—Gracias —dije—. Es muy esperanzador.
Sonrió y miró hacia otro lado.
—¿Qué poema era ese?
—Es el poema de Atón —respondió—. Está escrito en las paredes de la cámara. ¿No te has fijado en él?
¿Cómo podía pararse a pensar en poemas en esos momentos?
—Suena a advertencia —dije.
—Y muy seria.
Volvió a contemplar las estrellas.
—¿Crees que hay otros mundos además del nuestro bajo el cielo? —preguntó de pronto.
—Puedo imaginar mundos mejores que este, particularmente esta noche —repuse.
—Yo imagino uno en el que la Tierra Roja se ha transformado en un enorme jardín. Los árboles son dorados, y hay muchos ríos y hermosas ciudades construidas sobre colinas.
—Tú siempre piensas en el cielo. Yo pienso en lo contrario.
—¿Por qué?
—Tal vez porque vivo en una tierra donde la maldad se impone, una tierra en la que conviven el miedo y la vergüenza. He sido testigo de vidas corruptas y vidas malogradas, esperanzas truncadas, sueños rotos, asesinatos y mutilaciones. Injusticias cometidas por la autoridad. He visto gente sin alma haciendo atrocidades a gente sin poder. ¿Por qué motivo? Solo por riqueza y poder. No hay honor ni dignidad en estos actos. Pero somos de una tierra de hombres ricos, grandes, fuertes y orgullosos, así que poco importa.
Aparté la mirada y la dirigí hacia el horizonte, al sudoeste, sorprendido por el ardor de mi respuesta.
—Yo tenía un sueño antes de venir aquí —proseguí. Me di cuenta de que sentía una urgente necesidad de contárselo.
—Eres bastante soñador para ser un hombre escéptico —dijo en voz baja.
—Estaba en un lugar frío. Todo era blanco. Había unos extraños árboles oscuros. Los árboles parecían negros, como si hubiesen ardido. Todo estaba muy tranquilo. Me había perdido. Estaba buscando a alguien. Entonces, algo increíblemente ligero empezó a caer de un cielo blanco. Era nieve. Es todo lo que recuerdo, pero la desolación de ese sueño ha permanecido en mi interior. Como algo que se hubiese perdido y nunca pudiera volver a recuperar.
Ella asintió, lo había entendido.
—He oído hablar de la nieve.
—Yo oí contar una historia a cerca de un hombre que metió nieve en una caja y se la llevó al rey como si fuese un tesoro. Cuando abrieron la caja, la nieve había desaparecido.
Me miró con interés.
—Si me hubiesen entregado esa caja, yo no la habría abierto.
—¿Y no te habría gustado saber qué había dentro?
—Nunca debe abrirse una caja de ensueños.
Pensé en ello durante unos segundos.
—Pero entonces nunca sabrías si la caja estaba llena o vacía.
—No —dijo—. Nunca lo sabría. Pero esa seguiría siendo mi elección.
Finalmente mis pensamientos se trasladaron al presente.
—Podríamos llegar hasta el río y conseguir un bote —propuse.
Ella negó con la cabeza.
—¿Y adonde iríamos? Debemos regresar a la ciudad. Todas las criaturas nocturnas están elaborando tramas y traiciones. Supongo que las serpientes están afilando los dientes y cargando sus bocas con veneno. El mundo nos acecha y nosotros no debemos huir.
Tenía razón, por supuesto. Por encima de cualquier otra cosa, la tormenta había dañado el prestigio de la familia y había dado pie a la rebelión. Si querían sobrevivir, tenían que hacerse visibles y reafirmar su autoridad. Pero ¿cuál era el grado de riesgo que debían afrontar?
—Déjame hacerte una pregunta: ¿cómo vas a lograrlo? Ellos dirán que la tormenta ha sido un juicio divino…
Ella se echó a reír.
—Lo único que no tienes presente es lo que hace que todos los grandes sueños, los planes y las visiones se vengan abajo en tu cabeza.
