El Resucitador (18 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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Era difícil distinguir las facciones de los rostros en las sombras. Los dos hombres llevaban gorras de paño bien encasquetadas, chaquetas cortas con el cuello levantado y pañuelos cubriéndoles la parte inferior de la cara. El que se encontraba a la derecha de era el que tenía más cerca. Por lo que Hawkwood podía apreciar, era musculoso y ágil. Se le ocurrió que tal vez debería identificarse como agente de policía, pero con la oscuridad, el aguacero y aquel gancho avanzando hacia él cual hoz amenazante, su principal preocupación era su propia supervivencia.

Hawkwood se echó a un lado, utilizando la mano derecha para golpear con la cachiporra la muñeca del atacante por un lado. A pesar del ruido de la lluvia que caía, el crujido del ébano contra el hueso sonó extrañamente fuerte. Fue seguido por un agudo aullido de dolor. Con un nuevo giro de la porra, le asestó al atacante un revés en el codo empleando toda su fuerza. Se oyó otro grito al cual sucedió el estruendo metálico del gancho de metal al chocar contra los adoquines y deslizarse por el empedrado del callejón. Sin detenerse un segundo, Hawkwood se giró rápidamente apoyándose en el talón izquierdo, con el abrigo abierto ondeándole como si de una capa se tratara. Manteniendo el brazo rígido, arreó un cachiporrazo a su atacante en toda la nariz. Notó cómo el cartílago cedía bajo la presión del impacto, que aplastó los huesos nasales y empujó sus esquirlas hacia el cerebro. Fue asestado con la intención de ser un golpe mortal y su efecto se reveló devastador. Pareció que el atacante se hubiera estrellado contra un muro de ladrillo. Perdió toda facultad de articular movimiento alguno, se le doblaron las rodillas y cayó de bruces sobre los adoquines.

Sin detenerse siquiera a tomar aire, Hawkwood giró sobre sí mismo. El segundo hombre se había acercado, pero en sus pasos se adivinaba una clara vacilación. Era evidente que la rapidez de reacción de Hawkwood y la brutal fuerza de su contraataque le habían hecho reflexionar. Observó al hombre que yacía inmóvil tendido en el suelo.

—No seas idiota —le advirtió Hawkwood—. Soy agente de policía.

El atacante irguió la cabeza. Por encima del pañuelo, sus ojos se abrieron asombrados.

—No te lo esperabas, ¿verdad, amigo? —dijo Hawkwood. Sin quitarle los ojos de encima a la figura enmascarada, se pasó la porra a la mano izquierda. El atacante siguió con la mirada el vuelo de la misma y después volvió enseguida a fijar su atención en Hawkwood. La lluvia que goteaba desde la visera de su gorra se resbalaba por la hoja que empuñaba con la mano baja. La luz de la luna reflejaba la duda en sus ojos.

—Tú eliges, amigo —dijo Hawkwood con calma, y aguardó.

De pronto, se percató del sutil cambio de pose: la transferencia del peso de un pie a otro, y con ella la inconfundible tirantez de los nudillos al aferrar la macheta. Vio encogerse y oscurecerse las blancas medias lunas en los ojos del atacante, y pensó fatigado, «Oh, Dios».

Pero el ataque, cuando se produjo, fue torpe. El segundo hombre no era tan ágil de piernas ni tan veloz como su compañero, además, para poder atizarle un golpe, éste tenía que echar atrás la macheta.

Durante ese instante de indecisión, Hawkwood, a diferencia de su contrincante, no vaciló. Simuló querer embestir la porra contra la mano que asía la hoja. El atacante levantó el brazo por instinto para repeler la amenaza, dándose cuenta de su error en el acto. Hawkwood, viendo el hueco, lanzó una bota contra el vientre desprotegido. La patada hizo que los pulmones del atacante se quedaran sin aire, lanzándolo hacia atrás con violencia.

En la húmeda oscuridad, el atacante de Hawkwood no había advertido lo cerca que se encontraba de la barandilla de madera al final del puente, la cual quedaba a al altura de la cintura. De no ser por la lluvia, quizá habría podido recuperar el equilibrio, pero en algunas partes, los irregulares adoquines estaban tan resbaladizos como el hielo invernal.

El efecto de la fuerte patada de Hawkwood, que casi lo había levantado del suelo, hizo que el atacante se tambaleara cayendo hacia atrás sobre los listones de madera, mientras sus talones pugnaban por recuperar la tracción. Sacudiendo los brazos frenéticamente, hizo un desesperado intento por mantenerse en pie. La gravedad, no obstante, llevaba todas las de ganar. Los podridos listones de madera se astillaron bajo el peso del portador de la cuchilla, quien cayó por encima del puente emitiendo un grito terror al abalanzarse en picado hacia el vacío. Lo próximo que se oyó fue el sonido de un cuerpo pesado cayendo al agua.

