Me dispuse a regresar por el mismo camino, pero al dar el primer paso oí algo por encima de mi cabeza. Incluso los pájaros en los árboles parecieron guardar silencio. Un suave viento mecía las secas espigas de centeno. Se me erizó el vello de la nuca. Me agaché al instante y me escurrí entre el centeno. Al cabo de unos segundos escuché el rítmico sonido de pies siguiendo una marcha y también de ruedas sobre el pedregoso terreno. Una tropa de soldados pasó a mi lado, seguidos por un carro que no dejaba de dar saltos y que llevaba a dos agentes medjay. Sin lugar a dudas se dirigían a la fortaleza cuadrada.
Agachado entre el centeno, eché a andar en dirección opuesta, rodeando la aldea. Anochecía. La aldea parecía desierta. Todo el mundo debía de haberse ocultado en sus chozas. Cuando llegué a la orilla del río divisé un transbordador militar amarrado a los árboles con unos cuantos guardias en cubierta. Frente a mí el Gran Río fluía poderoso. Los edificios de la ciudad lucían dorados y, tras ellos, en la lejanía, los acantilados orientales destellaban bajo la luz rojiza. ¿Cómo podía cruzar? Y una vez que hubiese cruzado, ¿por dónde empezaría a buscar a Nefertiti?
Entonces me fijé en algo: remando para mantenerse contracorriente, prácticamente oculto entre las sombras cambiantes más cercanas a tierra, había otro esquife. El barquero parecía estar examinando la orilla. Me acuclillé entre los árboles. Había algo familiar en la silueta y los movimientos de aquella figura montada en el bote. Me acerqué un poco más, pero la figura aparecía y desaparecía de mi vista. Si se trataba de un enemigo, ¿por qué se esforzaba tanto por mantenerse oculto y por qué estaba allí?
Agarré una piedrecita y la lancé con cuidado en dirección al esquife. Hubo un momento de silencio, durante el cual me dio la impresión de que se acallaban las voces de los guardias, y después un leve chapoteo. Vi que la figura encima del esquile se volvía de inmediato hacia el ruido, y después miraba hacia la oscuridad en la que yo me encontraba oculto. Remó para acercarse, pero no lo bastante. Lancé otra piedrecita. Cayó cerca de la orilla. Él se dirigió hacia el ruido de inmediato. Dado que estábamos en la orilla occidental, los árboles extendían sus largas sombras sobre los límites del agua, a pesar de que la ciudad todavía estaba iluminada por el sol. Pero me pareció reconocer el perfil de la figura.
Esperé a que los guardias retomasen su conversación. Cuando oí el murmullo de voces, corrí, agachado, a través del estrecho pasillo de cañas hacia el esquife. Estaba en lo cierto: era Jety. Salté a su lado con el mayor sigilo posible. No sonrió, se llevó el dedo a los labios e hizo que el esquife se deslizase siguiendo la corriente, alejándonos de los soldados.
Cuando nos encontrábamos ya a una distancia prudencial, nos volvimos el uno hacia el otro, con nuestras mentes llenas de preguntas. No pude evitar plantear la que más me acuciaba.
—¿Dónde está?
—Voy a llevarte con ella. Pero primero tengo que saber que ocurrió con Ay.
—¿Cómo es posible que estés al corriente de eso?
—Te llevaron al barco. ¿Hablasteis?
Jety nunca había empleado ese tono conmigo.
—Se lo explicaré a ella.
—Tienes que explicármelo a mí primero. O no podré llevarte hasta ella.
Su expresión indicaba total determinación. No se trataba ahora del confiado joven que había conocido días atrás. Había adoptado una nueva clase de autoridad.
—¿Ella ya no confía en mí?
Negó con la cabeza, directo y honesto.
—¿Sabes que me capturaron? Fue Mahu.