Sus ojos brillaron con algo que no era simple curiosidad o diversión. Todo lo que ella había llevado a cabo parecía ahora fútil. Todo lo que había conseguido se lo había llevado la tormenta, como si se hubiese limitado a despejar el tablero, posibilitando nuevas jugadas.
—Podrías encargarle a un poeta que reescribiese la historia de lo ocurrido hoy y convirtiese la tormenta en algo que formaba parte de un plan. El poema del triunfo sobre la tormenta. La reina regresa cubierta de gloria del Otro Mundo, el dios del caos intenta derrotarla, pero todo su poder no puede destruir la ciudad de Atón, ni tampoco atemorizar a la reina.
—Ahora estoy atemorizada.
Me miró durante un momento. Al verla allí sentada, con los brazos alrededor de las piernas, lo que más deseé fue abrazarla para intentar hacerla entrar en calor… o para intentar que dejase de temblar. Sentí que mi corazón latía totalmente desbocado, como el de un colegial. Estaba tan cerca… Podía sentir la calidez de su piel incluso a través del fresco aire de la noche; podía apreciar la fuerza de sus ojos en la oscuridad. Estaba distante y triste. Alargué el brazo y dejé mi mano con cuidado sobre la suya. Temí que las montañas retumbasen y las estrellas cayesen del cielo. Pero nada de eso ocurrió. Ella no se movió. Sin embargo, me pareció que contenía la respiración un momento. Nos quedamos sentados de ese modo durante un buen rato. Finalmente, con lo que yo quise entender como desgana, deslizó su mano y la apartó de la mía.
Fue entonces cuando oí el leve sonido de la grava que caía cerca de donde estábamos, por la pendiente que se extendía a nuestra espalda. Podría haber sido un conejo del desierto, pero no fue así. Alcé la vista y vi que Jety hacía gestos señalando algo. Me puse en pie despacio y retrocedí hacia la entrada de la tumba, esforzándome por no hacer ningún ruido, intentando hacer de parapeto de la reina para protegerla de fuera lo que fuese aquello que se aproximaba. Más piedrecitas y grava; después un paso claramente audible cerca de la pendiente, alguien que iba en busca de algo. Pero el extraño permaneció en el territorio de las sombras. Al menos habíamos llegado a la entrada de la cámara, lo cual nos ofrecía refugio temporalmente; carecíamos de medios, no teníamos más que nuestras dagas para defendernos. Empujé a la reina hacia las sombras de la cámara y esperé.
Una sombra ascendió por la pendiente. Quienquiera que fuese se había quedado sin aliento. Reconocí de inmediato la silueta de aquel fuerte y voluminoso cuerpo, la forma brutal de la cabeza. Reconocí también la forma jadeante que le seguía, fiel y atontada.
—Extraño lugar para pasar la noche. —La voz de Mahu era tensa. Intentaba disimular la falta de aire.
—Estábamos contemplando las estrellas —respondí.
—Puedes pedir su favor. ¿Dónde están? ¿Están a salvo?
—¿Por qué me lo preguntas?
Entonces Nefertiti pasó a mi lado, con una lámpara en la mano. Mahu pareció sentirse aliviado y de inmediato se arrodilló, como un monstruo ante un niño.
—He ofrecido plegarias de agradecimiento por el regreso de la reina —dijo.
—Infórmame.
—¿Podría informar también a nuestro señor?
—Está descansando.
A Mahu no le agradó la noticia.
—Pero…
—Está bien —insistió ella.
Había algo inflexible en la conducta de la reina. Mahu había sido pillado en falta. Se produjo un momento de tenso silencio entre ellos durante el cual ella no varió de postura; entonces él asintió. Pero todavía no quería ceder.
—Ese hombre debe irse. Ahora yo me haré cargo de la situación. —Me señaló con el dedo, mirándome con verdadero asco. El encuentro con Ay seguía doliéndole. Bien.
