—Soy el jefe de los médicos del Padre del Dios —dijo con voz totalmente neutra—. Voy a tener que examinarte. —Sentí el impulso de negarme a que me tocase. El debió de darse cuenta—. Es necesario. —Asentí.
Colocó sus manos en diferentes partes de mi anatomía. Sus dedos sondearon los cortes y las heridas, apretando la piel maltrecha en busca de infección o fluidos. Cuando alzó mi mano para observar el dedo roto, y tras cogerlo entre sus propios dedos con el fin de examinarlo moviéndolo, el dolor que sentí fue tan terrible que me estremecí. El no pareció darse cuenta. Se limitó a asentir, como si hubiese confirmado la obvia conclusión de que el dedo estaba realmente roto.
Abrió un pequeño maletín. Contenía pequeños frascos de minerales, hierbas, miel, grasa y bilis. Junto al maletín había varias vasijas para mezclar y almacenar esencias y aceites, y también diversos instrumentos quirúrgicos; afilados garfios, alargadas sondas, vasijas cóncavas y unos fórceps de muy mal aspecto colgaban de las paredes. Todo estaba muy ordenado; era un pequeño laboratorio de trabajo. Los instrumentos se parecían mucho, me fijé, a los que se usaban en el proceso de embalsamamiento y momificación. Me acordé de la cámara de purificación. Me acordé de Tjenry y sus ojos de cristal. Me acordé del canope y su espantoso contenido. Vi una estatua de Thoth, dios del conocimiento y la escritura, con forma de babuino mirándonos desde lo alto metido en un nicho. El guardián de los muertos del Otro Mundo.
—Veo que te interesa la alquimia —dije.
Cerró el maletín y se volvió.
—Es un camino de conocimiento —respondió—. Transmutación. La purificación partiendo de la sustancia base de la verdad eterna.
—¿Y eso cómo se logra?
—Con el fuego. —Me miró directamente con sus desolados ojos—. Vuelve la cara hacia la pared, por favor. —Me pasó un plato.
—¿Para qué es esto? —pregunté.
No respondió. Me di la vuelta. Sentí cómo colocaba mis dedos sobre una tabla, el roto a un lado.
—He oído hablar de una sustancia, conocida solo por los alquimistas: una especie de agua que no humedece pero que todo lo quema.
Sentí sin previo aviso una explosión de dolor en mi dedo meñique que me llevó a levantar el brazo. Vomité en el plato que me había entregado. Cuando recuperé la compostura todavía estaba vendando el dedo sobre la tabla. El dolor había desaparecido, sustituido por una serie rítmica de punzadas.
—Tu dedo ya está reconstruido. Aunque tardará algún tiempo en curar.
Pasó a ocuparse de restablecer el meticuloso orden de aquella habitación.
—Como jefe de los médicos debes de tener acceso al Libro de Thoth, ¿no es así? —pregunté.
Tras un breve silencio, dijo:
—Tú no puedes saber nada de esos asuntos.
—Se dice que los Libros son un compendio de secretos y poderes ocultos.
—El poder está oculto en todo —replicó—. Ese conocimiento atesora un gran poder. Y también un gran peligro para aquellos que no han sido correctamente iniciados en dichos secretos y responsabilidades.
Nos miramos. Esperó para ver si insistía en la cuestión. Después asintió discretamente y salió, cerrando la puerta en silencio a su espalda.
Me llevaron a una estancia muy lujosa, con sillas doradas, largos bancos y colgantes hititas en las paredes, y me dejaron allí para que esperase. Habían preparado tíos bandejas; lino nuevo, preciosos platos de metal, copas de alabastro casi traslúcidas bajo la pulida luz que entraba por la ventana de la estancia. Estaba muerto de hambre, y la perspectiva de una buena cena, por muy compleja que fuese la situación, hizo que mi estómago gruñese.