—Sí. Y creímos que eso sería el fin. Pero después supimos que te habían liberado. Ay te liberó. Eso solo podía significar…
—¿Qué? ¿Que la había traicionado? ¿Que había estado trabajando todo este tiempo para Ay? ¿Es eso lo que creéis? ¿Después de todo por lo que hemos pasado? —Es difícil enfurecerse montado en un pequeño bote en medio del agua—. Llévame con ella. Ahora mismo.
Me miró, tomó una decisión y asintió. Con gran habilidad hizo que el esquife diese media vuelta y nos hizo cruzar las fuertes corrientes del río. La brisa de la tarde era racheada, fuerte y cálida; un viento que nada tenía que ver con la fresca brisa del norte, sino que provenía del sur y sus remotos desiertos. La luna, casi completamente llena, empezaba a alzarse sobre la ciudad. Extrañas sombras formadas por nubes alargadas y difusas dibujaban algo parecido a un sucio velo sobre su superficie. Las blancas fachadas de los edificios se erguían frente a nosotros por encima de la oscuridad de los árboles.
Cruzamos las oscuras y alteradas aguas dejando a nuestro paso un confuso rastro, y nos encaminamos hacia un nuevo embarcadero de piedra contra el que golpeaban agitadamente pequeñas lenguas de agua negras y azuladas. Los escalones llevaban a un lugar que yo ya conocía. Una amplia terraza de piedra bajo un maravilloso emparrado que la convertía en un lugar secreto, tranquilo y libre del molesto viento. Había una hermosa silla colocada cerca del agua, para que su ocupante pudiese contemplar el fluir del río y pensar. Recuerdo perfectamente lo que sentí al ver aquella ausente figura femenina, con sus formas y contornos. Allí estaba Nefertiti, sentada, totalmente real, aferrando con los dedos las garras de león talladas en los brazos de la silla, con la mente tan aparentemente fría como una jarra de agua.
Bajé del bote. La gata descendió con elegancia los escalones, se me acercó y se enroscó entre mis piernas.
—Sigues gustándole. —Su voz expresaba una evidente tensión.
—Tiene fe. Cree en mí.
—Está en su naturaleza.
No dije nada. Jety, que desapareció durante unos segundos, trajo otra silla, y después se retiró; tal vez para vigilarme. Me senté frente a ella, con la gata ronroneando en mi regazo.
—Bien, ¿por dónde empezamos? —dije.
—¿Qué tal por la verdad?
—¿Crees que estoy aquí para mentirte?
—¿Por qué no me cuentas toda la historia? Después decidiré si te creo o no.
—Más historias.
Ella no replicó.
—He estado buscando tramas y conspiraciones. He encontrado muchos hombres con razones para desear tu desaparición, y algunos de esos mismos hombres también tienen razones para desear tu regreso. He descubierto las plumas doradas de la Sociedad de las Cenizas. ¿Significa eso algo para ti?
Ella se encogió de hombros.
—Es el tipo de nombre que los hombres le dan a algo que se toman muy en serio.
—Tu cuñado me dijo que las plumas doradas abren puertas invisibles. Le interesó mucho el tema.
—¿Lo ves? A los hombres les encantan los acertijos, los códigos y los sellos extraños. Eso hace que se sientan más inteligentes e importantes.
—Eso fue poco más o menos lo que dijo tu suegra. Y también Ay.
La observé con atención. Algo en sus ojos se estremeció al oír aquel nombre; y no era la primera vez. Cambió de tema.
—Mahu te atrapó.
No era una pregunta. Alcé el dedo entablillado. Fue un gesto tonto.
—No hablé —dije—. Bueno, no mucho. Le hablé del Otro Mundo y cosas por el estilo, pero curiosamente no pareció creerme.
—No tiene imaginación.
—Parece más bien un hombre muy literal.
—En cualquier caso estoy muy sorprendida. ¿Cómo pudiste escapar? —me preguntó, retomando la misma cuestión, ansiosa como un gato encerrado en la habitación equivocada.
—Llegó tu amigo Ay y habló con él. Por lo visto, convenció a Mahu y, después de todo, se vio obligado a soltarme. Entonces Ay me invitó a comer y, por supuesto, acepté. Fue bastante interesante.
