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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El reino de las sombras (35 page)

BOOK: El reino de las sombras
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No puedo decir cuánto tiempo estuvimos así. Estaba agotado, pero me obligaron a permanecer de pie, y me golpeaban con sus bastones cuando me flojeaban las piernas como a un borracho que ha perdido la memoria y el rumbo.

Apareció una gruesa sombra. Se movía lentamente, con toda intención, un paso tras otro, sin apresurarse, hacia la puerta, como si estuviese bajando a una tumba. Se detuvo al entrar en la celda. Mahu. Me miró de medio lado. Los guardias se pusieron firmes. Sin pensarlo, me lancé contra él, con el deseo de arremeter, de darle puñetazos, desesperado por golpear aquella cara engreída con mis puños desnudos, con mis pies, con cualquier cosa. Pero las cuerdas me frenaron en seco y apenas pude moverme; caí sacudiéndome como un idiota a sus pies. En ese momento le odié a él y a su gordo perro jadeante. Le habría partido el cuello con mis propios dientes, le habría partido las costillas y arrancado las entrañas y el corazón de haber podido hacerlo.

Mahu sonrió. No dije nada, pues pretendía recuperar el ritmo respiratorio y controlar la tormenta de ira y odio que crecía en mi interior. Se encogió de hombros, esperó, paciente como todo torturador, y después se inclinó a mi lado. Pude oler su rancio aroma.

—Nadie sabe que estás aquí —dijo.

Le mantuve la mirada.

—Te lo advertí, Rahotep. Tú y solo tú eres el culpable. Ahora estás sufriendo, eso es bueno. Si tu sufrimiento te lleva a odiarme, eso también es bueno. Es una fiebre que te infectará, que corromperá y acabará pudriendo tu alma.

—Te mataré.

Dejó escapar una corta risotada, una especie de ladrido de desprecio, y después asintió muy lentamente. Los guardias me agarraron por los brazos y él tiró de mi pelo hacia atrás con sus grasientas manos, obligándome a mirarle. Noté su aliento caliente e infecto en mi cara. Necesitaba lavarse los dientes. En su nariz, según pude ver, se distinguían diminutas líneas rojas bajo la piel lustrosa. Su saliva salpicaba mi cara al hablar.

—El odio es como un ácido. Puedo verlo ahora mismo, penetrando y corroyendo tu mente. —Tras decir esto, de forma aparentemente casual pero muy metódica, colocó dos dedos sobre las cuencas de mis ojos y apretó hasta que empecé a ver estrellitas de dolor que explotaban en mi cabeza. Pensé que me aplastaría la cabeza con las manos. Me retorcí intentando liberarme, le escupí, inútilmente—. Antes de que pierdas la cabeza, quiero respuestas. ¿Dónde está la reina?

Me negué a responder. Apretó con más fuerza. Mi cabeza se iluminó con un arco incandescente de dolor.

—¿Dónde está la reina?

Seguí negándome a responder. ¿Me hundiría los ojos? Sin más, la presión desapareció. Parpadeé varias veces, pero solo pude ver un estallido de formas y colores cambiantes. Sacudí la cabeza para aclararme la vista. Una bocanada de amarga bilis me llegó a la boca. También sentí el dulce y desagradable sabor de la sangre resbalando por mis labios. Noté el contorno de mis dientes y de las tumefactas encías en mi boca magullada.

Su voz atravesó el rugido que imperaba en mi cabeza y le oí preguntar de nuevo, sin cambiar su tono de voz:

—¿Dónde está la reina?

—Como se dice en los capítulos del Libro del Porvenir…

—¿Qué?

—Como se dice en los capítulos del Libro del Porvenir…

—No me gustan las adivinanzas.

—Su signo es la Vida. —Y en esta ocasión, sonreí.

Me dio un puñetazo en la cara.

—Te rompiere todos los huesos de los dedos si es necesario. Y después de eso, ¿cómo escribirás en tu pequeño diario? No podrás siquiera sostenerte la polla para mear.

Esperé unos segundos, reuní toda la fuerza que pude y dije:

—Tienes que bajar al Otro Mundo.