Estaba examinando los preciosos objetos a mi alrededor, cuando sentí una ligera corriente de aire. Allí estaba Ay. Nos sentamos al lado de las bandejas. Nos atendía un silencioso sirviente capaz de servirnos perfectamente y de parecer que no estuviese realmente allí. Nos trajo muchos platos, incluido pescado envuelto en papiros cocinado con vino blanco, hierbas y nueces; algo que jamás había imaginado.
—Se considera que el pescado es comida de pobres —dijo Ay—, pero preparado correctamente es muy delicado y hace que la carne parezca vulgar. Después de todo, llega desde el mismo corazón del Gran Río, que nos da a todos la vida.
—Y se lleva nuestras basuras y a nuestros perros muertos.
—¿Es así como lo ves? —Reflexionó unos segundos y después sacudió la cabeza rechazando mi comentario—. Los peces son criaturas impresionantes. Viven en un elemento distinto. En un lugar silencioso y puro. Guarda sus secretos pero no puede hablar de ellos.
Con mucha delicadeza sacó la espina, cortó la cola y la cabeza del pescado y las dejó en otro plato. Yo hice lo mismo, aunque con más torpeza. Las dos grasientas cabezas habían quedado a un lado como si estuviesen escuchando nuestra conversación. Ay se llevó a la boca algunos bocados de aquel delicado alimento.
—Te he traído aquí porque sé que has encontrado a la reina —dijo—. De no ser así, habría dejado que Mahu siguiese dispensándote sus tiernos cuidados. Por si no lo sabes, te odia.
No dije nada. Además, tenía la boca llena.
—Me gustaría expresarlo de otro modo. Ella es una mujer inteligente y no habría permitido que llegases hasta ella si no hubiese deseado que la encontraras. ¿No te parece?
Seguí en silencio. Tenía que saber adonde quería llegar. Recordé la expresión de animal atemorizado que se dibujó en el rostro de Nefertiti cuando mencioné el nombre de Ay.
—Así pues, ella tiene un plan, que hasta cierto punto depende de tu participación. Y, por supuesto, ese plan concluirá cuando ella aparezca de nuevo durante el festival. ¿Por qué otra razón, de no ser así, se habría secuestrado a sí misma?
No era una pregunta que requiriese respuesta.
—No la he encontrado —dije—. No sé dónde está.
Dejó de comer. Aquellos ojos marcados por la esencia de la nieve me miraron.
—Sé que la has encontrado. Sé que no está muerta. Sé que regresará. Por tanto, la única pregunta posible es: ¿qué va a ocurrir ahora? Ella no puede saberlo, por eso estoy interesado en esa parte de la trama.
Ay asintió y un sirviente se llevó los platos y trajo otros limpios.
—¿Y qué tengo que ver yo con todo esto?
—Tú eres su intermediario. Esa es la cuestión; quiero que le lleves un mensaje de mi parte.
—No soy un recadero.
—Siéntate.
—Me quedaré de pie.
—El mensaje es el siguiente: dile que acuda a mí y yo restauraré el orden. No hay ninguna necesidad de seguir con este melodrama. Hay soluciones sensatas, elecciones adecuadas que tenemos que tomar, en beneficio de todos. No tiene por qué combatir contra nosotros para restablecer la estabilidad en las Dos Tierras.
Esperé para ver si añadía algo más.
—¿Eso es todo?
—Eso es lo que quiero que ella sepa.
—No es una oferta muy generosa.
De repente, se enfureció.
—No oses realizar comentario alguno sobre cosas que no te incumben. Tienes suerte de estar vivo.
Le miré con atención, apreciando aquel chispazo de intensidad, la breve revelación de su poder.
—Dime una cosa. ¿Qué es la Sociedad de las Cenizas?
Ay aguantó mi mirada sin parpadear.
—¿Te dicen algo las plumas doradas? ¿Y un agua que no humedece pero que todo lo quema?
Su rostro no se inmutó, pero en ese momento se puso en pie y salió de allí sin despedirse siquiera.