—¿Por qué? Me ha protegido y me ha salvado, él ha traído a la familia real a un lugar seguro, ha actuado bien. ¿Y tú, has cumplido con tu cometido? ¿Qué podrías decirnos que él no pudiese escuchar?
Me resultó difícil no sonreír. Aunque tampoco lo intenté con todas mis fuerzas.
Mahu movió nerviosamente la cabeza sobre sus anchos hombros. Parecía un babuino encerrado en una jaula, intentando escapar. Todavía seguía siendo peligroso para mí. Podía atacarme en cualquier momento. Pero Nefertiti permaneció implacable.
—Habla —le ordenó.
—La ciudad es un caos —dijo—. El tráfico ha colapsado el Gran Río. Todos los que pueden irse lo están haciendo. Las tiendas de alojamiento salieron volando. Los andamios se han venido abajo, han matado gente y han bloqueado las calles. Varios almacenes de comida están inservibles debido a la arena. Los pozos que no han quedado cubiertos se han echado a perder. Los suministros de agua dulce son poco fiables. Ha habido muchas muertes provocadas por el pánico. —Dudó. La parte más dura del informe todavía estaba por llegar.
—¿Qué más?
—Se ha impuesto el caos.
—¿Qué quieres decir?
—Hay un vacío de autoridad. Mis tropas son escasas, no pueden controlar la situación. Los almacenes del templo han sido saqueados, todas las provisiones de grano, vino, fruta… Las bandas se lo han llevado todo. Incluso han despiezado animales destinados al sacrificio en el recinto del templo para hacerse con comida. La barbarie ha cundido de la noche a la mañana. Estallan peleas en la calle entre distintas nacionalidades para conseguir comida o un techo bajo el que refugiarse. El embajador de Mittani, su familia y sus seguidores han sido asesinados en el mayor momento de confusión. Sospechamos de fuerzas hititas. No podemos proteger a nadie. Hemos acomodado dentro del Gran Palacio al mayor número de familias y dignatarios posible, y hemos levantado refugios temporales en el Pequeño Templo de Atón.
—¿Por qué no has logrado mantener el control de la ciudad en nuestro nombre?
Su expresión se ensombreció.
—Horemheb ha decidido tomar el mando, por encima de mi autoridad y de la de los medjay. Ha desplegado a sus hombres por toda la ciudad y ha ordenado que acudan reservas. Llegarán dentro de un par de días. Ha conseguido controlar militarmente la zona, hasta que… —Se detuvo de nuevo. Había llegado el momento de lo que no podía decirse.
—Habla.
—Hasta que regreses y te veas con él.
La cara de la reina permaneció impasible, pero eso eran malas noticias.
—¿Te ha enviado él? ¿Eres su recadero?
Mahu la miró a los ojos, el orgullo se impuso al respeto.
—Sigo siendo el que he sido siempre, un súbdito leal. No soy un recadero. He venido a alertarte de sus intenciones.
Nefertiti relajó ligeramente sus facciones.
—Tu lealtad tiene más valor que el oro para nosotros.
Resultó sorprendente comprobar el efecto que causaron unas pocas palabras halagüeñas en un hombre como aquel. La fiereza de Mahu se desvaneció como por ensalmo.
Ella habló ahora con más rapidez, espoleada por los imperativos de la nueva situación.
—Debo regresar. Pero para retomar el mando, no para negociar con el ejército de Horemheb.
Esa afirmación no tuvo el efecto esperado en Mahu. Había algo que todavía no había dicho. ¿Una discusión, tal vez? ¿Malas noticias? La reina me lanzó una rápida mirada, para cerciorarse de si yo también me había percatado. Decidí acercarme.
Mahu me gruñó:
—Aléjate de mí.
Nefertiti asintió de manera casi imperceptible y yo di un paso atrás de nuevo.
—Tienes que hablar con total sinceridad —dijo ella—. No ocultes nada. De lo contrario, regresaré a la ciudad sin estar al corriente de todo y eso no me convendría.