Quise dejar la cuestión en el aire. Quería que ella me preguntase.
—Supongo que Mahu intentó hacerte daño, herir tanto tu corazón como tu alma. Supongo que te amenazó con acabar con tu familia del mismo modo que te rompió el meñique. —Su rostro ni siquiera intentó fingir cierta solidaridad.
—Ya me había amenazado a mí y a mi familia con anterioridad. Ya lo sabes. Mientras estuve encerrado tuve una pesadilla. Fue mucho peor que cualquier cosa que él pudiese hacerme.
—Sueños —dijo ella con calma—. Cuéntame tu sueño.
Aparté la vista y miré hacia el río. ¿Por qué tenía que contarle nada? Pero lo cierto era que quería contárselo todo.
—Soñé que volvía finalmente a mi hogar. Había pasado mucho tiempo. Estaba contento. Pero todo el mundo había desaparecido. Era demasiado tarde.
Durante el silencio que siguió no dejé de acariciar a la gata, como si pudiera traspasarle mi angustia pero sin hacerle daño. Alzó la vista y me miró con sus tranquilos ojos verdes. Me di cuenta de que a duras penas podía mantenerle la mirada, lo mismo que me sucedía con su dueña.
—Una pesadilla —dijo ella.
—Sí. Una simple pesadilla.
—El miedo es una ilusión muy potente.
—A algunos de nosotros nos hace humanos.
De pronto estaba enfadado. ¿Quién era esa mujer para hablarme a mí del miedo? Pero ella también estaba enfadada.
—¿Crees que yo no sufro el miedo? ¿Crees que no soy humana?
—Puedo ver el miedo en tus ojos cuando menciono el nombre de Ay.
—¿Qué te dijo? —De nuevo, volvió a la carga, preocupada por ese tema como lo estaría un gato por un pájaro muerto.
—Fue muy sensato. Me pidió que te transmitiese un mensaje.
Eso la detuvo. Ahora tenía algo. Pude apreciar su ansiedad, su necesidad de saber.
—Transmíteme el mensaje. —Lo dijo con demasiada calma.
—Sabe que estás viva. Sabe que regresarás. Su pregunta es cuándo. Y su mensaje es el siguiente: acude a él. El trabajará a tu lado para restaurar el orden.
Sacudió la cabeza incapaz de creer lo que oía; de algún modo, pareció desilusionada. El ruido que surgió de su garganta fue un sonido a medio camino entre un sollozo y una risa apagada causada por algo que en realidad no tenía mucha gracia.
—¿Y tú pensaste que lo adecuado era transmitirme ese mensaje?
—No soy un recadero. Te estoy diciendo qué me dijo. Sus palabras me parecieron sensatas.
—Eres tan ingenuo…
Controlé la rabia que luchaba por alcanzar mi boca. Intenté otro enfoque.
—¿Qué clase de poder tiene Ay sobre ti?
—Nadie tiene poder alguno sobre mí —dijo.
—No creo que sea cierto. Todo el mundo tiene algo o alguien que le atemoriza. Su jefe o su madre, su enemigo acérrimo o el monstruo debajo de la cama. Yo creo que le tienes miedo. Pero lo curioso es que creo que él también te lo tiene.
—Piensas demasiado —dijo apresuradamente.
—La gente no suele pensar lo suficiente. Ese es el principal problema.
Permaneció en silencio. Supe al instante que había tocado cierto resorte interno, que me estaba aproximando a la verdad. Debía de tratarse de algún tipo de vínculo entre ellos, estaba seguro. Pero ella volvió a cambiar de tema con la intención de evitar mis preguntas.
—O sea que no has descubierto nada seguro sobre las tramas preparadas en mi contra, y en lugar de eso me traes un absurdo mensaje y les permites, como si fueses un señuelo, llegar hasta mí. Por suerte, me anticipé a estos problemas.
Me negué a pasar a otra cosa.