Hawkwood, guardándose la cachiporra en el bolsillo de su abrigo, se acercó a la barandilla destrozada y se asomó por el borde de ésta. El olor que le llegó desde abajo era increíblemente nauseabundo. Retrocedió al instante, haciendo un esfuerzo por contener las arcadas. Se obligó a respirar hondo —gesta nada fácil habida cuenta del terrible hedor que parecía devorar el aire que le rodeaba— y volvió a mirar al vacío. Incluso entre las sombras proyectadas por las casuchas de los alrededores, podía percibir que el nivel de las aguas de la Cloaca se había incrementado considerablemente debido a las lluvias. El caudal llegaba a tan sólo varios palmos del ojo del puente y estaba casi solidificado por la inmundicia que llevaba. Era como asomarse a una pocilga de melaza negra. Hawkwood oía la lluvia golpear la superficie. El ruido era similar al de los perdigones de mosquete cuando desgarran la piel.

No había ni rastro de su atacante. Cerca de la otra margen, un manojo de lo que parecía pelo enmarañado llamó su atención; se figuró que sería el cadáver de algún animal que llevaba tiempo muerto, un perro quizás. Entre la maraña gris divisó la curvada y pálida forma de algunos huesos pertenecientes a una caja torácica. Acertó a ver que tras un trozo de madera flotante se escabullía el lustre de la piel negra de un pequeño animal, seguido de un ondulante rabo largo sin pelo, el cual desapareció visto y no visto.

Entonces lo oyó, era un débil resoplido, parecido al que emiten los cerdos cuando olisquean en busca de raíces. Notó que provenía justo de debajo de donde él se encontraba, cerca de los pilares del puente. Consciente del precario estado de la barandilla y evitando inhalar con demasiada profundidad, se inclinó hacia delante para descubrir el origen del sonido.

Detectó movimiento entre la mugre; una pálida forma arácnida intentando aferrarse desesperadamente a la desgastada estructura de ladrillo. A Hawkwood le llevó un instante darse cuenta de que estaba viendo una mano humana y que la zona sombría que la rodeaba era el cuerpo parcialmente sumergido de su atacante.

Mientras Hawkwood observaba, el atacante hizo otro intento por agarrarse y salvarse, en vano. La mugrienta costra negra se resquebrajó, liberando el antebrazo del hombre, y permitiéndole girar la cabeza. Pero la liberación no duró mucho. Aunque se le había desatado el pañuelo, el rostro del atacante se hacía irreconocible bajo la máscara de porquería y fango. Sólo se le veían los ojos, blancos y desencajados por el pánico. Tenía la boca abierta, pero no emitía sonido alguno. Entonces, igual de rápido que había relajado su agarre, el pegajoso cieno comenzó a arrastrarlo a sus profundidades. Y en un abrir y cerrar de ojos desapareció engullido por las oscuras fauces bajo el puente, como si la tierra se hubiera abierto y se lo hubiera tragado entero.

Hawkwood se enderezó. Se dio la vuelta y echó a andar hacia donde el primer atacante yacía en el suelo. Sin importarle la lluvia, miró al muerto sin compasión. Oteó a su alrededor. No había señales de movimiento: ni el resplandor de una vela descubriendo una cortina descorrida, ni un grito de alarma, ni pasos apresurados que sugirieran testigos corriendo en busca de ayuda. Nada se movía, únicamente la lluvia, que continuaba su incansable tiroteo sobre tejas y hojas de ventana. Sin importarle los charcos cada vez más profundos, Hawkwood se arrodilló y le dio la vuelta al cuerpo. Los ojos sin vida estaban apagados, con la mirada fija. El fino pañuelo que había ocultado los rasgos inferiores del rostro del atacante se había deslizado hacia abajo. Estaba empapado por la lluvia y tenía negruzcas manchas de sangre. Hawkwood no reconoció el rostro. Entonces centró su atención en el atuendo del hombre, y le registró los bolsillos. Ninguna pista tampoco; estaban vacíos. Se puso en pie e inspeccionó los adoquines. Sus ojos detectaron el brillo metálico. Se acercó a la pared y recogió el gancho, lo examinó dándole vueltas en la mano y preguntándose si sería relevante.

Era pesado y sus suaves curvas encerraban una sencilla belleza. El mango terminaba en forma de T, de modo que la barra horizontal de la T podía agarrarse con la palma de la mano mientras que el metal del gancho emergía del espacio entre los dedos corazón y anular. Era a la vez una herramienta de notable eficacia y un arma temible. La había visto en numerosas ocasiones en los mercados y mataderos de Smithfield; la usaban los carniceros y porteadores de carne para subir y bajar los cuerpos de los animales de las superficies de despiece.

Hawkwood consideró las implicaciones. Parecía más que evidente que existía alguna conexión entre sus atacantes y su visita al Perro.

Podía ser, pensó, que tan sólo fueran un par de oportunistas que le habían echado el ojo en el bar y que, fijándose en que pagaba su bebida en lugar de obtenerla a crédito, le habrían creído un blanco fácil y, sin pensárselo mucho, lo siguieron hasta el callejón.

Una explicación alternativa era que se trataba de malhechores con los que ya se había topado antes; hombres en busca de venganza. Con todo, tal posibilidad le parecía harto remota, puesto que no había reconocido a ninguno de los dos, al menos al que yacía a sus pies. Del que había sucumbido a las garras inmisericordes del Fleet, no podía estar seguro aunque no creía probable que se hubieran visto antes, teoría confirmada en parte por la mirada de horror que lanzó el hombre cuando Hawkwood se había identificado como agente de policía.

