase bajo mi mano.
¿Qué estaba haciendo yo allí, en mitad de la noche, prestándole atención a una gata? Estaba perdiendo la razón. Me erguí y proseguí mi investigación por la necrópolis de modo eficiente y profesional; quería encontrar alguna respuesta a las pistas que tanto me desconcertaban e irritaban. La gata no se marchó, sin embargo.