—Lo que sucede está muy claro. Mañana es el festival. Ajnatón se ve acuciado por problemas internos y también externos. Esos problemas se centran ahora en el acontecimiento en sí, con el que espera solucionarlos. ¿Por qué? Porque tu ausencia echaría por tierra la ilusión que él necesita perpetuar. Tu regreso precipitará enormes cambios. Eso es lo que opinan muchos hombres, incluidos Ay y Horemheb; ambos están deseando saber qué sucederá cuando regreses. Supongo que lo que desean es aprovecharse de cualquier cambio de autoridad. Tú, que me enviaste directamente a la boca del lobo, ahora piensas que soy un traidor porque he vuelto para comunicarte la escasa información que he sido capaz de reunir, arriesgando mi vida en ello. Y lo más curioso es que Ay está en lo cierto. Creo que no tienes ni idea de qué va a pasar a continuación.
Tras esa perorata, me puse a andar por la terraza. Desde la puerta, Jety parecía alarmado. Las aguas del Gran Río parecían estar aguardando atentamente una respuesta de Nefertiti. Finalmente, con mucha calma, lo ocultó todo.
—Tienes razón —dijo—. No tengo ni idea de qué va a ocurrir. Me pondré a rezar para que se produzca un resultado que restablezca la paz y la estabilidad para todos nosotros. —Miró hacia las oscuras aguas y asintió—. Tengo una petición que hacerte. —Sus ojos buscaron los míos. Confieso que me quedé sin aliento—. ¿Me acompañarás mañana, cuando regrese? ¿Harás eso por mí, a pesar de todo?
Ni siquiera tuve que pensármelo.
—Sí —dije. Quería estar allí.
Me di cuenta, justo cuando pronuncié aquella palabra, de que quería afrontar el incierto futuro, con sus miedos y sus sueños, con ella, sin importar dónde nos condujesen los acontecimientos. Sentí, de repente, como si las oscuras aguas del río fluyesen bajo mis pies; como si la terraza y toda aquella extraña ciudad, ese pequeño mundo de frágiles luces y corazones, parecidos a temblorosas llamas de luz, flotasen sobre la negrura, arrastrados por la corriente, por las turbulencia, del profundo y largo sueño del río.
A pesar de las privaciones de los últimos días, no habría podido pegar ojo aunque me hubiesen ofrecido todo el oro de Nubia. El dolor de mi dedo palpitaba al unísono con mi corazón, como si pretendiese mantenerme despierto; castigando tal vez el resto de mi cuerpo por su aparente salud. Tal vez era también un recordatorio de mis peores miedos. El destino de Tanefert y las niñas me atormentaba, y no dejé de dar vueltas en la cama. Además, el calor era insoportable. Irritadas ráfagas de viento lanzaban puñados de arena y polvo contra los muros exteriores. Oí cómo el viento batía con violencia una puerta, como una advertencia. Alguien debió de ir a cerrarla, pero en cierto modo el silencio posterior fue peor. En cuanto finalizase el siguiente día, con todos los cambios que iba a acarrear —ya fuesen buenos o malos—, yo montaría en el primer barco que se dirigiese hacia el sur, de vuelta a mi hogar. No me importaría tener que remontar el río contracorriente en una chalupa de papiro en caso de ser necesario. La distancia y la incertidumbre me llevaban a sentirme desolado, y juraba una y otra vez que no volvería a abandonar a mi familia.
Estaba sumido en esos pensamientos cuando oí pasos al otro lado de la puerta. Me habían asignado una habitación lateral para dormir, y como los tres habíamos recorrido la casa horas antes, en deliberado silencio, sin darnos apenas las buenas noches, la casa parecía desierta, las estancias cerradas, los muebles cubiertos con telas. Tuvimos mucho cuidado de no encender lámpara alguna, para no alertar de nuestra presencia al mundo exterior. Nefertiti nos había asegurado que a nadie se le ocurriría ir a buscarnos allí, en su propio palacio. Pero entonces oí pasos. Se detuvieron frente a mi puerta. Permanecí totalmente inmóvil, aguantando la respiración. Los pasos siguieron adelante, suaves, y pronto dejé de oírlos.