Vi cómo la rabia se reflejaba en su rostro. Bien. Entonces, con un suspiro, como si se dirigiese a un niño travieso, me agarró la mano izquierda y haciendo un rápido movimiento tiró de mi dedo meñique hacia atrás. El crujido resonó en la celda. Grité.

Se acercó mucho para mirarme a los ojos, como si pretendiese disfrutar lo más cerca posible del espectáculo de mi sufrimiento. Vi los puntos negros en sus pupilas y me propia cara distorsionada reflejada en sus ojos.

—Nadie va a salvarte esta vez, Rahotep. Es demasiado tarde. Ajnatón no sabe que estás aquí. Simplemente has desaparecido. No eres nadie. Nada.

El dolor de mi mano todavía era demasiado intenso, y temí vomitar de nuevo.

—Dispones de muy poco tiempo para encontrar a la reina —gruñí—. Y si no lo logras, el festival será una catástrofe para Ajnatón, para ti y para esta ciudad. Soy tu única salida. No puedes permitirte matarme.

—No tengo por qué matarte. Otros se encargarán de ello. Pero he descubierto que necesitaba hacerte daño de verdad. Y podemos seguir con esto durante un tiempo.

—No importa lo que me hagas. No te diré lo que sé. Prefiero morir.

—No eres tú quien morirá. ¿Entiendes a qué me refiero?

Le miré a los ojos. Entendí su amenaza. Hator, Dama del Oeste, perdóname ahora. Hice lo único que podía hacer.

—Como se dice en los capítulos del Libro del Porvernir…

Sus ojos se hicieron más fríos, como si toda la luz los hubiese abandonado como por ensalmo. Agarró de nuevo mi mano. Me preparé, recitando para mí una oración. Me temblaba todo el cuerpo. Esperó, deleitándose con mi sufrimiento, controlando el tiempo.

—Dime dónde está.

Le miré a los ojos desafiándole con las pocas fuerzas que me quedaban.

—No.

Retorció otro de los dedos para romperme el hueso.

36

Una voz llamativamente autoritaria resonó en el repentino silencio de la celda:

—¿Qué está pasando aquí?

Había entrado sin que nadie se percatase. Tal vez Mahu y yo estábamos demasiado concentrados con la representación de nuestro propio antagonismo, pero fue como si no trajese sombra alguna consigo; sin hacer ruido, había surgido de repente de la nada. Ay. Su nombre, en sí, no tenía peso. El aire más intangible parecía anunciar su presencia. Pero ¿qué tipo de fuerza tenía ese aire intangible que fue capaz de hacer que un matón como Mahu cayese a sus pies, alarmado, y empezase a esgrimir excusas?

—Libera a este hombre de sus ataduras —susurró Ay, para asegurarse de que todos escuchábamos con atención.

Mahu asintió, poseído por el odio y la incertidumbre, y los guardias hicieron lo que les ordenaron. Tomé mi mano maltrecha y sangrante con la otra.

—Este hombre está desnudo —añadió Ay, como si eso le sorprendiese. Miró interrogativamente a Mahu, quien hizo un gesto vago a modo de respuesta, como si no supiese qué decir. Ay moduló su cara para componer una expresión que en otra persona podría haber sido una sonrisa. Sus labios se retrajeron, y mostraron unos dientes finos y apenas espaciados; los dientes de un hombre en cuya dieta todo debía de ser refinado y nada los pudría o los dañaba. Pero la sonrisa no se reflejó en absoluto en sus ojos grises.

—Tal vez deberías ofrecerle tus propias ropas —dijo en voz baja.

Mahu pareció sorprenderse hasta tal punto que casi me eché a reír. Se llevó las manos hacia su toga de lino como si se dispusiese a obedecer aquella orden absurda. Entonces Ay, con un gesto negativo de cabeza, le dejó claro que tenían que traerme mi ropa, lo cual hicieron al instante. Me vestí tan rápido como pude, a pesar del penetrante dolor de mi dedo roto; de inmediato me sentí más fuerte, más persona. Los tres permanecimos de pie, en silencio. Me pregunté qué sucedería a partir de ese momento. Ay estaba dejando que Mahu sufriese; estaba allí, tenso, deseando convertirse en piedra.

