Jety me agarró del brazo y se llevó un dedo a los labios. Bajamos la escalera en silencio. De repente, oímos pasos que se dirigían hacia donde estábamos, por el pasillo por el que habíamos venido. El pánico se apoderó de Intef, nos metió apresuradamente en un pequeño almacén y cerró la puerta. Jety y yo nos miramos con intensidad, intentando no respirar. Intef había cerrado con fuerza los ojos. Cuando la nueva pareja de guardias pasó de largo, salimos y recorrimos a toda prisa la biblioteca, ahora vacía y en silencio, hasta llegar al patio. Tras inclinarnos ante Intef, que parecía emocionalmente muy afectado por la aventura, Jety y yo nos cubrimos la cabeza con nuestras togas y pasamos junto a los guardias antes de salir a la ruidosa y caótica calle.
—Y bien, ¿qué hemos sacado de esto? —preguntó Jety.
Con mucha cautela le mostré la pluma de oro.
—La encontré en el archivo de Ay. La habían escondido allí. No sé qué significa.
Hice girar aquel extraño y hermoso objeto entre mis dedos bajo los últimos rayos de luz.
Con la oscuridad, las calles se transformaron con la súbita afluencia de población foránea. De repente, la ciudad me gustaba más. En las calles abundaban las actuaciones improvisadas de magia, música, baile o malabarismos; se habían instalado restaurantes y cantinas provisionales en cualquier hueco bajo toldos baratos de tela iluminados por antorchas y lámparas; en un rincón había un mercado nocturno, con vendedores que ofrecían monos y pájaros, telas y joyas, frutas y especias amontonadas como perfectas colinas multicolor. La atmósfera era animada y ruidosa; hombres y mujeres de todo el imperio se peleaban para que los atendiesen o se abrían paso entre el gentío para ver una actuación. Dignatarios y familias enteras se dirigían a cenas, recepciones y encuentros ataviados con sus mejores ropas, con la cabeza bien alta, haciendo gala de su orgullo y superioridad.
Espontáneas aglomeraciones de tiendas se desplegaban por los espacios vacíos alrededor del centro urbano; llegaban ya hasta la orilla del río. Por las aguas oscuras no dejaban de pasar botes. Me sentí totalmente de incógnito allí, al amparo de la noche, rodeado por la multitud y el delicioso frescor de la brisa nocturna que llegaba del norte. Jety y yo observamos cómo un centenar de pequeñas barcas, la mayoría de ellas alquiladas por un hombre de negocios en el embarcadero, se balanceaban en el agua, con sus linternas de papel creando cambiantes archipiélagos de luz que iluminaban a los amantes que las ocupaban. Bajo todas aquellas barcas fluía sin descanso el río; el transitorio brillo del presente visitaba la oscuridad de los dioses. A nuestra espalda, los palacios y los templos, las oficinas y las bibliotecas, tenían un aspecto tan siniestro como el de una prisión. Me pregunté cuál de todos aquellos edificios, construidos en tan poco tiempo, sobreviviría. ¿O acaso todo desaparecería y quedaría enterrado bajo la invasora arena del desierto?
Regresamos a la casa segura, desplazándonos por los límites de las sombras en los callejones, dejando atrás discusiones e invitaciones para beber y también a las viejas que lavaban los cuencos de la cena en las fuentes públicas. Tras buscar a tientas nuestros colchones de paja, nos relajamos para pasar la noche. Jety quería hablarme de la escasa información que habíamos encontrado, pero a mí no me apetecía. La información era decepcionantemente enigmática y en absoluto concluyente. Y se nos acababa el tiempo. Hice girar la pluma de oro frente a mis ojos e intenté repasarlo todo mentalmente. Ajnatón y sus problemas. Mahu, la repulsión que sentía por mí y las dudas de la reina. El asesinato de Meryra. Ay, a quien Nefertiti temía. Y Horemheb, ese extraño y joven oficial, casado con un destacado miembro de la familia real, una chica que se pasó un año llorando. Rogué para que la noche permitiese a mi mente soñadora descubrir alguna pista que le hubiese pasado inadvertida a mi cerebro mientras estaba despierto.
Me desperté dándole vueltas al nombre de Horemheb. Observé las partículas de polvo que flotaban bajo las cuchillas de potente luz que se colaban por los huecos que dejaban los juncos rotos en el techo. El colchón de Jety estaba vacío. Oí que alguien se movía en la otra habitación y alargué el brazo en busca de mi daga. Se abrió la puerta y entró él con una cesta en la mano. ¿Cómo era posible que no me hubiese despertado cuando él se levantó? Estaba perdiendo facultades.
—El desayuno.
Comimos fruta y pan de azúcar, y compartimos una jarra de cerveza y un puñado de aceitunas.
—Quiero visitar a Horemheb —dije—. Pero ¿cómo lo hacemos? Después de todo, se supone que no existo.
Masticábamos las aceitunas sin dejar de pensar.
—¿Qué pasaría si él no supiese que has desaparecido? —dijo Jety al cabo de un rato—. ¿Acaso debería estar al corriente? ¿Quién tendría que habérselo dicho? ¿Por qué no le pides audiencia, le dices quién eres, que Ajnatón te ha encargado la investigación de un importante misterio y que necesitas hablar con él?