Volvió a mirar el gancho y se acordó de la macheta. La elección de las armas le pareció intrigante. Eran herramientas propias del gremio de los carniceros. «Hurga con un palo en una ratonera», pensó, «y nunca sabrás lo que puede salir reptando del agujero». Tal vez sus pesquisas sobre Doyle habían puesto el dedo en alguna llaga. Volvió a mirar el cuerpo.

En circunstancias normales, con una probabilidad de dos a uno, y habida cuenta de las armas que portaban, su víctima habría acabado tirada boca abajo sobre el empedrado. Desafortunadamente para ellos, no se habían esperado tener que enfrentarse a un antiguo oficial del regimiento de fusileros que había pasado los últimos seis meses de su carrera militar viviendo al raso en las montañas españolas matando franceses. Habían pagado su error con sus vidas. No es que a Hawkwood fuera a quitarle el sueño. Sus atacantes habían repartido las cartas. Por desgracia para ellos, Hawkwood había tenido todos los ases ganadores.

Cerró los ojos. Había demasiadas suposiciones y preguntas nadando en aquel maldito caldo. Además, había sido un día largo: dos asesinatos macabros, un suicidio y una visita a un loquero no era precisamente el pan nuestro de cada día, ni siquiera para un agente de Bow Street. Era tarde, estaba calado y le dolían los huesos de cansancio. No le vendría mal dormir toda la noche. Así estaría descansado y listo para reanudar la investigación por la mañana.

Una vez tomada la decisión, Hawkwood arrojó el gancho al río por la barandilla y prosiguió su camino; una oscura figura adentrándose en la espesura cada vez más sombría de la noche.

Capítulo 8

Sawny se encontraba en su mesa habitual, contando las ganancias de la noche. Junto a sus codos descansaban una jarra de Porter y un plato de madera con pan y queso, que seguían intactos mientras hacía sus cuentas. Su rostro cetrino reflejaba una absoluta concentración. Movía los labios haciendo cálculos silenciosos.

Eran poco más de las ocho y el Perro estaba casi desierto, a excepción de un trío de musculosos porteadores manchados de sangre del mercado de Smithfield que habían hecho una pausa para desayunar. Mientras, cerca del hogar, un par de prostitutas exhaustas, con los vestidos desastrados, dormían para reponerse de los esfuerzos de la noche anterior. Habían vuelto a encender la chimenea y el pub apestaba a humo, grasa, serrín, sudor rancio y cerveza.

Se habían desecho de tres de los cinco cadáveres del sótano, los dos hombres y el chico. Los hombres habían ido al hospital Guy. El cuerpo del chico lo habían entregado a una escuela de anatomía privada de Little Windmill Street. Habían obtenido un buen precio por los dos hombres —nueve guineas por el par— pero fue el cadáver del chico el que les había reportado los mayores beneficios. El precio de venta de los niños variaba en función de su altura; seis chelines por el primer palmo y medio, y el resto a nueve peniques la pulgada. El chico era alto para su edad, a lo que se añadía que tenía un pie deforme. Los profesores de anatomía pagaban un extra por las anormalidades, así que, sólo con el chico, Sawney había ganado ocho guineas. Incluso había encontrado un comprador para los dientes que le había extraído al capullo de Doyle. Un dentista de Dean Street se los había quitado de las manos. Habían regateado ligeramente, pero el precio final había resultado satisfactorio para ambas partes.

Pensándolo bien, habían conseguido un buen beneficio.

Sawney se concentraba ahora en los cadáveres de las mujeres. Se las habían prometido a un profesor de anatomía de Chapel Street, pero Sawney había decidido retenerlas con la esperanza de inducir una mayor subida en el precio. Era una pena que no estuvieran embarazadas.

Las mujeres embarazadas escaseaban. La única fuente legítima para la obtención de cuerpos seguía siendo la horca, pero la ley prohibía colgar a mujeres en estado. Por consiguiente, era frecuente que las condenadas intentaran quedarse preñadas de sus compañeros reclusos con la esperanza de engañar al verdugo.

Sawney calculó que disponía de tal vez otras veinticuatro horas más antes de que el olor del sótano se hiciera insoportable. Si ya de por sí el Perro apestaba lo suyo, el aroma que desprendían los cadáveres en descomposición era inconfundible. Se acordó de la iglesia de Saint Clement Dañe, cuya cripta guardaba tal cantidad de cuerpos putrefactos, que la congregación no podía oír los cánticos debido al zumbido de las moscas, y las personas se desmayaban en las naves laterales a causa del hedor.

Pensándolo mejor, Sawney decidió que quizá aceptaría la oferta de Chapel Street después de todo, y los trasladaría esa noche para quitarlos de en medio, pues de todas formas eran un valor al contado. Claro que si esperaba y durante ese espacio de tiempo los cuerpos se descomponían, siempre les quedaba la opción de descuartizarlos. Había más de una forma de despellejar a un gato, pensó riéndose para sus adentros.

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