—¿No te dejó claro este hombre que estaba bajo mi protección? —le preguntó a Mahu.

Si eso hubiese sido posible, habría dicho que yo fui el más sorprendido. Mahu me miró.

—¿Y con qué me encuentro? El jefe de policía llevando a cabo su pequeño propio juicio. Estoy muy sorprendido.

—Detuve a este hombre en el ejercicio de mis deberes, y con la autorización del propio Ajnatón —replicó Mahu.

—Entiendo. Por tanto, ¿el rey sabe que estabas interrogando a este hombre?

Mahu no pudo decir nada.

—No creo que aprobara que trates así a un compañero al que el rey en persona, gracias a su profunda sabiduría, ha elegido entre todos los demás.

Se volvió hacia mí y pude observar por primera vez sus helados ojos grises con atención; unos ojos llenos, y esto me dejó anonadado, de nieve.

—Ven conmigo.

Dejaría la venganza que tenía pensada para Mahu para más adelante, para poder disfrutarla. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para no propinarle un potente puñetazo en la cara con mi mano buena cuando pasé a su lado. El también lo notó. En lugar de eso, le miré fijamente y después seguí caminando, como buenamente pude, siguiendo los pasos de Ay escalera arriba, hacia la débil luz que manchaba aquellas miserables paredes.

No tardamos en llegar a un ancho pozo, con paredes de ladrillo, de unos treinta metros de profundidad; no tenía agua y, probablemente, no la tendría nunca. Había unas escalerillas a los lados, y, cada tantos metros, cámaras parecidas a catacumbas desaparecían en diferentes direcciones difuminándose entre sombras. Las entradas de las mismas tenían rejas pero vi, cuando pasamos, a hombres todavía vivos en la oscuridad; eran apenas un amasijo de piel y huesos, y algunos de ellos tenían los ojos blancos muy abiertos, en pequeñas jaulas que ni siquiera podían albergar perros. En otro espacio vi hombres enterrados hasta la nariz en grandes jarrones de barro llenos de arena, como los ibis y babuinos que sacrificamos en las catacumbas sagradas. En sus ojos se apreciaba la locura y la desesperación. Esos hombres habían sido abandonados allí y ya no podían hablar ni defender o traicionar a los suyos. No oí ni un solo ruido.

Ay no prestó atención a ninguno de esos horrores y siguió subiendo la escalera de forma metódica, escalón tras escalón, como si no le costase esfuerzo alguno. Yo le seguía, desconcertado por lo que veía, hasta que, finalmente, sin aliento, salí de aquel foso de sufrimiento y aflicción y vi la luz del día. Ahí estaba el mundo otra vez: calor y brillo, y guardias aburridos sentados a la sombra de una barraca de juncos. Todos se pusieron en pie respetuosamente al ver a Ay.

Ay montó en un palanquín, preparado ya con porteadores uniformados, y se desplazó para que me sentase a su lado. Entrecerré los ojos para evitar la molestia que me causaba la luz y reconocí dónde estábamos: en la Tierra Roja, tras la ciudad, al sur de los altares del desierto. Debía de ser última hora de la mañana, pues las sombras habían desaparecido y todo parecía difuso bajo una luz cegadora. Me sentí débil y cansado. Ay me tendió una pequeña jarra de agua y yo bebí lentamente mientras el palanquín se desplazaba por los senderos de los medjay. Los sirvientes corrían a nuestro lado portando sombrillas para resguardarnos del sol. Pensé que Ay sentía una profunda aversión por él. Permanecimos en silencio. Me vi incapaz de pensar, solo podía sentir la extraña adyacencia de esos dos mundos: el excavado en las profundidades y el abierto a Ra y a la luz del día. Afortunadamente, yo estaba pasando de uno a otro en la dirección adecuada.

—¿Cuánto tiempo he estado preso? —pregunté a Ay.