Era una idea brillantemente sencilla. El nombre de Ajnatón me abriría la puerta. Podía ser yo mismo, durante el encuentro, y hacer mis averiguaciones para saber hasta qué punto era leal o no al rey. Podía informarle de la desaparición de Nefertiti y observar su reacción. Tal vez podría valorar su relación con Mahu, sin comprometer la seguridad de mi familia. Por otra parte, podía hacer que me arrestasen. Pero merecía la pena correr ese riesgo.
Jety descubrió dónde se alojaba Horemheb: en el barrio septentrional; no en el meridional como yo había supuesto dado su estatus. Tal vez se debía a que de ese modo estaría más cerca de los palacios del norte, que eran las residencias reales más sencillas y privadas. Decidimos evitar las calles, a pesar del amparo que ofrecía la multitud, y ya que no podíamos avanzar por las orillas del río —pues los jardines reales llegaban casi hasta el agua—, alquilamos una barca pequeña. Eludimos los embarcaderos, que incluso a esa hora temprana eran un hervidero de actividad. Barcos de todo tipo habían llegado durante la noche, y ahora entrechocaban subiendo y bajando como un poblado de chabolas flotante.
Fuimos lentamente río abajo. La primera luz proveniente de lo alto de los acantilados del este revelaba los brillantes colores de la Tierra Roja y las lánguidas corrientes del río, iluminadas aquí y allí por retazos de luz que se colaban en ángulo por entre las ramas de los árboles de la orilla oriental. Las colinas, con sus tumbas de roca y sus cuadrillas de construcción, seguían sumidas en sombras negras, grises y amarillas. Los chadufs, ese nuevo invento, trabajaban sin descanso bajo los árboles, recogiendo agua para abastecer el verdor de la ciudad. Y en la orilla occidental, obreros y esclavos, egipcios y nubios, trabajaban inclinados sobre los campos amarillos. No había descanso para ellos pues tenían que satisfacer el perpetuo y monstruoso apetito de la ciudad.
Condujimos la barca hacia un pequeño muelle y la atamos a un poste. Había poca gente allí, aunque un barco estaba descargando alimentos y mercancías; otras pequeñas naves transportaban de una orilla a otra obreros y el fruto de las cosechas. Caminamos por la vía Real. Hacia el sur, a lo lejos, se veía el Gran Templo de Atón, que delimitaba la zona norte del centro urbano, elevándose sobre el resto de edificios; sus estandartes flameaban con la suave brisa de la mañana. Hacia el norte se extendían las villas construidas a ambos lados del camino, protegidas por altos muros. Un buen número de edificios se destacaban entre las casas bajas. Jety los conocía. Me dijo que en la parte norte de la ciudad estaba el Palacio del Río, una torre cuadrada junto a la orilla, debajo de las colinas del norte, precisamente donde se curvaban para encontrarse con el río. Al sur de donde nos hallábamos había otro palacio.
—¿Quién vive ahí?
—No lo sé. Está vacío. Dicen que está decorado con espectaculares pinturas de animales y pájaros.
Hacia el este estaban los altares desiertos de cara al sol naciente. Y por encima de ellos, cortados en la vertiente de las colinas, Jety señaló otras grandes tumbas.
—¿De quién son?
Jety negó con la cabeza y se encogió de hombros.
—De ricos y poderosos.
El resto de la zona parecía una colección más bien azarosa de edificios bajos. En la oscuridad de sus almacenes trabajaban los carpinteros, y los herreros martilleaban; el acre olor de la madera cortada, del fuego y del metal al rojo vivo llenaba el aire de la calle. Restos de todo tipo —de comida, materiales de construcción, tazones rotos, sandalias destrozadas, piezas de juguetes, pedazos de lino— ocupaban todos los solares vacíos como si de templos de basura se tratase, para regocijo de gatos y pájaros hambrientos.
Al igual que muchas de las otras villas, la de Horemheb estaba emplazada en un rectángulo rodeado por un largo y alto muro almenado con una sola puerta y sin ventanas u otras entradas. No había inscripción alguna sobre el dintel de la puerta. Nadie, por lo visto, había reclamado hasta entonces la propiedad de esa casa, aunque alguien debía de haber pagado su costosa construcción. El acabado exterior era inmaculado, casi brillaba de lo nuevo que era.
Le dije mi nombre y le enseñé mis credenciales al guardia de la entrada. Estaba uniformado. Le pregunté por la división a la que pertenecía. Me miró de arriba abajo como si fuese demasiado gordo e indulgente, y respondió con la amable hostilidad característica de muchos de nuestros militares:
—División Ajnatón, señor.
Nos escoltaron por el camino de entrada y dejamos atrás una pequeña capilla donde había varias estatuas pequeñas de Ajnatón y de Nefertiti. Me detuve e hice un gesto exageradamente respetuoso.
—¿Dedicas mucho tiempo al culto?
El guardia parecía molesto.
—Le dedicamos el tiempo que nos ordenan que le dediquemos. —Pero el tono de su voz decía que no les gustaba mucho.