Por mi parte, me senté y acabé la comida. Después de todo por lo que había pasado, una buena comida era lo menos que merecía.
Me llevaron de vuelta a la orilla, con la tripa llena, bajo los efectos del vino en mi cabeza y el dedo meñique aún dolorido. Me volví para echar un vistazo a aquel gran barco. Ay me parecía ahora un espejismo: todavía real, pero con la capacidad de hacerse invisible si lo mirabas desde un ángulo equivocado. ¿Era una figura de poder infinito o el resultado del truco de un mago hecho con humo y espejos?
El sol del mediodía, despiadadamente colocado sobre la ciudad, que hervía en esos momentos a fuego lento, no ayudaba en nada a aclarar mi estado mental. Tampoco ayudaba el gentío, sudoroso y abrumador, que abarrotaba tanto el puerto como los caminos que llevaban a la ciudad. Algo hacía que la atmósfera de aquel lugar difuminase todos los contornos. Tras las horas que había pasado a bordo del barco, sobre el agua, así como el tiempo que estuve encerrado en aquella celda, me sentía pesado y fatigado, como si la tierra seca tirase de mí hacia abajo. Tenía ganas de lavarme y dormir en un lugar oscuro.
Pero tenía que ver a Nefertiti. No porque quisiese transmitirle el mensaje de Ay —aunque tenía ganas de comprobar el efecto que causaba en ella—, sino porque quería saber si Jety había logrado llegar al fortín de la reina. Y también porque tenía cosas que decirle. Quería hablar con ella. Detallarle ciertos fragmentos de la historia. Sabía que ella podía unir dichos fragmentos mejor que yo, si decidía hacerlo.
Me dirigí a la necrópolis. No había señal alguna de la gata. Me acerqué a la capilla por segunda vez, asegurándome de que nadie me seguía, y entré en aquel pequeño recinto de piedra y sombras. A plena luz del día parecía menos misterioso, menos convincente. En el santuario, los cuencos de ofrendas habían desaparecido. Los jeroglíficos habían sido borrados. Ya no estaba mi nombre. Así pues, alguien sabía de la existencia de ese lugar.
Examiné la estrecha grieta por la que aquella noche había pasado hacia el Otro Mundo. Pero ahora estaba sellada. No había modo de entrar. ¿Cómo podría llegar entonces hasta ella? ¿Y por qué habían destrozado aquel lugar? Obviamente, era un acto deliberado. ¿Acaso ella quería evitar de ese modo que volviese a buscarla? Me sentí furioso. ¿Qué quería Nefertiti de mí?
Me dirigí en primer lugar a la pocilga y busqué a tientas la trampilla mientras los cerdos me olisqueaban. Pero no hubo modo de abrir la puerta. De repente, tuve la sensación de ser observado. Estudié de arriba abajo el pasillo; estaba vacío. Se encontraba extrañamente en calma, sin embargo. Tal vez alguien me había seguido y se había resguardado en la sombra de la puerta. No tuve más opción que echar a correr hacia el Gran Río, zigzagueando por las calles y los callejones, desplazándome entre la multitud hasta deslizarme por un pasaje lateral y después dar media vuelta. Seguí mirando por encima del hombro; sentía en lo más profundo de mi ser que estaba en lo cierto, pero no encontré prueba alguna de que alguien iba tras mis pasos. Escudriñé las caras de la gente, pero todos parecían ocupados en sus propios menesteres. Tal vez la irrealidad propia de la ciudad había logrado finalmente alterar el funcionamiento de mi mente. Aun así, tenía claro que mucha gente sacaría algún beneficio siguiéndome, por lo que decidí no arriesgarme; no podía hacerlo con todo lo que había en juego.