Miré hacia el lugar en el que había visto por última vez a Jety, pero no pude entreverle en la oscuridad. Sin duda lo estaba escuchando todo.
Mahu recuperó la compostura y habló con una inseguridad impropia de él.
—Hay algo… más. —Hizo una pausa dramática.
—No esperes que interprete tus silencios. Habla.
Entonces, proveniente del silencio y la oscuridad, llegó un sonido siseante y un ruido sordo. Nefertiti y yo miramos hacia ese punto invisible. Mahu no se movió. Su expresión cambió, parecía como si no pudiese recordar por dónde tenía que empezar a hablar. Un hilillo de sangre apareció en la comisura de sus labios. Se llevó la mano a la boca muy despacio, sorprendido por el color rojo de su dedo. Sacudió la cabeza y, lentamente, cayó de bruces como una bestia demasiado pesada.
Nos agachamos y corrimos hacia su cuerpo. Una flecha le había alcanzado en la columna vertebral. Se había clavado profundamente entre sus omóplatos. Estudié la flecha; llevaba inscrito un jeroglífico que me resultó familiar: la cobra. Mi mente recuperó el recuerdo de la flecha carbonizada en el bote incendiado. La señal de advertencia que recibí antes de llegar. Ahí estaba de nuevo. Idéntica.
Le di la vuelta con el mayor cuidado posible. Todavía respiraba, boqueando, como si no se encontrase en su elemento, como si el aire fuese agua. Supongo que reconoció la ironía que suponía que mi cara fuese la última que iba a ver en su vida.
—Maldito seas. —Tuvo que esforzarse mucho para pronunciar cada palabra con la garganta llena de sangre—. Tenías razón.
La reina me miró. Sacudí la cabeza. Mahu tosió y escupió, y una repentina ráfaga de gotas rojas manchó mi ropa. Eso le hizo reír, y más sangre salió por su boca, más espesa y oscura ahora. Él también se dio cuenta.
—Me muero —dijo casi encogiéndose de hombros, como si la muerte no fuese nada. El perro le lamió la cara. Lo aparté.
—¿En qué tenía razón? —dije.
Sentí la presencia de alguien por encima de nosotros. Era Ajnatón, tenía el aspecto de un viejo al que han despertado de un profundo sueño. Llevaba una lámpara en la mano, y debido a sus ropas blancas era un blanco perfecto para otra flecha. Tiré de él hacia el suelo para resguardarlo del peligro. El gritó enfurecido. Le cubrí la boca con la mano. Los tres estábamos acuclillados junto a Mahu, cuyos ojos adquirieron una triste mirada al ver a su señor de aquella guisa. ¿Acaso aprecié también decepción en sus ojos antes de que las manos de la muerte transformasen aquel color topacio en algo más parecido a un bronce brumoso?
Agarré a Ajnatón por el brazo y echamos a correr los tres, agachados como perros, de vuelta a la cámara mortuoria. El tropezó cuando quiso volverse para echar otro vistazo al cadáver de Mahu, con el perro fielmente sentado a su lado, y yo tuve que tirar del rey de las Dos Tierras. Jety apareció como salido de la nada para ayudarme.
Nos ocultamos en el interior de la cámara; nuestro aliento creaba breves nubes de vapor en el aire, ahora helado, del desierto. Las lámparas ardían ya con menos fuerza, enviando una temblorosa luz sobre las figuras pintadas y el bosque de columnas blancas. Las niñas se habían despertado y se arremolinaron alrededor de su madre, que les advirtió que tenían que permanecer en completo silencio. Esperamos, escuchando con atención. Supe que esos podían ser los últimos minutos de nuestras vidas. Estábamos atrapados; no había posibilidad de huida. Cualquiera podía entrar en la cámara y degollarnos como a bestias bajo aquella trémula luz. Como para confirmar mis malos presagios, oí ladrar al perro de Mahu y después callar de golpe.