Giramos a la derecha, atravesamos un jardín en el que podía sentirse ya el calor del sol y llegamos hasta la agradable sombra de un pequeño patio de altos muros. En ese lugar, el guardia nos entregó a otro guardia. Saludó con tanta frialdad como le fue posible y se marchó. El nuevo guardia nos hizo subir una escalera que llevaba a la casa principal.
Una aireada galería, fresca y espaciosa, daba a otras habitaciones todavía más amplias y aireadas, con columnas, alrededor de un espacio central con ventanas elevadas. Olía a pintura fresca y a madera recién cortada. El suelo no tenía un solo arañazo y brillaba como un espejo. Parecía que hubiesen colocado los muebles esa misma mañana. Los hombres uniformados con los que nos cruzábamos, ocupados en sus menesteres, transmitían el mismo aire de eficiencia y voluntad. Eran hombres de carrera, ni reclutas ni mercenarios. De las habitaciones llegaban retazos de conversaciones, asentimientos tajantes, inclinaciones de cabeza a modo de apreciación, sonrisas irónicas, comentarios vigorosos y miradas inteligentes. Varios nubios muy serios de alto rango estaban reunidos en el otro extremo de la sala principal.
Un secretario sentado tras un escritorio nos atendió. Jety le habló con mucha calma, pero él sacudió la cabeza. Jety discutió con él y sacó la autorización de Ajnatón. El secretario asintió y recorrió a buen ritmo el pasillo. Nos sentamos en dos elegantes sillas cuyos brazos culminaban en cabezas de esfinge doradas.
Mientras esperábamos, me fijé en aquellos hombres, en el gesto dominante de sus jóvenes caras, el confiado modo de comportarse, la precisión y pulcritud de sus uniformes y complementos, la sensación de pertenencia a sus orígenes sociales y étnicos, y sobre todo la clara impresión de que existía un código secreto que se dejaba entrever en sus mesurados gestos y respuestas. Viéndoles, empecé a entender que allí, después de todo, estaba el futuro, no en los absurdos ritos de adoración al sol o en las nuevas ciudades construidas en el desierto, con riquezas y trabajo con la tierra y la luz. No, el futuro era militar. Ellos eran la nueva generación de hijos del rey, la élite de las familias egipcias. Muchos de ellos habían sido escogidos en tierras extranjeras y criados en la Gran Casa; todos ellos se habían convertido en jóvenes ambiciosos, educados y con ideas claras, conscientes de las oportunidades de ascenso que se abrían ante ellos. ¿Quién sabía qué lealtades, rencores y ambiciones guardaban en su interior? Todos ellos parecían tener un plan, conocer perfectamente sus objetivos y estar esperando el momento adecuado. Parecían hombres sin miedo.
El secretario se acercó a nosotros y me dijo en un susurro que me recibirían. Dejé a Jety esperándome y seguí al hombre por más pasillos hasta llegar a una estancia privada. Llamó a una puerta de aspecto anodino y entré en una habitación absolutamente normal, transformada en un pequeño despacho con un escritorio y dos sillas. Ni un solo detalle indicaba el estatus de aquel hombre, como si hubiese rechazado cualquier muestra superficial de poder.
El hombre sentado al otro lado del escritorio era muy guapo. Su anatomía no era robusta o fuerte en exceso —no era un gigante— y su cabeza, sobre sus estrechos pero poderosos hombros, no era excepcionalmente noble, pero su cuerpo era puro músculo —sin un gramo de grasa— y su rostro expresaba concentración, no el carnívoro apetito de Mahu, sino una atención por completo carente de sentimientos. Me dio la impresión de que aquel hombre no mataría por placer, pero sí mataría atendiendo a sus propias razones, y que no se pararía a pensarlo. Supuse que para él su corazón no era más que otro músculo bien disciplinado que servía para bombear su fría sangre.
Se apartó del escritorio, me dio la mano brevemente y con firmeza y me miró directamente a los ojos. No había ni el menor resquicio de incertidumbre en su mirada. Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos. Entonces hizo un gesto indicándome que tomase asiento y me ofreció algo de beber, que yo rechacé. Se sentó en su silla —que era igual que la mía, al otro lado del escritorio— en una postura alerta, como de garza junto a un estanque lleno de peces.
—¿Qué puedo hacer por ti?
Pero lo que quería decir era: cuéntame qué te ha traído aquí. Le indiqué brevemente el departamento al que pertenecía y mi papel en la investigación de un gran misterio. No apartó la vista ni un momento, estudiando mi cara al tiempo que escuchaba mis palabras. Cuando acabé miró hacia otra parte, concretamente hacia la pequeña ventana elevada. Estiró las piernas y colocó las manos detrás de la cabeza. Su belleza seguía intrigándome, pues no podía ubicar ninguno de sus rasgos; parecía como si en su cara se hubiesen reunido partes que, por separado, no resultasen particularmente destacables. Recordé a otro de los escribas de Tanefert, que dijo que la mayoría de personas tenían material suficiente en sus caras para completar algunas más. No era su caso. Ese hombre solo tenía una cara. Fijó sus ojos en mí.