—Hoy es la víspera del festival —respondió con calma.

¡Dos días! Por culpa de Mahu, ahora solo disponía de un día. ¿Cómo resolvería el misterio en tan poco tiempo? ¿Y cómo podría ahora mantener a salvo a mi familia? Me maldije a mí mismo, con auténtica rabia.

—¿Y qué se sabe de mi ayudante, Jety?

—No sé nada de ese hombre —dijo Ay con desinterés.

Eso eran sin duda buenas noticias. Tal vez había logrado escapar.

El palanquín nos llevó hasta los límites de la ciudad. Pronto tomamos los caminos que llevaban al centro urbano, donde la gente se ocupaba de sus asuntos cotidianos con total desconocimiento de las atrocidades que se cometían con algunos de sus congéneres a escasa distancia de allí. Para tratarse de una ciudad dedicada al sol, yo encontraba sombras por todas partes. Parennefer había descrito aquel lugar como una especie de ciudad encantada, pero ahora a mí lo que me parecía era una burla, un espejismo atroz. Ay observó el espectáculo, dedicándole miradas ocasionales a algún que otro edificio en construcción, o a los muchos equipos de artesanos y obreros que se movían rápidamente de un lado a otro por encima de los altos muros, intentando dar a todo aquello un aspecto de obra acabada a tiempo para el festival. Ay parecía escéptico. Se percató de que le miraba.

—¿Crees que habrán terminado a tiempo para las ceremonias? —pregunté.

Él contestó con voz calmada:

—Este es el paraíso de los idiotas, hecho de barro y cañas, y no tardará en volver a convertirse en la materia con la que se ha construido.

Pasamos junto al Pequeño Templo de Atón y al Gran Palacio, y seguimos por la vía Real hasta llegar al embarcadero. No me detuve, en ningún momento, a considerar la posición en la que me encontraba. Allí estaba, en compañía de un hombre de enorme poder, un hombre que me había salvado de las cariñosas atenciones de Mahu y sus compinches. Pero ¿de qué naturaleza era esa nueva compañía? ¿Qué quería Ay de mí? Me había liberado de una trampa, pero ¿no estaría entrando de cabeza en otra? Ningún guardia nos acompañaba, podría haber saltado sin más del palanquín y echar a correr calle arriba. Pero ¿qué haría después? Me dio la impresión de que aquel hombre habría sido capaz de localizarme en cualquier parte.

Me hizo un gesto para que subiese a bordo de un bote de juncos. Vi anclado en medio del agua su magnífico barco. Así pues, ese era nuestro destino: su palacio flotante, una demostración de poder en movimiento. Subí al bote de juncos tras él.

37

El barco parecía pender sobre el agua respondiendo a sus propias leyes inmutables, una contenida creación de absoluta majestuosidad. Habían quitado las serpentinas, los sacerdotes y la orquesta habían desaparecido, y ahora, estando en la cubierta principal, la sensación que se tenía era una mezcla de poder, claridad y gracia. Ay se desplazó hasta la sombra del pórtico y me hizo un gesto para que lo siguiera.

—Los médicos examinarán tus heridas —dijo—. Después cenaremos.

Al instante aparecieron sirvientes desde la parte de atrás para llevarme a una habitación con una cama baja, cubierta de lino recién extendido. Me pidieron que me desvistiese para poder lavarme, pero me negué. Quería lavar yo mismo mis heridas, a pesar de lo mucho que me dolía el dedo roto. Me las arreglé para quitarme aquellas viejas ropas y, poco a poco, limpié los cortes, las ampollas de mis muñecas y tobillos, y el sudor y el polvo de mi cara y mi cuello. Mahu y sus guardias me habían provocado diversas heridas: moratones y laceraciones de cuchillo en forma de equis en el interior de mis muslos y bajo los brazos. Mientras me secaba, llamaron a la puerta y entró un hombre de mediana edad, vestido con una túnica cara aunque de apariencia humilde. Tenía un rostro extraño, inexpresivo. Sus labios eran finos. Me recordó una casa abandonada.

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