Fingí desplazarme hacia el norte, en dirección a los templos de Atón, y me uní al torrente humano que surcaba la vía Real. Giré por una calle hacia el este y, aprovechándome de las ventajas que ofrecía la estructuración en forma de cuadrícula de la ciudad, giré a la derecha y una vez más a la derecha, con lo que regresaba al mismo lugar. Comprobé tras cada esquina que nadie me siguiera; después volví a incorporarme a la multitud de la vía Real y me encaminé hacia el oeste, atravesando el laberinto de calles que llevaban al embarcadero.
Alquilé el peor esquife que encontré, el que menos llamaba la atención, tras despertar al barquero en mitad de su siesta de la tarde. Se frotó los ojos y empezó a remar. Eché un vistazo al atestado muelle. Mucha gente observaba el río. Nadie parecía mirarme a mí.
Avanzamos en silencio. El hombre me observó con curiosidad, una sola vez, después fingió concentrarse en el río. El tráfico era intenso, pasamos junto a barcos grandes, lentos transbordadores, flotas de barcos de recreo y una pequeña manada de búfalos de agua que atravesaban el río con dificultad, manteniendo la cabeza por encima de la superficie.
El barquero me dejó en la orilla opuesta. De pronto, volví a sentir la sencilla tranquilidad del mundo: unos pocos pájaros, algunos niños jugando al borde del agua, voces ocasionales de mujeres que trabajaban en los campos. Ningún otro bote se aproximó a la orilla ni amarró cerca de allí. El sol, que descendía lentamente hacia los acantilados occidentales, me guió hacia la zona donde estaba emplazada la fortaleza.
Pasé junto a los campos de trigo y cebada. Eran tan inmaculados, se acercaban tanto a la perfección, que de algún modo parecían ellos mismos dioses dignos de ser adorados. En un momento dado, un grupo de hombres montados en burro aparecieron delante de mí, pero se limitaron a asentir y a seguir su camino sin prestarme demasiada atención. El sendero entre los campos se hizo más ancho y yo seguí hacia el norte, en paralelo al río, atravesando una pequeña aldea en la que la gente compartía las oscuras cabañas de barro con sus animales, como se había hecho desde el principio de los tiempos. Todo el mundo, incluidos los niños pequeños y los viejos, reclinados sobre sus bancos bajos, se detuvieron para verme pasar. Me sentí como si hubiese caído del cielo. Posiblemente, esos pobres trabajadores jamás habían cruzado el Gran Río para visitar la ciudad. Para ellos era poco menos que una especie de fábula.
Al poco me encontré rodeado por campos y palmeras cargadas de dátiles, así como por los sonidos del atardecer. ¿Dónde estaba aquel lugar? Finalmente, sudando y con una profunda sensación de frustración, llegué a los límites que separaban la Tierra Negra de la Tierra Roja. A mi espalda se extendían los amarillos verdosos y los verdes primaverales propios del mundo de los cultivos. Un paso más allá empezaba el rocoso abandono que nos rodeaba. La solitaria llanura que se extendía hasta la ondulante línea que formaban los acantilados rojos. La Tierra Roja se extendía más allá de ellos, eterna, invisible y sagrada hasta el fin del mundo.
De repente, allí, a mi derecha, estaba la edificación. Sus muros achaparrados no transmitían signo alguno de vida en su interior. Por descontado, no había puertas ni ventanas, pero di por supuesto que podría llamar, o encontrar el modo de entrar. Me detuve bajo la sombra del muro oriental y, sintiéndome un loco airado, grité. No hubo respuesta. Volví a llamar. Tan solo escuché la burlona respuesta de un pájaro desde la rama de un árbol a cierta distancia a mi espalda.
¿Qué otra cosa podía hacer? Rodeé la edificación pero no encontré modo alguno de acceder al interior. Los ladrillos de barro se deshacían bajo mis dedos cuando intentaba hacer fuerza con los dedos para escalar. Le di una patada a una piedra llevado por la impotencia. Maldije. Estaba harto. Era el momento de aprovechar la oportunidad, olvidar esa pantomima y marcharme a casa. Tenía que alquilar una barca y alejarme de la ciudad lo antes posible. Fin de la cuestión.